Jerónimo Tristante - 1969

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Nochebuena de 1968, una prostituta se tira del campanario de la catedral de Murcia y evapora la tranquilidad etílica en la que vivía el policía alcohólico Julio Alsina. Por alguna extraña razón, el agente decide ir hasta el final de un caso en el que a nadie le interesa la verdad…
Este es punto de partida de 1969 la nueva y excelente novela (quizá su mejor obra) de Jerónimo Tristante. Este autor, habitual de la novela de género negro con su serie de Víctor Ros, ha logrado crear una novela original y clásica a la vez con un resultado alentador, propio de un buen artesano del género.
La nueva novela de este autor murciano consigue con gracia acoplar una, en principio, clásica trama del hard boiled americano en la Murcia de los últimos coletazos del franquismo, haciendo que los elementos de una se adapten con una facilidad pasmosa a la ambientación de la época. La trama ágil, llena de giros, incluso buenos momentos de acción nos adentra en las luchas intestinas del régimen, los cambios sociales y los adelantos técnicos (como la irrupción de la televisión en los hogares españoles), la Guerra Fría…
Los personajes principales están bien tratados y recreados con mimo y detalle, y junto con la historia muestran, eso sí, con el habitual artificio del thriller, el choque de una sociedad anclada en el pasado con la modernidad que se adentra irreversiblemente en ella.
Poco se puede decir de la originalidad y lo bien elegidos que están los elementos del suspense de la obra sin destriparla, por lo que me abstendré. Lo que sí haré, es recomendar esta novela original, bien construida y rematadamente entretenida que es la enésima muestra del excelente momento de la novela de género negro y thriller en España.

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Julio se hizo con el arma que el orondo preboste había soltado. Tenía el hombro destrozado, convertido en una masa sanguinolenta de carne y trozos de tejido de la camisa y la chaqueta. Gritaba como un cerdo.

– ¡Vamos! -gritó Jonás.

El policía se metió la pistola en el cinto y recogió el M16 del guardián que yacía en el suelo. El sonido de una ráfaga le hizo volverse y vio cómo Jonás se desplomaba. De manera instintiva apuntó el arma y disparó dos tiros que, junto con otro escopetazo de Antonio, el mecánico, hizo rodar a un guardia que había aparecido tras un enorme baladre. Alsina se acercó a Jonás y vio que el viejo tenía la boca abierta, la lengua ladeada y los ojos en blanco.

– Está muerto -murmuró tras poner los dedos en su cuello y comprobar que no tenía pulso.

Los zumbidos de las balas que alguien les disparaba cortaban el aire como moscardones; salieron corriendo de allí. Richard salía de la casa y hacía fuego con una pistola checa, una Block. Por fortuna, ganaron un huerto de algarrobos y quedaron a salvo.

– Estáis locos -reconvino Alsina.

– Tenían que pagar -contestó el mecánico a la carrera.

Richard debía de haberse quedado con los heridos, porque comprobaron que nadie les seguía.

– ¿Tienes el coche?

– Sí, ahí.

Corrieron durante diez minutos hasta que parecía que les iban a estallar los pulmones. Entonces pasaron por el agujero que Jonás y el mecánico habían abierto en la valla y llegaron al Simca 1000 de Alsina. Subieron, el policía arrancó y salieron de allí a toda prisa.

– ¿La cámara?

– En el asiento trasero.

– ¿Tienes un coche?

– Sí, en mi taller.

– Te dejo allí; en cinco minutos te estarán buscando, así que sube al coche y sal cagando leches. Ni te pares a llevar nada, ni ropa, ni dinero. Salva la vida. Yo tengo que hacer una cosa. ¿Entendido?

– Sí.

– ¿Tienes familia en otro lugar? ¿Alguien que te esconda?

– En Tarragona.

– Vete para allá y no vuelvas en una larga temporada, ¿de acuerdo?

– Sí-Habían llegado a la puerta del taller.

– Gracias, amigo -dijo Alsina estrechándole la mano.

– Gracias a usted, por lo de mi hermano y los demás. Pero ¿adónde va? -preguntó Antonio.

– A echarle cojones -respondió el policía pisando el acelerador a fondo.

La «Casita»

Dicen que un animal herido resulta muy peligroso, y suele ser cierto. Algo similar ocurre con los hombres desesperados. Y es que, en el fondo, no existe nada más liberador que no tener nada que perder. Sentado en el coche aparcado, Julio miró la foto de Ivonne. Ella lo había sacado del letargo y le había metido en aquel turbio asunto. Había averiguado lo que estaba pasando en La Tercia y no le había servido de nada. En aquella zona residencial, en La Alberca, un delicioso pueblo a la falda de la sierra, se hallaba la «Casita», una típica vivienda de la burguesía murciana, veraniega, fresca y de techos altos. Tenía un hermoso y amplio jardín y parecía una más de aquellas residencias de recreo que jalonaban la empinada calle resguardada por centenarios falsos plataneros. Un lugar donde los veranos eran soportables, salpicado de segundas residencias de gente bien.

