Como el fiscal Andrus había previsto la posibilidad de que Cooper concediera la fianza, se dirigió a regañadientes al FBI para pedirle que entregasen a Faulkner, una vez fuese liberado, una orden judicial de detención acusado de delitos federales. Pero Andrus no tuvo la culpa de que en la orden judicial hubiese un defecto de forma: algún funcionario escribió mal el nombre de Faulkner, lo que supuso la nulidad del documento. Cuando Faulkner abandonó los juzgados, nadie le hizo entrega de ninguna orden judicial.
Fuera del Juzgado Número Uno había un tipo, sentado en un banco, que llevaba una cazadora Timberland. Hizo una llamada telefónica. A dieciséis kilómetros de distancia, sonó el móvil de Cyrus Nairn.
– Tienes vía libre…
Cyrus apagó el teléfono y lo arrojó a los arbustos que había junto a la carretera. Arrancó el coche y condujo hasta Scarborough.
Tan pronto como Grimes apareció delante de las escaleras del juzgado, los flashes de las cámaras fotográficas abrieron fuego, pero Faulkner no lo acompañaba. Un Nissan Terrano, en cuya parte trasera iba Faulkner cubierto con una manta, giró a la derecha y se dirigió hacia el aparcamiento de Public Market, en la calle Elm. Por encima del coche zumbaba un helicóptero. Lo seguían dos coches. La oficina del fiscal general no estaba dispuesta a que Faulkner desapareciese en las profundidades de la colmena.
Un Buick amarillo abollado se paró detrás del Terrano cuando llegó a la entrada del aparcamiento, y provocó que se cortara el tráfico. El Terrano no tuvo que detenerse a la entrada del aparcamiento para recoger el ticket porque todo estaba calculado al milímetro: mientras el guardia jurado estaba distraído intentando sofocar un fuego intencionado en un cubo de basura, alguien inutilizó la máquina expendedora de tickets con pegamento, de modo que las barreras de entrada y de salida estaban levantadas a la espera de que reparasen el desperfecto.
El Terrano pasó deprisa, pero el Buick que lo seguía se paró en seco delante de la entrada y la bloqueó. Transcurrieron unos segundos cruciales antes de que los policías se dieran cuenta de lo que estaba pasando. El primero de los coches policiales dio marcha atrás y se dirigió a toda velocidad a la rampa de salida. Dos agentes que salieron del segundo coche corrieron hacia el Buick, sacaron al conductor y despejaron la entrada.
Cuando los agentes encontraron el Terrano, hacía mucho que Faulkner se había largado.
A las siete de la tarde, Mary Mason salió de su casa, situada al final de Seavey Landing, para acudir a una cita con el sargento MacArthur. Desde su casa se divisaba la marisma y las aguas del río Scarborough, que fluían alrededor de la franja ojival de Nonesuch Point y desembocaban en el mar en Saco Bay. Para ella, MacArthur representaba su primera pareja seria desde que se divorció, hacía tres meses, y tenía esperanzas de que la relación se afianzara. Conocía al policía de vista y, a pesar de su aspecto desaliñado, le encontraba cierto atractivo a su aire general de abatimiento. En su primera cita no hubo nada que la obligara a reconsiderar su primera impresión. De hecho, él había estado de lo más encantador y, cuando la llamó la noche anterior para confirmar que la segunda cita seguía en pie, se pasaron casi una hora hablando por teléfono, cosa que, sospechó, a él debió de sorprenderle tanto como a ella.
Ya estaba a un paso del coche cuando un tipo se acercó a Mary Mason. Salió de entre los árboles que preservaban su casa de la curiosidad del vecindario. Era un tipo bajo y jorobado, con una melena negra que le llegaba hasta los hombros. Tenía los ojos casi negros, como los de ciertas criaturas nocturnas que viven bajo tierra. Se disponía a sacar del bolso el spray paralizador cuando el tipo le dio un revés en la cara y la tiró al suelo. Antes de que le diese tiempo a reaccionar, la inmovilizó hincándose de rodillas encima de sus piernas. Sintió un dolor en el costado, un dolor inmenso y ardiente, a medida que el cuchillo le entraba por debajo de las costillas y empezaba a deslizarse hacia el estómago. Quiso gritar, pero él le había tapado la boca con la mano y todo lo que podía hacer era revolverse en vano, mientras el cuchillo seguía su trayectoria.
