Lorenzo Silva - La estrategia del agua

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Tras una decepcionante experiencia con el sistema judicial, que ha puesto en libertad a un asesino al que había detenido después de una larga investigación, el brigada Bevilacqua, alias Vila, se halla desencantado y más escéptico de lo que acostumbra. Así se enfrenta al nuevo caso que le ocupa: un hombre llamado Óscar Santacruz ha aparecido con dos tiros en la nuca en el ascensor de su casa. Parece el «trabajo» de un profesional, lo que se antoja desmesurado dada la poca trascendencia de la víctima, que tiene algunos antecedentes menores por tráfico de drogas y violencia de género. Vila y su compañera, la sargento Chamorro, afrontan la tarea, muy a regañadientes por parte de Vila, actitud que empezará pagando «el nuevo», Arnau, un joven guardia que poco a poco se irá ganando la confianza del brigada.
Parece que los problemas en la vida de Óscar, aparte de sus roces con la justicia, se limitan a su divorcio, mal llevado y con un hijo de por medio. Pero, ¿qué esconde la denuncia que pesaba sobre la víctima por malos tratos? ¿Y su detención por tráfico de drogas? ¿En qué oscuros asuntos estaba envuelto este hombre en apariencia tan poco peligroso?
Una novela sobre los claroscuros de las relaciones, sobre los errores y aciertos de los jueces, sobre los vericuetos de la moderna investigación policial, sobre las injusticias que provocan las leyes y sobre el mal, que a menudo está entre lo que tenemos más cerca, incluso entre lo que un día amamos.

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– Tenía un navegador GPS, así que podemos sacar una lista de las últimas direcciones en las que estuvo. O al menos de aquellas a las que no sabía llegar. Le he echado un vistazo y casi todas son de Madrid. Así en seco no me sugieren nada, habrá que combinarlas con algo.

– Por qué serás tan eficiente, Vir. Consigues demasiada información. ¿Te das cuenta del coñazo que va a ser analizarla?

– No te agobies. Tampoco nos ha dado mucho más de sí, el coche. Sólo me queda lo que había dentro del maletero: un anorak, una lata de lubricante y dos bolsas de basura con residuos de plástico. Debió de meterlas ahí para llevarlas al contenedor y luego se le olvidó.

– ¿Y nada más?

– Nada más.

De pronto me sentía muy cansado. Llevaba varias noches sin dormir más de un par de horas seguidas, y el café que me había tomado aquella mañana quedaba demasiado lejano como para que siguiera haciéndome algún efecto. Me saqué uno de los guantes y me restregué los ojos, en un intento de sacudirme el sopor que me invadía.

– Vale -dije-. Vamos a darle una vuelta más a la casa, mientras Villalba y los suyos rematan su tarea. Guardamos en las cajas todo lo que nos vaya a interesar de verdad llevarnos y cuando ellos hayan acabado precintamos. ¿Dónde está el teléfono móvil de la víctima?

– Lo tiene Arnau.

– Bien, ahora lo llamo. Tenemos que hablar con la novia, lo primero. Y no estaría de más saber por dónde anda la hermana. Llama a la comandancia y diles que te den el número. Y que nos manden por e-mail los antecedentes. Y si puede ser, que nos averigüen quién lo trincó, tanto por lo de la coca como por las peleas con la ex. Que trabajen un poco, ya que les estamos sacando las castañas del fuego.

– En seguida -dijo.

Tras tomar nota de todo en su libreta, la sargento se quedó mirándome con una expresión que sabía que yo sabría interpretar.

– A ver, escúpelo -la invité.

– ¿Me dejas hacerte una observación personal?

– Si no hay más remedio.

– Celebro que hayas vuelto. El abominable hombre de las nieves que había ocupado tu lugar era un petardo, como jefe y como poli. Fueran cuales fueran las razones que creyera tener para su actitud.

– No sé qué quieres decir con eso.

– Sí lo sabes.

– Tampoco me felicites. No tengo alternativa, eso es todo.

– No, si me felicito yo. Resulta agotador andar cuidando de un niño grande al mismo tiempo que tratas de resolver un asesinato.

– ¿No decís siempre las mujeres que podéis hacer dos cosas a la vez? Vamos, fin del interludio personal. Y obedece a tu jefe.

– Faltaría más.