Echó un último vistazo a la foto de Ivonne y bajó del coche con el M16 del americano en la mano. Llevaba al cinto la pistola de don Raúl. Abrió la cancela de entrada y, tras subir los tres peldaños del porche, llamó a la puerta con varios golpes.

– ¡Vaaaa! ¡Vaaaa! -gritó una voz al otro lado.

La puerta se abrió y Alsina se encontró frente a frente con Leyva, uno de los perros de Guarinós. Llevaba un bocadillo en una mano e iba en mangas de camisa, con corbata y tirantes.

– Pero ¿qué coño…? -empezó a decir a la vez que hacía amago de sacar la pistola de la funda.

Alsina, con el fusil apoyado en la cara, hizo tres disparos, «pam, pam, pam», que impactaron en el pecho de aquel hijo de puta, que reculó una, dos, tres veces, hasta quedar en el suelo moribundo entre convulsiones.

Dio una patada a una puerta que había a la derecha.

Nada.

Un somier, desnudo, con cables que lo conectaban a una batería eléctrica.

– Cabrones -murmuró.

Se movió con agilidad y cruzó de nuevo el pasillo. Un salón.

Nada.

Había una puerta al fondo que se abría a una pequeña salita. Asomó la cabeza y volvió hacia atrás. No había moros en la costa. Entró en la pequeña habitación y comprobó que tenía otra puerta que daba a la cocina.

Justo cuando se iba a asomar escuchó un leve sonido. Alguien montaba una pistola. Al asomar la cabeza tuvo el instinto de echarse hacia atrás. Varios disparos rompieron el silencio, impactando en el marco de la puerta. Algo le quemó el brazo. Los disparos cesaron.

Estaban cambiando de cargador. Eran dos. Se asomó y vio que habían volcado la mesa de la cocina. Estaban parapetados tras ella.

Puso el M16 en posición de ráfaga y aspiró aire: una, dos, tres veces.

Dio un paso lateral y abrió fuego contra la mesa durante unos segundos. Le pareció oír un grito entre el sonido de los disparos y los zumbidos de la madera que se astillaba. Agotó el cargador ametrallando la mesa con insistencia y volvió a su escondite. Repasó el arma. No quedaba munición.

Tiró el fusil y sacó la pistola de don Raúl. Echó el percutor hacia atrás. Se oían gemidos. Entró en la cocina con el arma por delante, apuntando con una mano y sujetando la base de la pistola con la otra. Llegó hasta la inmensa mesa que había pulverizado y se asomó.

Dos tipos.

Uno yacía con un balazo en mitad de la frente y el otro gemía como un crío. Tenía la mano destrozada, un tiro en el hombro y un balazo en la barriga. Le apuntó a la cabeza y el otro imploró:

– ¡No, no! ¡Tengo hijos!

Julio le propinó una patada en la boca que le saltó varios dientes. Quedó medio inconsciente. Seguro que cuando torturaba inocentes no hablaba de su parentela. Hijo de puta…

Entonces le quitó las esposas y lo amarró a la tubería del radiador. Tiró las llaves por la ventana.

Escuchó.

No se oía nada. Giró a la izquierda y vio las escaleras.

Subió abriéndose camino con el arma por delante.

Un pasillo. Cuatro dormitorios.

Las puertas de los dos primeros estaban abiertas. No había nadie.

Llegó al tercero, a la derecha. Estaba cerrado con un pestillo inmenso, de calabozo. Lo descorrió y abrió la puerta. Allí, sentada en la cama, halló a Rosa.

– Julio! -gritó echándose en sus brazos.

Lloraba.

– He venido por vosotros -explicó Alsina con la mirada ida-. ¿Estás bien? ¿Te han hecho algo?

– Sí, sí, estoy bien. He pasado mucho miedo, pero estoy bien. Pero ¡estás herido!

– No es nada.

Ella sacó un pañuelo de no se sabe dónde y le hizo un torniquete. Era el mismo brazo en que lo hiriera el gitano.

– ¿Y Joaquín?

Ella señaló la puerta de enfrente con la cabeza.

– Lo han torturado. Oía sus gritos de noche.

– Siéntate en la cama y espera. Tranquila. Puede haber alguien con él -susurró Julio.

Se encaminó hacia la puerta del otro cuarto con decisión. Quitó el cerrojo y le dio una patada que reventó el marco. Apuntó su arma al interior y sólo vio un cuerpo sobre el lecho.

Era Ruiz Funes.

Se acercó y vio que estaba semiinconsciente. Tenía el rostro tumefacto, los ojos morados y le faltaban uñas en la mano derecha. Llevaba la camisa ensangrentada y tenía una mancha oscura en el pantalón, junto a la bragueta. Olía a mierda y a orines.

– Sabía que vendrías, amigo -musitó el preso abriendo los ojos y con una horrible y patética sonrisa. Le faltaban varios dientes.

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