Lorenzo Silva
El blog del Inquisidor
Para Noe, por restaurar la conexión .
Probablemente nada fluye
y todo tiembla.
EDUARDO GIL BERA,
Historia de las malas ideas
Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente, dentro de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar de ti
tu mejor tú.
PEDRO SALINAS,
La voz a ti debida
Aunque el azar me haya deparado la oportunidad o la obligación de publicarlo, yo no soy quien ha escrito este libro. Incluso he dudado si resultaba pertinente redactar estas líneas, y en el caso de que así fuera, si debían ir emplazadas como un prólogo, un epílogo o una mera nota a pie de página. Al final he optado por la fórmula del aviso previo porque me parece que es bueno que el lector se sitúe desde el principio, y porque buscar formas tortuosas de quitarme importancia acabaría suponiendo un pecado de vanidad mayor que comparecer aquí y de esta manera, sin más aspavientos.
En honor a la verdad, mi intervención no la considero irrelevante, aun siendo insuficiente para reclamar una cuota de autoría sobre las páginas que siguen. De no ser por mí, de hecho, puede que se hubieran perdido para siempre. Lo que van a leer estuvo colgado en una bitácora de Internet (o blog) que permaneció en línea durante unas cuantas semanas del otoño de 2007. Por casualidad di con ella, su inusual contenido despertó mi curiosidad y tuve la precaución de copiarlo en el disco duro de mi ordenador. Pocos días después, el enlace dejó de funcionar y el texto se volvió inaccesible.
He meditado mucho sobre el paso que doy al presentar la colección de anotaciones que componían aquel blog en forma de libro. Sé que más de uno juzgará que las palabras que pululan por la Red constituyen un material esencialmente efímero, que no justifica la consagración de la letra impresa. Otros dirán que debería pedir permiso a la titular de la bitácora, y si no pudiera obtenerlo, como es el caso, ya que desconozco su identidad, debería abstenerme de darlo a conocer. En cuanto a la primera objeción, hago constar mi convicción de que las páginas de este libro recogen las voces de dos seres que se comunicaron entre sí y con el mundo a través de genuinas piezas de literatura; cuando menos, en su escritura hay una ambición expresiva que, al margen de dónde y cómo se plasmara por vez primera, persigue y merece (en mi opinión) escapar al olvido. Por lo que toca al segundo y más grave reparo, me expongo de buen grado a cuantas acciones legales quieran emprender quienes pretendan ostentar un derecho legítimo sobre el texto. Tan pronto como lo acrediten, me comprometo a transferirles cualquier fruto económico que pueda generar su edición. En realidad, lo consideraría un precio módico, a cambio de satisfacer mi deseo de conocerlos.
Una última aclaración: gran parte del blog estaba escrito en lengua inglesa, en particular las anotaciones de su dueña y no pocas de las conversaciones que transcribe. Juzgué que era mejor, a efectos de la publicación, que todo estuviera en el mismo idioma y que ese idioma fuera el mío. Es un capricho, sin duda, que me ha permitido concederme el antojo suplementario de realizar la traducción correspondiente. No tema el lector por la posible infidelidad al original. Soy un lector competente de la lengua de Shakespeare, y mi empeño al verterla a la de Cervantes no ha sido otro que ponerme al servicio de lo que los autores quisieron decir y cómo quisieron decirlo. He respetado su tristeza y su ironía, su dureza y su ternura, que de todo hay en sus palabras y por eso creo que debo divulgarlas (ya no tengo edad para compartir los cuadros tremendistas ni tampoco las visiones edulcoradas de la existencia). En el mismo ánimo de serles leal, no he hecho por inventarme un título. He optado por dejar, simplemente, que este libro se abra con la primera palabra que la autora tecleó en su bitácora, y la única que he creído imprescindible conservar en su idioma originario. Una palabra, por lo demás, tan significativa y sugerente como a la postre premonitoria. *
El editor/traductor
Offline
Offline . Cada mañana, desde que despierto, mi vida no es más que el camino pedregoso que me conduce hasta esa palabra. Me levanto, me aseo, me visto, desayuno, a veces incluso compro el periódico o hago algún recado, pero esta prórroga de los preámbulos sólo sirve para agravar el dolor. Haga lo que haga para retrasarlo, acaba llegando el instante en que desde la pantalla me miran esas siete letras cargadas de negación y ausencia: O-F-F-L-I-N-E. Y tan pronto como las leo, me siento morir. Un sorbo más de muerte que sumar a los que ya llevo, a cuenta de la que me tirará por tierra algún día.