Mientras Chamorro se ocupaba de las diligencias que le acababa de encomendar, hice un recorrido por toda la vivienda. En el estudio, que ya habían desalojado Villalba y los suyos, me encontré con el resto de la biblioteca de Óscar. Allí estaba la parte que parecía tener un contenido más personal: algunos libros de poesía, entre los que prevalecían, como en sus gustos narrativos, los grandes éxitos (Neruda, Lorca, Machado, etcétera) y una colección de clásicos grecolatinos; otra más publicada en su día en entregas para quiosco. El difunto sabía combinar su curiosidad intelectual con un talante ahorrativo. En todo caso, la colección era muy completa. No faltaba ninguno, desde Homero, Platón y Aristóteles a Plotino o Luciano. Hice una cala para ver si el esfuerzo coleccionista había sido un prurito de dárselas de culto ante sí mismo o si aquellos libros estaban leídos. Me encontré con más de un pasaje subrayado, sobre todo entre los filósofos. Eso, por si todo lo anterior no hubiera sido bastante, terminaba de acreditar a Óscar como un bicho raro. Hoy nadie lee filosofía. Es incompatible con un modo de vida que en muchos aspectos sólo puede resultar aceptable para aquellos que hayan dejado de reflexionar sobre las cosas y su porqué.

Recogí los archivadores donde guardaba la documentación y miré los cajones. En uno de ellos me encontré algo que a aquellas alturas me llamó la atención sólo hasta cierto punto: varias figuras de plomo, sin pintar, que representaban a otros tantos integrantes de aquel siniestro cuerpo militar sobre el que Óscar había leído tanto. También había comprado tres o cuatro pinceles y unos botes de pintura, que permanecían notoriamente sin abrir. Un pasatiempo que en algún momento había considerado probar pero en el que no parecía haber pasado del proyecto a la ejecución. La mayoría de las figuras eran muy convencionales, reveladoras del criterio de un novato. El típico oficial mirando un mapa o el soldado empuñando contra un enemigo imaginario su fusil ametrallador. Pero una de ellas era harina de otro costal: mostraba a un suboficial en posición de descanso con un fusil ruso de francotirador terciado a la espalda, el casco colgando del cinto, en la cabeza un gorro cuartelero levemente ladeado y en el rostro una expresión lejana y ausente. La figura transmitía un logrado aire de entereza ante el desastre. Me gustó, e incluso contribuyó a que Óscar me cayera mejor. Y como nadie me veía, hice algo indebido, pero que no había de pesar en mi conciencia. Me guardé aquella pieza en la americana, con el propósito de darle el destino que merecía. Nunca he ambicionado poseer más objetos que aquellos cuya tenencia pueda honrar con un uso adecuado. Y aquél, no me cabía duda, era uno de ellos.

Luego le di un repaso algo más detenido al dormitorio. Miré debajo de la ropa de los cajones, donde no encontré nada digno de mención, salvo un sobre con seiscientos euros en billetes de cincuenta: nada que deba impresionar a un funcionario policial que presta sus servicios en un país donde los alcaldes y concejales guardan el dinero en bolsas de basura a reventar de billetes de quinientos. Metí la mano en los bolsillos de todas las americanas, donde no hallé más que algún que otro bolígrafo, tres o cuatro envoltorios de chicle, un par de pañuelos de papel usados y media docena de tarjetas de visita, de empresas o de restaurantes. Ninguna papelina ni nada por el estilo, para decepción del sabueso retorcido que llevo dentro. Acabada mi razia entre la ropa, registré el galán de noche, donde sólo había unos pocos euros en monedas, un alfiler de corbata y unos recibos de grandes almacenes. En fin, no se podía decir que no cumpliera con mi deber, pero tampoco que mi celo estuviera aportando mucho a la investigación.

Así que respiré hondo y me acerqué a la mesilla de noche. Sobre ella había un pequeño montón de libros. El que estaba encima se titulaba Termopilas. Lo tomé y lo hojeé. Era un ensayo histórico sobre la gesta de Leónidas y sus trescientos suicidas, publicado el mismo año en que la historia se había puesto de moda con motivo de la desmesurada película de Zack Snyder. La presencia de aquel título sobre la mesilla de noche del muerto daba que pensar, máxime cuando el marcapáginas que tenía hacia la mitad sugería que había sido su última lectura, pero aún me interesó más lo que descubrí debajo. Justo a continuación, en una cuidada y reciente edición, Óscar tenía El arte de la guerra, de Sunzi (antes conocido como Sun-Tzu). Y debajo de éste, los escritos de Epicteto, en la edición que formaba parte de la colección de quiosco que guardaba en el estudio. El viejo estratega chino junto al filósofo estoico y antiguo esclavo. Una combinación cuando menos singular. Los dos libros estaban profusamente subrayados con lápiz (fue entonces cuando reparé en que sobre la mesilla, junto a ellos, había un portaminas). Al sostenerlos, uno en cada mano, y unirlos en mi mente a la imagen de la figura de plomo que me recordaba con su peso su presencia en el bolsillo de mi americana, sentí que todas las piezas encajaban. Y también que no debía pasar por alto aquellas inclinaciones, a la hora de tratar de entender la personalidad de aquel hombre cuyo asesinato era mi responsabilidad esclarecer. No lo pensé dos veces. Me apoderé de ambos libros y los eché a una de nuestras cajas.

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