Minette Walters - La Casa De Hielo

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En el antiguo depósito de hielo de Streech Grange ha aparecido el cadáver, desnudo y tan deteriorado que se hace imposible su identificación, de un hombre. El jefe de la policía local. Walsh. considera que se trata del cuerpo de David Maybury, desaparecido diez años atrás. Walsh, entonces, había culpado a la esposa de aquél, Phoebe. de la desaparición (y posible asesinato) de Maybury, pero no había encontrado pruebas y tuvo que dar el caso por cerrado.
Walsh, ahora, ve de nuevo la ocasión de lanzarse sobre Phoepe: la odia, se dice que porque le rechazo, hasta el punto de que no puede distinguir lo personal de lo profesional. Solo su subordinado, el sargento McLoughlin, intenta introducir ecuanimidad en una investigación que había de deparar muchas sorpresas
La casa del hielo es una novela de intriga en un ambiente de tensión, cerrado, claustrofóbico. Una obra singular, apasionante… y dentro de la mejor tradición inglesa del género.

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«Dios mío -pensó Diana-, o sea que era eso lo que quería.» Recordó al joven delgado con quien se casó, apuesto, de aspecto cadavérico, que se vestía con ropa de diseño, y se rió entre dientes.

– Pobre Steven.

– Es muy feliz -protestó su hija, rápida en captar una crítica.

Diana levantó las manos en señal de rendición burlona.

– Estoy segura de que lo es. Y muy contenta por él -dijo. Y lo estaba.

– Supongo que tendré que preguntar a la policía si puedo volver a Londres -aventuró Elizabeth momentos más tarde.

– ¿Cuándo quieres irte?

– Mañana, después de comer. Jon dijo que me llevaría en coche a la estación.

– Se lo preguntaremos a Walsh por la mañana -dijo Diana-. Seguro que estará aquí temprano, radiante, para pegarme en los nudillos por mi mala conducta de esta tarde.

– Oh, mamá -la riñó Elizabeth, como si estuviera hablando a una niña-, tendrás cuidado, ¿lo tendrás? Tienes un temperamento tan fuerte cuando te enfadas. Para ser franca, creo que has tenido una maldita suerte por haberte escapado casi indemne.

– Sí -dijo dócilmente Diana, maravillándose de lo rápidamente que se invertían los papeles.

Elizabeth apretó los labios.

– Jon se peleó hoy -anunció de modo sorprendente-, pero no se lo digas a Phoebe. Le dará un ataque.

– ¿Dónde?

– En Silverbone. Unos gamberros lo reconocieron por esa foto del periódico local, la que le hicieron fuera del hospital la noche en que atacaron a Anne. Le llamaron chulo putas, así que le cascó a uno en el ojo y puso pies en polvorosa -sonrió-. Me impresionó cuando me lo explicó. No creía que fuese capaz de eso.

Diana se acordó de David Maybury. Jonathan era perfectamente capaz.

Capítulo 18

En veinticuatro horas, Anne se había recuperado tan rápidamente que estaba sufriendo un grave síndrome de abstinencia de nicotina y comunicó su intención de darse el alta. Jonathan le dijo que no fuese tan loca.

– Estuviste a punto de morir. Si no hubiera sido por el sargento, seguramente no estarías aquí. Tu cuerpo necesita tiempo para recuperarse y reponerse de la conmoción.

– Maldita sea -dijo abiertamente-, y no puedo recordar nada. Ni experiencias cercanas a la muerte, ni el flotar libremente en el techo, ni túneles con resplandores al final. Vaya mierda. Podría haberlo escrito todo. Esto me pasa por ser atea.

Jonathan, que por varias razones había llegado a considerar a McLoughlin como una especie de héroe, y naturalmente no todas estaban relacionadas con el rescate de Anne, la reprendió.

– ¿Le has dado las gracias?

Anne frunció el ceño, y pasó de mirar de a él a la mujer policía que había junto a su cama.

– ¿Por qué? Sólo estaba cumpliendo con su trabajo.

– Te salvó la vida.

Lanzó una mirada furiosa.

– Francamente, de la manera en que me siento ahora, no valía la pena salvarla. La vida debería ser fácil, indolora y divertida. Nada de eso ocurre aquí. Esto es un gulag dirigido por sádicos -asintió con la cabeza en dirección a la sala-. La hermana debería estar encerrada. Se ríe cada vez que me clava las agujas de las inyecciones y dice alegremente que lo hace por mi propio bien. Dios, necesito un pitillo. Pásame algunos de contrabando, Johnny. Echaré el humo debajo de las sábanas. Nadie lo sabrá.

Jonathan sonrió burlonamente.

