John Connolly - El camino blanco

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En Carolina del Sur, un joven negro se enfrenta a la pena de muerte acusado de haber violado y asesinado a Marianne Larousse, hija de uno de los hombres más ricos del estado. El caso, que nadie quiere investigar, hunde sus raíces en un mal que se remonta a un pasado remoto, el tipo de misterio que se ha convertido en la especialidad del detective Charlie Parker. Éste ignora que está a punto de sumergirse en una auténtica pesadilla y de introducirse en un escenario teñido de sangre en el que se mezclan el espectro asesino de una mujer encapuchada, un coche negro que espera a un pasajero que nunca llega, y la complicidad tanto de amigos como de enemigos en los sucesos que rodean la muerte de Marianne Larousse. Más que una investigación, es un descenso a los abismos, un enfrentamiento con las fuerzas oscuras que amenazan todo aquello que Parker ama.
Paralelamente, en la celda de una prisión, el fanático predicador Faulkner trama una venganza contra Charlie Parker, y para ello utilizará a los mismos hombres a los que el detective está siguiendo, y a una extraña y contrahecha criatura que guarda sus secretos enterrados en la orilla de un río: Cyrus Nairn.
Todas estas figuras deberán enfrentarse a su cruento destino final en los pantanos del sur y los bosques del norte, escenarios muy alejados entre sí pero unidos por un frágil hilo: el lugar donde convergen los caminos de los muertos y de los vivos.

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– ¿Mataste a los otros?

– Los matamos los dos.

La rescató, la puso a salvo y después mató por ella y por la memoria de su hermana. En cierto sentido, había sacrificado su vida por ellas.

– Sucedió como tenía que suceder -comentó, como si adivinase lo que yo pensaba-. Y eso es todo lo que tengo que decir.

Volví a remar, dibujando profundos arcos en las aguas. El agua que levantaban los remos volvía a caer al río de una forma increíblemente lenta, como si de alguna manera yo estuviese aminorando la velocidad del paso del tiempo, alargando y alargando cada instante, hasta que al final el mundo se detuviese: los remos paralizados en el preciso instante en que hendían las aguas, los pájaros inmóviles en pleno vuelo, los insectos como motas de polvo en el marco de un cuadro. Y de ese modo no tendríamos que seguir nuestro camino. Nunca nos hallaríamos al borde de aquella infernal fosa negra, que olía a aceite de motor y a aguas residuales, con el recuerdo de las llamas mantenido en forma de lenguas negras en los surcos de la piedra.

– Sólo quedan dos -dijo Tereus-. Sólo dos más y todo habrá acabado.

No sabría decir si hablaba para sus adentros, si me hablaba a mí o bien a un ser invisible. Miré hacia la orilla del río, esperando verla allí, pendiente de nuestro avance. Una figura consumida por el dolor. O ver a su hermana, con la mandíbula rota y la cara destrozada, pero con los ojos frenéticos y brillantes, ardiendo de una rabia tan intensa como las llamas que devoraron a Melia.

Pero sólo vi la sombra de los árboles, el cielo oscurecido y las aguas que brillaban con los fantasmas fragmentarios del claro de luna.

– Aquí es donde nos bajamos -me susurró.

Desvié el bote hacia el lado izquierdo de la orilla. Cuando tocó tierra, oí a mis espaldas un leve chapoteo y vi que Tereus ya se había bajado. Con un gesto me indicó que me dirigiera hacia los árboles. Eché a andar. Tenía los pantalones mojados y el agua chapoteaba dentro de mis zapatos. Estaba lleno de picaduras de mosquito. Me notaba la cara hinchada. Y la parte de la espalda y del pecho que tenía al descubierto me picaban de una manera horrible.

– ¿Cómo sabes que estarán ahí? -le pregunté.

– Oh, seguro que están -me contestó-. Les prometí las dos cosas que más desean: decirles quién mató a Marianne Larousse.

– ¿Y qué más?

– Y usted, señor Parker. Usted ya no les resulta útil. Me da la impresión de que ese tal señor Kittim va a enterrarle.

Sabía que lo que decía era verdad, que el papel que Kittim iba a interpretar era el último acto del drama que habían planeado. En teoría, Elliot me había llamado para averiguar las circunstancias del asesinato de Marianne, en un esfuerzo por probar la inocencia de Atys Jones, pero en realidad, y en connivencia con Larousse, lo había hecho para averiguar si su asesinato estaba relacionado con lo que les estaba pasando a los seis hombres que violaron a las hermanas Jones, que mataron a una de ellas y que dejaron a la otra consumirse en el fuego. Mobley había trabajado para Bowen y supuse que, en un momento dado, Bowen se enteró de lo que hicieron Mobley y los demás, lo que le valió para aprovecharse de Elliot y, también, con toda probabilidad, de Earl Jr. Elliot me había llevado allí para que le ayudase y Kittim me mataría. Si llegaba a descubrir quién estaba detrás de los asesinatos antes de morir, tanto mejor. Si no lo averiguaba, tampoco iba a vivir el tiempo suficiente como para poder cobrar mis honorarios.

