Pensó en Ivonne.
Entonces, tras recordar la época en que estuvo muerto, decidió salir a pasear con aquellas dos personas a las que tanto amaba, con una extraña sensación en el cuerpo.
Y es que en el fondo albergaba una duda sobre lo que acababa de ver en el televisor.
¿Era real todo aquello o había presenciado un pase público de la película que él mismo vio rodar en La Tercia?
Un día después de que el hombre pusiera pie en la Luna, Richard Black recibió un paquete en su despacho de la Emba jada de Estados Unidos en Madrid. Al principio no supo qué hacer con él: las normas de seguridad desaconsejaban abrir paquetes sin remite, aunque al menos se observaba que llevaba matasellos de París. Después de sopesarlo, y carcomido por la curiosidad, el agente de la CIA terminó por abrirlo: en su interior, una cámara fotográfica con el compartimento para el carrete abierto. No llevaba película. Aquello le extrañó, la verdad: tenía visos de ser una broma estúpida de algún imbécil. Apenas una hora más tarde, llegó un telegrama a su nombre. Después de quedarse a solas y con la cámara sobre la mesa de su despacho, abrió el sobre con cierta ansiedad y leyó el texto en voz alta:
– «Como puede comprobar, olvidé poner el carrete. Stop. No había fotos. Stop. Recuerdos del aficionado que le ganó la partida. Stop. Posdata. He enviado un mensaje igual a sus superiores, que depurarán sus responsabilidades. Stop. Julio Alsina. Stop.»
Richard arrojó con furia al otro extremo del cuarto la cámara, que se desintegró en mil añicos, y gritó como si le hubieran arrancado el corazón. Maldijo a Alsina. Aquel maldito malnacido se había escapado con el secreto. Había jugado con ellos.
Cuando el supervisor, acompañado de dos marines, llegó a la puerta del despacho de Richard Black, comprobó que se hallaba atrancada. Entonces sonó un disparo y tuvieron que precipitarse para derribarla a patadas. Hallaron a Richard sobre su mesa, con el cráneo reventado, los sesos esparcidos por el cuarto, el arma aún humeante en la mano derecha y el papel de un telegrama en la izquierda.
Juan de Dios Céspedes se encontraba más bien deprimido. Nunca imaginó que acabaría de sepulturero en el cementerio de Murcia, pero al fin y a la postre era un trabajo digno y honrado con el que, mal que bien, mantenía a sus tres hijos. El problema era que su mujer, Lola, había sido despedida de su trabajo como auxiliar administrativa por hallarse otra vez en estado de buena esperanza.
Los tres críos habían pedido multitud de juguetes a los Reyes Magos, pero aquel año pintaban bastos y, lamentablemente, la Navidad no llegaría a su casa tal como los niños merecían.
Pasó varios días fantaseando con esos cuentos en que Papá Noel aterriza en la Tierra disfrazado de tipo normal para ayudar a gente pobre como ellos, pero, tras la desilusión de la lotería el 22 de diciembre (no le tocó ni la pedrea), comenzó a hacerse a la idea.
Al menos vivían dignamente y no les faltaba de nada.
Corría el año 1985 y hacía ya diez años de la muerte del general Franco. Se había calmado el ruido de sables, la democracia se afianzaba y la dictadura comenzaba a parecer sólo un mal sueño.
Entonces ocurrió el milagro. Un milagro en forma de propina de cincuenta mil pesetas.
El día antes de Navidad, un tipo elegante, de unos cincuenta y tantos años, bajó de un taxi y le hizo una serie de encargos que, según él, le reportarían una cuantiosa gratificación.
El misterioso individuo estaba interesado en que Juan de Dios localizara el nicho 236 y consiguiera que, en sólo veinticuatro horas, el marmolista lo hubiera cubierto con una lápida de encargo.
Juan de Dios le hizo ver que resultaría caro, porque su amigo Vicente tendría que dejar otros encargos a medio cumplimentar, pero el desconocido dijo que no repararía en gastos.
También tenía que conseguir unas flores y dos coronas. El dinero tampoco era problema.
