Williams negó con la cabeza.
– Estaba muerto de miedo. Creí que el médico le había disparado en los huevos.
«Y yo también -pensó McLoughlin-. Yo también.»
Y al parecer, Peter Barnes también lo creyó. Arrastrado por la violencia del ataque de Jonathan y paralizado por la explosión de la escopeta entre sus piernas, que había dado inofensivamente a la pared del salón, había prorrumpido en lágrimas al compadecerse de sí mismo, mientras Jonathan le metía a la fuerza el cañón entre los dientes y le amenazaba con disparar el gatillo por segunda vez.
– No quería hacerlo -farfulló-. Me arrastraba como un bicho por la casa. No quería hacerlo. No quería hacerlo -gritó-. Ella regresó. La estúpida zorra volvió. Tuve que golpearla.
El dedo de Jonathan palideció sobre el gatillo.
– Ahora cuéntame qué pasó hace nueve años.
– ¡Oh, Dios, ayúdame! ¡Que alguien me ayude!
La bragueta de sus pantalones estaba empapada de orina.
– ¡Cuéntamelo! -rugió Jonathan, su cara blanca y ojerosa de cólera-. Alguien saqueó esta casa, ¿quién fue?
– Fue mi padre -gritó el chico, sollozando y temblando-. Se emborrachó con unos amigos -sus ojos se agrandaron de modo alarmante cuando Jonathan empezó a apretar el gatillo-. No es culpa mía. Mamá siempre se está riendo de ello tontamente. No es culpa mía. Fue mi padre -se le desorbitaron los ojos y se desplomó en el suelo. Jonathan bajó la escopeta y miró hacia McLoughlin.
– Nunca supimos quién fue. Mamá, Jane y yo nos encerramos en la bodega y esperamos hasta que se fueron. Nunca pasé tanto miedo en mi vida. Los oíamos gritar y romper todos los muebles. Creí que iban a matarnos -negó con la cabeza y miró al chico tirado en el suelo-. Juré que les haría pagar aquello si alguna vez descubría quiénes habían sido. Utilizaron la casa de retrete y escribieron «zorra asesina» por todas las paredes con salsa de tomate. Sólo tenía once años. Creí que era sangre -su mandíbula se tensó.
McLoughlin se deshizo del abrazo de oso de Fred y empezó a sacudirse el polvo de la ropa.
– Eso fue cosa de milagro, Jon. ¿Qué pasó, por Dios? ¿Tropezaste con algún cristal roto o qué?
– Eso es, sargento -dijo imperturbablemente Fred-. Yo lo vi. Podía haber sido muy desagradable si el joven Jon no hubiese tenido mucho ojo.
– Sí, bueno, haga algo con la maldita cosa ésa antes de que se vuelva a disparar -observó a Fred, que recogió la escopeta, la abrió y sacó el segundo cartucho-. Oh, por Dios, Barnes, levántese y deje de quejarse constantemente. Ha tenido maldita suerte, el doctor Maybury tuvo el buen sentido común de bajar el cañón -le hizo levantarse y le puso las esposas-. Está detenido. El policía Williams le leerá sus derechos.
El joven todavía sollozaba.
– Intentó matarme.
– Ahí tienes, la gratitud -dijo Paddy, sacudiéndose yeso del pelo-. Jon casi se vuela los pies para proteger a la escoria y todo lo que él hace es acusarle -miró la cara afectada de Jonathan, vio las anteriores señales de peligro y lanzó una mirada a Fred.
Con calma, Fred cogió al muchacho del brazo y lo llevó hacia la puerta por el vestíbulo.
– Sugiero que echemos un vistazo al resto de la casa, señor -dijo-. No me gusta la idea de que la señorita Cattrell esté sola arriba. -Y cerró la puerta firmemente tras ellos.
«Media hora», pensó McLoughlin, y parecía un año. Alisó la barba incipiente de su mandíbula y miró fija y cavilosamente al joven policía.
– No puedo ayudarlo, Gavin. Es usted un buen poli y no soy quién para decirle lo que tiene que hacer. Debe tomar una decisión.
El joven miró por la puerta hacia donde Fred estaba ayudando a Phoebe a restablecer el orden.
– De hecho, acepté hacer la ronda con usted por él y por la señora mayor. Son gente decente. Me parecía mal abandonarlos a manos de gamberros.