Y justo en el momento en que creyó que ya no podría aguantar más, que iba a morir de dolor, oyó una voz y vio aproximarse, por encima del hombro de su agresor, una figura enorme y robusta, detrás de la cual había un Chevy, hecho un trasto, en punto muerto. Tenía barba y llevaba un chaleco de piel encima de una camiseta. Mary vio que tenía un tatuaje de una mujer en el antebrazo.
– ¡Eh, tú! -dijo Bear-, ¿qué coño estás haciendo?
Cyrus no quería utilizar la pistola. Había decidido hacerlo lo más en silencio posible, pero el tipo grande y extrañamente familiar que corría por el sendero del garaje en dirección a él no le dejó elección. Se levantó y, antes de que pudiese terminar de rajarla, se sacó la pistola del cinturón y abrió fuego.
Dos monovolúmenes blancos tomaron el desvío de Medway por la Interestatal 95 y siguieron por la carretera 11, atravesando por East Millinocket, para dirigirse a Dolby Pond. En el primer monovolumen iban tres hombres y una mujer, todos ellos armados. El segundo lo ocupaban un hombre y una mujer, también armados, y el reverendo Aaron Faulkner, que leía en silencio, en la parte de atrás del vehículo, una Biblia apoyada en una bandeja abatible. En aquel momento, cualquier médico estatal podría comprobar que la temperatura del viejo predicador era normal y que todos los síntomas de su presunta enfermedad habían empezado a remitir.
La llamada de un móvil rompió el silencio en el interior del segundo monovolumen. Uno de los hombres contestó con brevedad. Después se volvió hacia Faulkner.
– En este instante va a aterrizar -le dijo al anciano-. Nos estará esperando cuando lleguemos. Todo va según lo previsto.
Faulkner asintió, pero no dijo nada. Seguía con los ojos fijos en la Biblia y en las diversas pruebas a que fue sometido Job.
Cyrus Nairn estaba sentado al volante de su coche en Black Point Market bebiéndose una Coca-Cola. La tarde era calurosa y necesitaba refrescarse. El aire acondicionado del coche estaba estropeado. De todas formas, a Cyrus eso no le importaba mucho: una vez que la mujer estuviese muerta, se desharía del coche y se dirigiría al sur. Sería el final de todo. Tendría que soportar aquella incomodidad, pero, a fin de cuentas, aquello no era nada comparado con lo que estaba a punto de soportar la mujer.
Terminó de beberse el refresco, condujo hacia el puente y arrojó la lata por la ventanilla al agua. En Pine Point, las cosas no le habían ido según lo previsto. En primer lugar, cuando él llegó, la mujer ya había salido de la casa y enseguida se dispuso a buscar el spray paralizador que llevaba en el bolso, lo que le obligó a tener que abordarla en la calle. En segundo lugar, se presentó aquel tipo enorme y no le quedó otra elección que utilizar la pistola. Durante un momento, temió que la gente hubiese escuchado el disparo, pero no sintió ningún tipo de alboroto ni tampoco gritos. Para colmo, Cyrus se vio forzado a salir a toda prisa y a él le gustaba tomarse su trabajo con calma.
Miró el reloj y, moviendo los labios en silencio, contó del diez al cero. Cuando llegó al uno, creyó oír una explosión amortiguada proveniente de Pine Point. Al mirar por la ventanilla del coche, una columna de humo subía desde allí: el coche de Mary Mason estaba ardiendo. La policía o los bomberos no tardarían en acudir y encontrarían a la mujer y el cadáver del hombre. Había preferido dejar a la mujer agonizante en vez de muerta. Quería oír la sirena de la ambulancia y sentir el aturdimiento que padecería el policía MacArthur, incluso a pesar del riesgo que corría si ella lograba facilitarle una descripción de su agresor. Sospechaba que no la había rajado lo suficiente y que podría sobrevivir a las heridas. Se preguntaba si no la habría dejado demasiado cerca del coche, si no estaría quemándose. Porque no quería que hubiese ninguna duda en torno a la identidad de ella. Eran detalles insignificantes, pero a Cyrus le preocupaban. La perspectiva de que lo capturasen, en cambio, no le preocupaba lo más mínimo: Cyrus preferiría morir antes que volver a la cárcel. Le habían prometido la salvación, y los que gozan de la promesa de la salvación no le temen a nada.
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