John Connolly - El camino blanco

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En Carolina del Sur, un joven negro se enfrenta a la pena de muerte acusado de haber violado y asesinado a Marianne Larousse, hija de uno de los hombres más ricos del estado. El caso, que nadie quiere investigar, hunde sus raíces en un mal que se remonta a un pasado remoto, el tipo de misterio que se ha convertido en la especialidad del detective Charlie Parker. Éste ignora que está a punto de sumergirse en una auténtica pesadilla y de introducirse en un escenario teñido de sangre en el que se mezclan el espectro asesino de una mujer encapuchada, un coche negro que espera a un pasajero que nunca llega, y la complicidad tanto de amigos como de enemigos en los sucesos que rodean la muerte de Marianne Larousse. Más que una investigación, es un descenso a los abismos, un enfrentamiento con las fuerzas oscuras que amenazan todo aquello que Parker ama.
Paralelamente, en la celda de una prisión, el fanático predicador Faulkner trama una venganza contra Charlie Parker, y para ello utilizará a los mismos hombres a los que el detective está siguiendo, y a una extraña y contrahecha criatura que guarda sus secretos enterrados en la orilla de un río: Cyrus Nairn.
Todas estas figuras deberán enfrentarse a su cruento destino final en los pantanos del sur y los bosques del norte, escenarios muy alejados entre sí pero unidos por un frágil hilo: el lugar donde convergen los caminos de los muertos y de los vivos.

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– Mi hijo…

– Está muerto. Ya se lo dije a la policía.

Le temblaron los labios, y al parpadear se le despejaron los ojos de lágrimas. No me daba ninguna lástima.

– Usted lo sabía -le dije-. Durante todo este tiempo, usted supo lo que hizo su hijo. Cuando regresó a casa aquella noche manchado de sangre, ¿no le contó todo lo que había pasado? ¿No le pidió ayuda? Y usted se la dio, para salvarle y para salvar el buen nombre de la familia, y se afanó en conservar aquel pedazo de tierra baldía con la esperanza de que lo que había pasado allí quedara en secreto. Pero entonces apareció Bowen y le obligó a morder el anzuelo, así que la cosa se le fue de las manos. Los esbirros de Bowen se instalaron en su casa, y mi teoría es que Bowen estaba sacándole dinero. ¿Cuánto le ha dado, señor Larousse? ¿Lo suficiente como para poder pagar la fianza de Faulkner, y algo más de propina?

No me miró. Retrocedió al pasado, sumergiéndose en la tristeza y la locura que al final acabarían consumiéndole.

– En esta ciudad éramos como la realeza -me susurró-. Lo hemos sido desde su fundación. Formamos parte de su historia y nuestro apellido ha sobrevivido a lo largo de los siglos.

– Pues ahora su apellido y su historia van a morir con usted.

Me alejé. Cuando llegué a la puerta de entrada, el coche ya no se reflejaba en el cristal.

En una cabaña de las afueras de Caina, en Georgia, Virgil Gossard se despertó al sentir una presión en los labios. Abrió los ojos justo cuando el cañón de la pistola le entraba en la boca.

La figura que estaba ante él iba vestida de negro, con la cara oculta por un pasamontañas.

– Arriba -dijo, y Virgil reconoció aquella voz: la voz que una noche le habló fuera del Little Tom.

Lo agarró por el pelo y lo levantó de la cama. Cuando le sacó la pistola de la boca, había en el cañón un reguero de sangre y saliva. Virgil, que sólo llevaba puestos unos calzoncillos harapientos, fue empujado a la cocina de su casa miserable. Allí había una puerta trasera que daba al campo.

– Ábrela. -Virgil empezó a llorar-. ¡Ábrela!

Abrió la puerta y de un empujón fue lanzado a la oscuridad de la noche. Atravesó descalzo su parcela, notando la frialdad de la tierra en los pies. Las largas cuchillas de la maleza le sajaban la piel. Oía a su espalda la respiración de aquel hombre mientras se encaminaba hacia el bosque que se abría en el lindero de su parcela. Había un murete de tres ladrillos de altura, cubierto con una plancha de calamina. Era el viejo pozo.

– Quita la tapa.

Virgil negó con la cabeza.

– No, no. Por favor…

– ¡Hazlo!

Virgil se agachó, arrastró la plancha y dejó al descubierto la boca del pozo.

– Arrodíllate.

La cara de Virgil se retorcía por el miedo y el llanto. Notó en la boca sabor a sal y a mocos. Se inclinó y miró la oscuridad del pozo.

– Lo siento -dijo-. Sea lo que sea lo que yo haya hecho, lo siento.

Notó la presión de la pistola en la nuca.

– ¿Qué viste? -preguntó el hombre.

– Vi a un tipo -dijo Virgil, tumbado ya en el suelo-. Miré arriba y vi a un tipo, un negro. Había otro con él. Un blanco. No pude verlo bien. No debí mirar. No deb í mirar.