– Estoy de acuerdo -dijo secamente McLoughlin.
Williams frunció el ceño.
– Si quiere mi opinión, el inspector jefe tiene que explicar algunas cosas sobre esto. Debería oír lo que Molly tiene que decir acerca de lo que encontraron cuando ella y Fred vinieron aquí por primera vez. La casa había sido totalmente destrozada. La señora Maybury y los dos niños estaban viviendo en un dormitorio que la señorita Cattrell y el muchacho, Jonathan, habían conseguido limpiar. Según Molly, la señora Maybury y Jane sufrían tal nerviosismo a causa de todo aquello que no sabían lo que se hacían. Molly dice que todavía se olía a meados incluso tres meses más tarde y el moho de la salsa de tomate había empezado a crecer hacia dentro, metiéndose en las paredes. Les costó semanas fregar el lugar para dejarlo limpio. ¿Qué es lo que tiene el jefe en contra de ellos, sargento? ¿Por qué no los creía?
«Porque -se dijo McLoughlin- no podía permitírselo.» Fue el propio Walsh quien, hacía todos aquellos años, había creado el clima de odio en que esa mujer y sus dos niños pequeños podían ser aterrorizados. Para él y por cualquier motivo, Phoebe siempre había sido culpable, y su prolongado y hostil acoso había conducido inevitablemente a que otros impusiesen la justicia cuando él fracasó en demostrarlo.
– Es un hombre insignificante, Gavin -fue todo lo que pudo decir.
– Bueno, no me gusta y yo tengo algo que decir. No es para lo que ingresé en la policía. Le pregunté a Molly por qué no llamaron a la policía cuando pasó y ¿sabe lo que dijo? «Porque la señora se guardó mucho de pedir ayuda al enemigo» -arrastró los pies tímidamente por el suelo.
– Estoy planeando invitar a Molly y a Fred, sin ningún jaleo, nada de eso, pero me gustaría hacerles saber que no todos somos sus enemigos.
McLoughlin sonrió a la cabeza inclinada. Si Williams quería abrigar su afecto so capa de política policial de acercamiento a la comunidad, estaba bien.
– Me han dicho que hace un estupendo pastel de manteca que está buenísimo.
– ¡Genial! -sus ojos jóvenes brillaron-. Usted también debería probar un poco.
– Lo haré -empujó al muchacho hacia la puerta principal y los coches que estaban esperando-. No les hará daño a Eddie y a sus amigos pasar la noche en la celda de la comisaría, de manera que anote sus nombres en el registro y enciérrelos. Si la señora Maybury quiere hacer acusaciones contra ellos mañana por la mañana, entonces rellenaremos los formularios. Pero no creo que lo haga. Hoy, esta noche, puso la primera piedra de un puente.
– ¿Y Barnes?
– Consérvelo en el frigorífico para mí. Mañana iré temprano. Tomaré su declaración yo mismo. Y… ¿Gavin?
– ¿Sí?
– Habría hablado de todos modos. No lo podría haber resistido. Es demasiado arrogante para permanecer callado durante mucho tiempo. Ya lo verá. Mañana, sin ninguna presión de mi parte, nos lo dirá todo.
Un peso pareció caer de la espalda del muchacho.
– Sí. ¿Hay algo más que debo hacer?
– Llame a sus padres de aquí a un par de horas, a las tres, más o menos, dígales que su hijo está retenido y que vayan a la comisaría. Pero, haga lo que haga, no les deje hablar con él. Déjelos que esperen toda la noche, hasta que yo llegue. Quiero que se ablanden.
Williams parecía dudar.
– Nunca conseguirá un procesamiento judicial después de diez años, ¿verdad?
– No -sonrió abiertamente-. Pero durante unas horas, puedo hacer que lo crean.
Paddy fue otro que se despidió de mala gana.
– Tendrán que salir de su guarida ahora -les dijo a Phoebe y a Diana-. De todas maneras, la puerta ha sido forzada. Y además, está bien, maldita sea. Ya es hora de que hagan un pequeño esfuerzo. Vengan al pub mañana. Es tan buen lugar como otro para empezar -estrechó la mano de McLoughlin-. Buen trabajo, Andy, y anímese para empezar una nueva cervecería conmigo. Necesitaré una mano fuerte al timón.
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