– Pero tú no vas a entregarles a Melia -le dije.

– No, voy a matarlos.

– ¿Tú solo?

Sus dientes blancos soltaron un destello de luz.

– No -me dijo-. Ya se lo he dicho. Nunca lo hago solo.

A pesar de todos los años transcurridos, el lugar era tal y como Poveda me lo había descrito. Estaba la alambrada rota que rodeé unos días antes y el letrero acribillado de PROHIBIDO EL PASO. Vi las excavaciones, algunas de ellas pequeñas y recubiertas de maleza, pero otras tan grandes que incluso habían crecido árboles en su interior. Habíamos andado durante unos cinco minutos cuando me vino el hedor punzante de algún producto químico que al principio resultaba simplemente desagradable pero que, a medida que nos acercábamos a la fosa, empezó a quemarme la nariz y a irritarme los ojos. Había chatarra esparcida por todas partes, y no parecía que nadie fuese a tomarse la molestia de retirarla. Los esqueletos de árboles podridos, con sus troncos grises y sin vida, extendían su raquítica sombra sobre la piedra caliza. La fosa en cuestión tenía un diámetro de unos seis metros y era tan profunda que el fondo se perdía en la oscuridad. Los bordes estaban cuajados de raíces y de hierbajos que descendían por la fosa hasta confundirse con la negrura.

Dos hombres miraban hacia el fondo de la fosa. Uno era Earl Jr.; el otro, Kittim, sin sus características gafas de sol. Él fue el primero en darse cuenta de que nos acercábamos. Ni siquiera se inmutó cuando nos detuvimos delante de la fosa, enfrente de ellos. Kittim se me quedó mirando durante un momento, antes de fijar su atención en Tereus.

– ¿Sabes quién es? -le preguntó a Earl Jr.

Earl Jr. negó con la cabeza. Kittim no pareció satisfecho con aquella respuesta, con el hecho de no contar con la información necesaria para llevar a cabo una valoración adecuada de la situación.

– ¿Quién eres? -le preguntó Kittim.

– Me llamo Tereus.

– ¿Mataste a Marianne Larousse?

– No. Yo maté a los otros, y vi a Foster empalmar la manguera al tubo de escape y meterla por la ventanilla del coche. Pero no maté a la chica Larousse.

– Entonces, ¿quién lo hizo?

Ella estaba cerca. Lo sabía. Podía sentirla, y me dio la impresión de que Larousse también la sentía, porque me di cuenta de que volvió la cabeza con un movimiento repentino, como lo haría un ciervo asustado, y recorrió con la mirada la hilera de árboles buscando la fuente de su inquietud.

– Te he hecho una pregunta -insistió Kittim-. ¿Quién la mató?

En ese momento, tres hombres armados salieron de entre los árboles que nos rodeaban. Tereus dejó caer al instante su pistola al suelo y entonces supe que él nunca había planeado salir de allí con vida.

No reconocí a dos de los hombres que se pusieron a nuestro lado.

El tercero era Elliot Norton.

– Charlie, parece que no te sorprendes de verme -me dijo.

– Cuesta mucho trabajo sorprenderme, Elliot.

– ¿Ni siquiera el regreso de entre los muertos de un viejo amigo?

– Presiento que en un futuro muy próximo regresarás al mundo de los muertos para pasar allí una temporada mucho más larga. -Estaba tan cansado que ni siquiera podía mostrar ira-. El golpe de efecto de las manchas de sangre en tu coche estuvo muy bien. ¿Cómo vas a explicar tu resurrección? ¿Diciendo que ha sido un milagro?

– Un negrata loco nos amenazaba, así que tuve que quitarme de en medio. ¿De qué van a acusarme? ¿De malgastar el tiempo de la policía? ¿De falso suicidio?

– Elliot, cometiste un crimen y has provocado la muerte de otros. Pagaste la fianza de Atys sólo para que tus amigos pudieran torturarlo y averiguar qué sabía.

Se encogió de hombros.

– Es culpa tuya, Charlie. Si hubieras hecho mejor tu trabajo y le hubieses obligado a que te contase todo, ahora podría estar vivo.

Hice una mueca. Me dio donde más me dolía, pero yo no estaba dispuesto a cargar solo con la responsabilidad de la muerte de Atys Jones.

– ¿Y los Singleton? ¿Qué hiciste, Elliot? ¿Te sentaste con ellos en la cocina a beber limonada mientras esperabas a que llegasen tus amigos y los mataran, sabiendo que la única persona que podía protegerlos estaba en la ducha? El anciano dijo que quien los atacó fue un mutante y la policía creyó que lo decía por Atys, hasta que lo encontraron muerto por las torturas que le infligieron, pero se refería a ti. Tú eras el mutante. Mira a lo que te han reducido, a lo que te has reducido. Mira en lo que te has convertido.

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