Conozco desde hace tiempo el dolor. No es, ni mucho menos, algo nuevo para mí. Tengo treinta y seis años y mi vida se ha venido abajo al menos un par de veces. Pero aquellos que dicen que conocer el dolor, y sobreponerse a él, te prepara para enfrentarlo en el futuro, se equivocan o mienten. El dolor siempre es joven e inapelable, como la mirada que te reclama desde los ojos de un niño.
Offline . La palabra me golpea en mi lengua materna por culpa de mi pereza. A ella se debe que siga usando la versión del programa de mensajería instantánea que me descargué en el ordenador portátil cuando aún estaba allá arriba, en mi tierra sin luz. Si me lo hubiera descargado aquí, leería en su lugar una expresión más bien insípida, como a veces resultan estos españoles en su orgullosa resistencia a imitarnos en cuestiones de idioma: «No conectado». *
Pero no, es mi palabra, mi lengua, con su vibración simple y rotunda, la que se me clava y cala sin compasión en mi alma. Offline . Leerla me certifica que aquel de quien quisiera saber ya no está unido a la red en la que sucedían nuestros encuentros. Desde hace dos semanas, esas siete letras son la inscripción grabada sobre la lápida que arrastro, sin que de nada me hayan servido todos los argumentos que he manejado, y no han sido pocos, para probar ante mí misma la estupidez de sentirme tan afligida por algo semejante. Es estúpido, desde luego. Y además carece de cualquier lógica. Pero cada día me levanto, enciendo el ordenador… y lloro.
Hace ya dos semanas que no sé nada del Inquisidor. Aunque también podría decir que en realidad hace cinco meses, el tiempo que ha transcurrido desde que me lo tropecé por vez primera, que no sé nada de él. Nunca vi su rostro, ni oí su voz. No podría asegurar que es un hombre, ni siquiera que exista, en la forma en que convencionalmente existen las personas. Y sin embargo, haberlo perdido, el solo pensamiento de que así sea, convierte mi existencia convencionalmente irrefutable en algo inerte y sin objeto. En estos cinco meses, descubro ahora, me había habituado a ser para él. El viejo y pueril error que hace años, cuando el primer descalabro, me juré que la hija de mi madre jamás se volvería a permitir.
La experiencia tiene por un lado la desventaja de que a partir de cierto momento casi todo lo que te ocurre, y sobre todo si es para mal, te recuerda algo que ya sucedió antes; pero por otro te proporciona el consuelo de saber que, tras la sensación de que el camino no continúa más allá, todavía resulta posible encontrar una nueva ruta, siempre que no interrumpas la marcha. En estos quince días he pasado del sobresalto a la desolación, de la impotencia a la rabia, del enfado a la angustia. He proseguido a pesar de todo con mis quehaceres, o lo que es lo mismo, con mi vida absurda en este lugar demencial (no me quejo de la una ni del otro; trato de ser coherente con mis decisiones y yo misma elegí refugiarme en una existencia anómala y desarraigada). Pero esta mañana me he dado cuenta de que eso no bastará para superar mi malestar, aunque me sirva, mal que bien, para gastar las horas. Necesito entender, llegar al corazón de esta amargura, aunque con ello me arriesgue a aumentarla. Y a la vez tengo que ocupar mis energías en alguna tarea que me sirva para construir a partir de lo que ha ocurrido. No se puede vivir sin saber lo que hay de veras dentro de uno, ya lo dijo Sócrates, pero tampoco sin un proyecto que otorgue algún aliciente a la terca mecánica de abrir los ojos cada mañana y dejarles ver la luz.
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