Minette Walters - La Casa De Hielo

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En el antiguo depósito de hielo de Streech Grange ha aparecido el cadáver, desnudo y tan deteriorado que se hace imposible su identificación, de un hombre. El jefe de la policía local. Walsh. considera que se trata del cuerpo de David Maybury, desaparecido diez años atrás. Walsh, entonces, había culpado a la esposa de aquél, Phoebe. de la desaparición (y posible asesinato) de Maybury, pero no había encontrado pruebas y tuvo que dar el caso por cerrado.
Walsh, ahora, ve de nuevo la ocasión de lanzarse sobre Phoepe: la odia, se dice que porque le rechazo, hasta el punto de que no puede distinguir lo personal de lo profesional. Solo su subordinado, el sargento McLoughlin, intenta introducir ecuanimidad en una investigación que había de deparar muchas sorpresas
La casa del hielo es una novela de intriga en un ambiente de tensión, cerrado, claustrofóbico. Una obra singular, apasionante… y dentro de la mejor tradición inglesa del género.

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– ¿Por qué usted? ¿Por qué no fue la hija de la señora Goode?

Se encogió de hombros.

– Fue idea mía. De todos modos, Lizzie no había vuelto de la cocina.

– ¿No estaba asustada? ¿No pensó en esperarla para que fuera con usted?

– No -dijo-, nunca se me ocurrió -Jane se sorprendía de que no se le hubiera ocurrido. Se quedó pensativa-. Con franqueza, no había nada de qué asustarse. Mamá sólo dijo que Anne estaba enferma. Supongo que pensé que tenía apendicitis o algo. No dejaba de pensar que vaya fastidio era tener que mantener a raya a los periodistas cerrando las verjas -Alzó la voz-. ¡Como si nunca hubiese ido por el camino antes yo sola! Lo he hecho cientos de veces y en la oscuridad. A veces voy a charlar con Molly cuando Fred va al pub.

– Bien -dijo él impasiblemente-. Todo eso es muy lógico -sonrió para animarla-. Es usted una atleta. Me costó muchísimo alcanzarla y eso que corría como un tren.

Jane desenroscó los dedos del bajo enredado de su camiseta.

– Estaba preocupada por Anne -admitió-. Siempre le estoy diciendo que se morirá de cáncer cualquier día. Se me ocurrió la espantosa idea de que aquello era exactamente lo que había pasado. Así que aceleré.

– La aprecia mucho, ¿verdad?

– Anne es una maravilla -dijo-. Vive y deja vivir, ése es su lema. Nunca se entromete o critica, pero supongo que es más fácil para ella. No tiene hijos por los que preocuparse.

– Mi madre es aprensiva -mintió McLoughlin, pensando que lo único que alguna vez preocupaba a la señora McLoughlin madre era si iba a llegar tarde al bingo.

Jane apoyó la barbilla en las manos.

– Mamá es un encanto -le confió ingenuamente-, pero todavía cree que necesito protección. Anne no deja de decirle que me deje librar mis propias batallas -retorció un rizo de cabello oscuro y largo alrededor de un dedo.

McLoughlin cruzó las piernas y se arrellanó en el sillón, relajándose deliberadamente.

– ¿Batallas? -la provocó amablemente- ¿Qué batallas tiene usted?

– Tonterías -le aseguró-. Granitos de arena para usted, montañas para mí. Le harían reír.

– Seguramente. Quizás usted también se riera de algunas de mis batallas.

– Cuénteme -insistió ella.

– Está bien -McLoughlin miró su cara sonriente y confiada. «Dios, te ruego que me digas algo o esa sonrisa no volverá a aparecer», pensó-. La peor batalla en la que tuve que luchar fue con mi madre cuando tenía más o menos su edad -le explicó-. Metí a escondidas a una amiga en mi dormitorio para pasar una noche de pasión. Mamá entró y nos encontró en plena actividad.

– ¡Dios mío! -susurró-. ¿Por qué no cerró la puerta con llave?

– No había llave.

– Qué embarazoso -dijo Jane, simpatizando con él.

– Sí, lo fue -dijo pensando en el pasado-. Mi amiga se largó y yo tuve que librar batalla con el viejo dragón al desnudo. Me dio dos opciones: si juraba no volver a hacerlo nunca más, podía quedarme; si me negaba a jurárselo, me pondría de patitas en la calle tal como estaba.

– ¿Y usted qué hizo?

– Adivine.

– Se fue en cueros.

Le hizo una seña con el dedo pulgar levantado.

– Acertó a la primera.

Jane miraba con los ojos muy abiertos, como una niña.

– Pero ¿de dónde sacó ropa? ¿Qué hizo?

McLoughlin sonrió burlonamente.

