Minette Walters - La Casa De Hielo

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En el antiguo depósito de hielo de Streech Grange ha aparecido el cadáver, desnudo y tan deteriorado que se hace imposible su identificación, de un hombre. El jefe de la policía local. Walsh. considera que se trata del cuerpo de David Maybury, desaparecido diez años atrás. Walsh, entonces, había culpado a la esposa de aquél, Phoebe. de la desaparición (y posible asesinato) de Maybury, pero no había encontrado pruebas y tuvo que dar el caso por cerrado.
Walsh, ahora, ve de nuevo la ocasión de lanzarse sobre Phoepe: la odia, se dice que porque le rechazo, hasta el punto de que no puede distinguir lo personal de lo profesional. Solo su subordinado, el sargento McLoughlin, intenta introducir ecuanimidad en una investigación que había de deparar muchas sorpresas
La casa del hielo es una novela de intriga en un ambiente de tensión, cerrado, claustrofóbico. Una obra singular, apasionante… y dentro de la mejor tradición inglesa del género.

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Anne suspiró.

– Nunca creí que nos escaparíamos. Las guardé en caso de que el cadáver se encontrara y Phoebe necesitara una defensa -su rostro se nubló-. Las revelé yo misma. Espantosas fotografías, horribles…, de David, dos semanas después de que Phoebe lo matara; de la propia Phoebe, con tal aspecto de loca, maldita sea, que no creería que es la misma mujer; de lo que los gamberros habían hecho con la casa; de la tumba que construí en la bodega. No quiero volverlas a ver nunca jamás.

– Cuéntemelo, Anne.

Respiró profundamente.

– David regresó la noche después de que saquearon la casa. Era inevitable que apareciese en algún momento, pero escoger aquella noche… -movió la cabeza-. Y no es que lo supiera, por supuesto. No habría regresado si lo hubiese sabido. Las puertas estaban atrancadas con muebles amontonados, de manera que entró por la ventana de la bodega. Phoebe estaba en la cocina y lo oyó tropezar en el piso de abajo a oscuras -sus ojos indagaron en los de McLoughlin-. Entienda lo asustada que estaba. Creyó que los borrachos habían vuelto para matarla a ella y a los niños.

– Lo entiendo.

– Cogió el objeto más pesado que encontró, el hacha de cortar leña que está junto al horno y cuando salió por la puerta de la bodega, le partió la cabeza en dos.

– ¿Lo reconoció?

– Quiere decir, ¿si sabía que era David cuando lo mató? No lo creo. Todo ocurrió demasiado deprisa. Desde luego lo reconoció después.

Hubo un largo silencio.

– Podrían haber avisado a la policía entonces -dijo por fin McLoughlin-. Con las pruebas de lo que había pasado la noche anterior, podía haber abogado defensa propia. La habrían absuelto sin ningún problema.

Anne se miró fijamente las manos.

– Lo habría hecho si lo hubiera sabido. Pero Jon no me telefoneó hasta al cabo de quince días -se llevó las manos a los ojos para tapar las horripilantes fotografías-. Phoebe no recuerda absolutamente nada de ese período de dos semanas. Lo único que tuvo el buen sentido común de hacer fue empujar el cadáver de David escaleras abajo para meterlo en la bodega y cerrar la puerta con pestillo. Los niños nunca lo han sabido. Jon sólo me telefoneó porque durante dos semanas Phoebe los habían tenido encerrados en su dormitorio, viviendo y sometidos a una dieta de comida en latas que había rescatado de la despensa. Jon cogió la llave de la habitación mientras dormía, salió y estuvo marcando mi número hasta que contesté -las lágrimas inundaron sus ojos, derramándose de sus párpados cansados al recordar-. Sólo tenía once años, apenas era más que un niño en realidad, y dijo que hacía lo que podía, pero que creía que Jane y mamá necesitaban a una persona adecuada que cuidara de ellos -se enjugó bruscamente las lágrimas de los ojos-. ¡Oh Dios!, lo siento. Lloro cada vez que pienso en ello. Debió estar tan asustado… Vine enseguida.

De pronto, pareció muy cansada.