Al intuir que allí había una clara posibilidad para alegrar la Navidad a su familia, el sepulturero se empleó a fondo, y cuando el misterioso desconocido volvió la tarde siguiente, el día de Nochebuena, todo estaba preparado.
Vino en un coche grande y lujoso acompañado por una dama muy guapa, su mujer, y por tres críos de quince, doce y ocho años. Los acompañaba otro hombre, muy elegante, que usaba un recargado bastón y a quien los críos llamaban tío Joaquín.
Juan de Dios supuso que eran inmigrantes españoles en Francia, porque entre ellos hablaban en castellano, pero se dirigían a los chiquillos en francés. Con todo, le pareció extraño que el patriarca de aquel clan tuviera pasaporte con nombre y apellidos franceses.
Lo vio cuando presentó su documentación para pagar con tarjeta de crédito en la floristería que había junto al cementerio. Aquello le pareció raro, porque el tipo parecía español, pero Juan de Dios no hizo preguntas.
Todo quedó muy bien y el encargo resultó del agrado del cliente. Sobre el nicho se colocó una hermosa lápida, carísima, que decía: «Montserrat Pau Tornell, Ivonne, fallecida el 24 de diciembre de 1968». En el centro de la recia placa de mármol había una fotografía antigua que el misterioso caballero había proporcionado: una joven hermosa, con falda gris y jersey oscuro de pico, sonreía a la cámara con un perrito de aguas en los brazos. Era realmente muy guapa.
Los operarios colocaron dos coronas de flores muy hermosas y el desconocido adelantó el dinero para que nunca faltaran claveles en aquella tumba.
Entonces rezó un Padrenuestro y todos le siguieron a coro.
Terminada esta sencilla ceremonia, la familia volvió al coche y el desconocido estrechó la mano del sepulturero a la vez que le entregaba cincuenta mil pesetas.
– ¡Vaya! -exclamó Juan de Dios-. ¡Gracias, señor!
El otro, antes de subir al coche que ya había puesto en marcha el hombre del bastón, dijo:
– Cuídese de que no falten flores, ¿eh?
– No tenga cuidado. ¿Era de la familia?
El desconocido lo miró sonriendo con amargura y contestó:
– Más que eso. Yo estaba muerto y ella me devolvió a la vida.
Entonces cerró la puerta y el coche se perdió en la oscuridad. El misterioso cliente miró hacia atrás de reojo y sonrió ante la confusión del sepulturero. Obviamente, aquel hombrecillo no sabía, como él, que sólo los imbéciles no tienen miedo y que no siempre se actúa heroicamente por estupidez, por un impulso irresistible, por luchar contra la injusticia o por salvar a alguien, no, sino que a veces son las circunstancias las que te empujan a hacerlo así.
Jerónimo Tristante nace en Murcia en 1969, por tanto tiene 38 años. Se dedica a la docencia, es profesor de Biología -Geología de Enseñanza Secundaria. Poco a poco, su afición por la narrativa se ha ido convirtiendo en una profesión con la que disfruta creando novelas entretenidas, que atrapan al lector desde la primera a la última página en las que los diálogos fluyen, nadie es como parece y los finales son inesperados.
En 2001 publicó su primera novela, Crónica de Jufré (Editora Regional) en la que narra las aventuras de un joven de nuestros días que viaja en el tiempo a la España del siglo XIII. Posteriormente, en 2004, vio la luz El Rojo en el Azul (Inédita Editores), una novela de espías que cuenta la historia de un comunista, Javier Goyena, que se infiltra en la División Azul. En 2007, alcanzó el favor del gran público con El Misterio de la Casa Aranda (MAEVA), primera novela de una saga que recogerá las aventuras de Víctor Ros, un detective que por su carácter ha despertado la simpatía de los lectores que demandan más aventuras. Después vieron la luz "El Caso de la Viuda Negra"(MAEVA), la segunda de las aventuras del detective extremeño y "El Tesoro de los nazareos"(ROCA). Ha sido traducido al italiano, al francés y al polaco.
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