– Hasta que la cama se incendie.

– Ya está, te estás riendo -le acusó-. ¿Qué les pasa a todos? ¿Por qué todos lo encontráis tan divertido?

La policía Brownlow, de servicio al otro lado de la cama, se rió disimuladamente. Anne le lanzó una mirada siniestra.

– No sé ni siquiera lo que usted está haciendo aquí -dijo bruscamente-. Le he contado todo lo que recuerdo, que es absolutamente nada, cero. -No había podido hablar sinceramente con nadie, que era sin duda alguna por lo que la maldita mujer había sido apostada allí, y aquella situación la estaba volviendo loca.

– Órdenes -dijo tranquilamente la policía-. El inspector quiere que haya alguien a mano cuando recupere la memoria.

Anne cerró los ojos y pensó en todos los modos de matar a McLoughlin en cuanto le pusiese las manos encima.

Por su parte, McLoughlin había comprobado la información sobre el vagabundo y había difundido su descripción por el condado. Llamó a un colega de Southampton y le pidió, como un favor personal, que lo buscara en los albergues de esa zona.

– ¿Qué te hace pensar que vino aquí?

– La lógica -dijo McLoughlin-. Iba en esa dirección y vuestro ayuntamiento es más compasivo con los que no tienen hogar que la mayoría de los de esta zona.

– Pero hace dos meses, Andy. Habría llegado hace semanas.

– Lo sé. Aun así, es una buena descripción. Puede que alguien lo recuerde. Si supiéramos su nombre, facilitaría las cosas. A ver qué puedes hacer.

– Ahora estoy bastante ocupado.

– ¿No lo estamos todos? Gracias -puso fin a las quejas con el simple recurso de colgar el auricular. Abandonó una taza de café congelado con sabor a plástico y se fue deprisa, antes de que su amigo pudiese llamarle con una retahila de excusas. Se dirigió hacia Grange, con la conciencia ligera, para charlar con Jane Maybury, que había comunicado que estaba preparada para contestar preguntas.

Le preguntó si prefería que su madre estuviese presente, pero negó con la cabeza y dijo que no, que no era necesario. Phoebe, con una sonrisa temerosamente preocupada, los hizo pasar a su salón y cerró la puerta. Se sentaron junto a las contraventanas. La muchacha estaba muy pálida, tenía la piel como un cremoso alabastro, pero McLoughlin supuso que aquél era su color natural. Llevaba pantalones vaqueros y una camiseta holgada adornada con un llamativo letrero de bristol city en el pecho. Pensó en lo incongruente que parecía en aquel cuerpo de niña abandonada. Jane leyó su pensamiento.

– Es el triunfo de la esperanza sobre la experiencia -dijo-. Sigo bastante esa tendencia.

McLoughlin sonrió.

– Supongo que todos lo hacemos, de algún modo u otro. Si al principio uno no tiene éxito y todo eso.

La joven se instaló en su asiento, un poco nerviosa.

– ¿Qué quiere preguntarme?

– Solo unas cuantas cosas pero, primero, quiero que entienda que no tengo el menor deseo de angustiarla. Si cree que mis preguntas son inquietantes, por favor, dígalo y lo dejaremos. Si en algún momento decide que prefiere hablar con una mujer policía, también, dígamelo y lo arreglaré para que así sea.

Jane asintió.

– Entiendo.

McLoughlin le recordó la noche del ataque y, sin transición, repasó lo que había contado, que había estado mirando la televisión y que oyó el ruido del cristal al romperse.

– Dijo que su hermano fue el primero en bajar, si no me equivoco.

– Sí. Decidió que debía ser un ladrón y nos dijo a Lizzie y a mí que nos quedáramos donde estábamos hasta que nos llamara.

– ¿Pero se quedaron?

– No. Lizzie insistió en bajar detrás de él para ir al ala de Diana. En ese momento, no sabíamos qué ventana se había roto. Dije que yo miraría en las habitaciones de mamá y Jon corrió hasta donde estaba usted.

– ¿Qué pasó entonces?

– Mamá y Diana llegaron al vestíbulo al mismo tiempo que nosotras. Mamá siguió a Jonathan. Yo miré en esta habitación, Diana en la biblioteca y Lizzie en la cocina. Cuando volví al vestíbulo, mamá bajaba corriendo por las escaleras con unas mantas y una bolsa de agua caliente, gritándole a Diana que llamara a una ambulancia. Dije que alguien tendría que avisar a Fred para que abriera la verja y mamá exclamó que por supuesto, no había pensado en eso -desplegó las manos sobre sus rodillas-. Así que cogí la linterna de la mesita del vestíbulo y salí.

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