– No podía acudir a la policía de ningún modo, McLoughlin. Había perdido la cabeza y Jon y Jane apenas hablaban. Creí que Phoebe había destrozado la casa ella misma después de haber matado a David. No había manera de demostrar qué había sucedido primero. Y si yo pensé eso, ¿a qué maldita conclusión habría llegado Walsh? Fue una pesadilla. Lo único que se me ocurrió hacer fue tener en cuenta a los niños ante todo, porque eso es lo que el padre de Phoebe me pidió cuando me otorgó su confianza. Y tenerlos en cuenta ante todo, decidí, significaba conseguir que no internaran a su madre en un hospital penitenciario -suspiró-. Así pues, durante unos días, compré pequeñas cantidades de piedra gris en las tiendas de bricolaje de todo el sur de Hampshire. Tenía que encajarlas en el coche de Phoebe. No me atreví a que nadie las trajera aquí. Luego me encerré en la bodega y enladrillé aquella cosa repugnante que había sido David una vez detrás de una falsa pared -concluyó, bromeando con displicencia-. Todavía está ahí. La pared nunca se ha tocado. Diana bajó y lo comprobó después de que Fred encontrara a ése en la casa del hielo. Teníamos tanto miedo de que, de algún modo, hubiese salido.

– ¿Lo sabe Fred?

– No. Sólo Diana, Phoebe y yo.

– ¿Y Phoebe sabe lo que hizo?

– Oh, sí. Costó bastante, pero lo recordó todo al final. Quería confesar hace unos cuatro años, pero la persuadimos para que no lo hiciera. Jane, cuando tenía catorce años, había adelgazado y pesaba unos veintiocho kilos. Diana y yo dijimos que su tranquilidad de ánimo era más importante que la de Phoebe -volvió a respirar profundamente-. Significaba que nunca podríamos vender Grange, por supuesto. La ley de la indefectible mala voluntad de los objetos inanimados predice que cualquiera que la compre querrá arrancar las tripas fuera de la bodega para construir un jacuzzi -sonrió débilmente-. A veces ha sido bastante insoportable. Pero cuando ahora miro a los tres, sé que valió la pena -sus ojos húmedos imploraban una tranquilidad que nunca podría expresar con palabras.

McLoughlin le cogió la mano.

– ¿Qué puedo decir, mujer? Excepto que la próxima vez que le diga cómo debe dirigir su vida, me recuerde que usted lo sabe mejor -jugó con sus dedos, estirándoselos-. Podría utilizar las fotografías de la casa para destruir a Walsh y a Barnes por lo que le han hecho a Phoebe.

– No -dijo inmediatamente-. Nadie sabe que existen, excepto usted y yo. Phoebe y Diana no lo saben. Dejémoslas donde están. Ya veo la muerte demasiado a menudo en mis pesadillas tal como está ahora. De todos modos, Phoebe no lo querría. Walsh tenía razón. Ella mató a David.

McLoughlin asintió y apartó la mirada. Pasó un rato antes de que hablara.

– Mi mujer volvió esta noche.

Anne se obligó a sí misma a sonreír.

– ¿Está contento?

– En realidad sí, lo estoy.

Con tacto, intentó sacar la mano de la suya, pero él no la dejó.

– Entonces, me alegro por usted. Cree que funcionará esta vez, ¿no?

– Oh, sí. Le estoy dando vueltas a la idea de dejar la policía. ¿Usted qué cree?

– Hará que las cosas sean más fáciles en casa. El índice de divorcio entre los policías es fenomenal.

– Olvídese del sentido práctico. Aconséjeme, hágalo por mí.

– No puedo -dijo-. Es algo que tendrá que decidir usted mismo. Todo lo que puedo decirle es que, cualquiera que sea la decisión que tome, asegúrese de que sea una que puede aceptar -lo miró tímidamente-. Antes estaba equivocada, sabe. Creo que seguramente hizo bien en hacerse policía y creo que la policía sería más deficiente sin usted.

McLoughlin asintió.

– ¿Y usted? ¿Qué hará ahora?

Anne sonrió radiante.

– Oh, lo de siempre. Asaltar unas cuantas ciudadelas, seducir a uno o dos escultores.

McLoughlin sonrió burlonamente.

– Bueno, antes de hacer eso, ¿me echará una mano en la bodega una noche? Creo que ya es hora de que esa pared se derrumbe y de que David Maybury se vaya de esta casa para siempre. No se preocupe. No será desagradable. Después de nueve años, quedará muy poco y esta vez nos libraremos debidamente de él.

– ¿No sería mejor dejarlo?

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque, Cattrell, si Phoebe no se libra de él, usted y Diana estarán atadas a esta casa para siempre.

Anne dirigió su mirada hacia la íntima oscuridad, más allá de él. Qué poco entendía. Ahora siempre estarían atadas. Había pasado demasiado tiempo. Habían perdido la confianza para empezar de nuevo.

McLoughlin le apretó los dedos una última vez y se levantó.

– Entonces, será mejor que me vaya a la cama.

Anne asintió, sus ojos brillaban más de lo normal.

– Adiós, McLoughlin. Le deseo suerte, de veras.

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