– Me escondí en los arbustos hasta que las luces se apagaron, luego cogí una escalera de mano del cobertizo y escalé hasta mi dormitorio. La ventana estaba abierta. Fue muy fácil. Me metí en la cama sigilosamente, eché un decente sueño nocturno y me largué con una maleta antes de que mi madre se levantara por la mañana.

– ¿Todavía la ve?

– Oh, sí -dijo-, cumplo con mi deber, voy a comer con ella los domingos. A decir verdad, creo que después se arrepintió. La casa se convirtió en un lugar muy tranquilo cuando me marché -se quedó en silencio momentáneamente-. Ahora le toca a usted -dijo.

– Eso no es justo. Su batalla es divertida, las mías son todas patéticas. Cosas como: ¿comeré o no el puré de patatas?, ¿estoy trabajando demasiado?, ¿no debería salir y pasármelo bien? -contestó Jane riendo tontamente

– ¿Y lo hace?

– ¿Salir y divertirme? -McLoughlin asintió-. No demasiado -sus labios se retorcieron con cinismo e hicieron que pareciese mayor-. La idea que tiene mamá de que yo me divierta es que salga con chicos. Y eso, a mí no me parece divertido -sus ojos se entrecerraron-. No me gusta que los hombres me toquen. Mamá odia eso.

– No es sorprendente -dijo-. Debe sentir que es por culpa suya.

– Bueno, no lo es -reconoció, descartando con desprecio lo que acababa de decir-, y me gustaría que se diera cuenta de ello. No hay nada más difícil que enfrentarse con la culpabilidad de otro.

– ¿Qué cree que le pasó a su padre, Jane?

La pregunta quedó flotando en el aire entre los dos como un mal olor. Jane se volvió y miró por la ventana y McLoughlin se preguntó si la había presionado con demasiada rapidez y la había perdido. Deseó que no fuera así, tanto por el propio bien de la joven como por el bien de la investigación.

– Le explicaré lo que pasó la noche en que se fue -dijo por fin, hablándole a la ventana-. Lo recuerdo muy claramente, pero ni siquiera mi psiquiatra sabe todo lo que ocurrió. Hay piezas que oculté, pedacitos que en aquel momento no encajaban en el esquema y que omití -hizo una pausa-. Hacía años que no había pensado en ello hasta la otra noche. Desde entonces, no he pensado en otra cosa y ahora creo que lo que omití, en su momento, tal vez sea importante.

Habló despacio y claramente como si, habiéndose preparado para explicar la historia, entendiera que no servía de nada desvirtuarla. Le explicó cómo, después de que su madre se fuera al trabajo, su padre había llenado la bañera para bañarla. Aquélla era la señal, dijo, de que pensaba tener relaciones sexuales con ella. Era una rutina que había establecido y que Jane había aprendido a aceptar. Describió todo el proceso sin el menor indicio de emoción y McLoughlin adivinó que lo había ensayado muchas veces en un sillón ante un psiquiatra. Habló de las proposiciones de su padre y de cuando se trasladaban a su dormitorio como si estuviera comentando una partida de ajedrez.

– Pero hizo algo distinto aquella noche -dijo, volviendo su mirada fija y oscura hacia el sargento.

McLoughlin recuperó la voz.

– ¿Y qué fue?

– Me dijo que me quería. Nunca lo había hecho antes.

McLoughlin se sorprendió. Tanto dolor y sin una palabra de amor. Sin embargo, después de todo, ¿de qué hubiesen servido las palabras amables aparte de hacer del hombre un hipócrita?

– ¿Por qué cree que eso es importante? -preguntó imparcialmente.

– Déjeme acabar la historia y quizá también se le ocurra a usted. -Explicó que aquella vez, antes de violarla, le dio un regalo envuelto cuidadosamente en un pañuelo de papel-. Tampoco había hecho eso jamás anteriormente.

– ¿Qué era?

– Un osito de peluche. Solía coleccionarlos. Cuando acabó -dijo, concluyendo el episodio completo con esas dos palabras-, me acarició el pelo y dijo que lo sentía. Le pregunté por qué, pues nunca se había disculpado antes, pero mi madre entró y nunca respondió. -Y se quedó en silencio, mirándose fijamente las manos.

McLoughlin esperó, pero no continuó.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó tras dos o tres minutos.

Jane se rió sin alegría.

– Nada en realidad. Tan sólo se miraron durante lo que parecieron horas. Al final, se levantó de la cama y se subió los pantalones -añadió con voz frágil-. Fue como una de esas horribles farsas del Whitehall. Recuerdo perfectamente el rostro de mi madre. Estaba helado, como el de una estatua. Estaba muy pálida excluyendo el morado de su cara, donde él la había pegado el día antes. Sólo se movió después de que él saliera de la habitación, entonces se echó a mi lado en la cama y me abrazó -se encogió de hombros-. Nunca le hemos vuelto a ver.

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