– ¿Qué viste?

– Te lo he dicho. Vi…

Oyó que el otro amartillaba la pistola.

– ¿Qué viste?

Y Virgil por fin comprendió.

– Nada. No vi nada. No reconocería a aquellos tipos si volviera a verlos. Eso es todo. No vi nada.

La pistola se apartó de su cabeza.

– Virgil, no me obligues a tener que regresar por aquí.

Los sollozos sacudían el cuerpo de Virgil.

– No lo haré. Te lo juro.

– Ahora, Virgil, no te muevas. Quédate ahí de rodillas.

– Lo haré -dijo Virgil-. Gracias. Muchas gracias.

– No hay de qué -dijo el hombre.

Virgil no lo oyó alejarse. Se quedó arrodillado hasta que empezó a amanecer y, tiritando, se incorporó y regresó a su casucha.

Quinta parte

No hay esperanza de muerte para aquellas almas,

y su vida pasada es tan abyecta,

que envidia sienten de cualquier otra vida.

Dante Alighieri, Inferno, Canto III

27

Empezaron a entrar en el estado durante los dos días siguientes. Algunos venían en grupos, otros solos, pero siempre por carretera, nunca en avión. Estaba la pareja que se registró en el hotelito de las afueras de Sangerville. Aquella pareja que se besaba y se hacía arrumacos como los jóvenes amantes que aparentaban ser, unos amantes que sin embargo dormían en camas separadas en su habitación doble. Estaban los cuatro hombres que desayunaron a toda prisa en Miss Portland Diner, en Marginal Way, y sin quitarle ojo al monovolumen negro en que habían venido. Cada vez que alguien se aproximaba a él, se ponían tensos y sólo se relajaban cuando pasaba de largo.

Y estaba el hombre que venía de Boston y se dirigía hacia el norte en un camión, evitando, siempre que podía, las carreteras interestatales, hasta que al final se encontró entre bosques de pinos y un lago que brillaba en lontananza. Miró el reloj, pensó que aún era demasiado temprano y volvió a Dolby Pond y a La Casa Exotic Dancing Club. Se imaginó que había otras formas peores de pasar unas horas.

La peor de las previsiones se cumplió: el juez de la Corte Suprema, Wilton Cooper, revocó el fallo del Tribunal Superior de Primera Estancia Estatal por el cual se le denegaba la fianza a Aaron Faulkner. En las horas que precedieron al fallo, el fiscal Bobby Andrus y su equipo presentaron las conclusiones en contra de la fianza en el despacho de Wilton Cooper, argumentando que estaban convencidos de que Faulkner se daría a la fuga y de que los testigos potenciales estarían expuestos a la intimidación. Cuando el juez les preguntó si tenían alguna prueba nueva que presentar, Andrus y su equipo se vieron obligados a admitir que no.

En su alegato, Jim Grimes argumentó que la acusación no había presentado pruebas suficientes para demostrar que Faulkner había cometido crímenes capitales. También expuso las pruebas médicas que habían realizado tres autoridades en la materia. Las tres pruebas concluían que la salud de Faulkner se estaba agravando en la cárcel (pruebas que el mismo Estado era incapaz de rebatir, ya que sus propios médicos habían encontrado que Faulkner padecía una enfermedad, aunque no pudieron precisar de qué enfermedad se trataba, salvo que perdía peso por días, que tenía una fiebre más alta de lo normal y que tanto la tensión arterial como el ritmo cardiaco eran anormalmente altos), que el estrés que le provocaba el hecho de estar encarcelado estaba poniendo en peligro la vida de su cliente, contra el que la acusación aún no había sido capaz de hacer recaer ningún cargo fundamentado, y que resultaba injusto e inhumano que su cliente siguiese en la cárcel mientras la acusación intentaba acumular pruebas suficientes para sostener el caso. Puesto que su cliente requeriría una vigilancia médica intensiva, no había riesgo real de fuga, y por ese motivo solicitaban que se fijara una fianza acorde con las circunstancias.

Al emitir su fallo, Cooper desestimó la mayor parte de mi declaración basándose en la reputación tan poco fiable que yo tenía como testigo y determinó que el fallo de no conceder la fianza emitido por un tribunal inferior había sido erróneo, ya que la acusación no había aportado las pruebas suficientes para demostrar que Faulkner hubiera cometido un delito capital en el pasado. Además, admitió el alegato de Jim Grimes según el cual la debilitada salud de su cliente implicaba que no suponía ninguna amenaza para la integridad del proceso judicial y que la necesidad de un tratamiento médico continuado disipaba el riesgo de fuga. Fijó la fianza en un millón y medio de dólares. Grimes comunicó que el depósito se haría en efectivo. Faulkner, que estaba esposado en una sala contigua bajo la custodia de los oficiales de justicia, iba a ser liberado de inmediato.

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