John Connolly - El camino blanco

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En Carolina del Sur, un joven negro se enfrenta a la pena de muerte acusado de haber violado y asesinado a Marianne Larousse, hija de uno de los hombres más ricos del estado. El caso, que nadie quiere investigar, hunde sus raíces en un mal que se remonta a un pasado remoto, el tipo de misterio que se ha convertido en la especialidad del detective Charlie Parker. Éste ignora que está a punto de sumergirse en una auténtica pesadilla y de introducirse en un escenario teñido de sangre en el que se mezclan el espectro asesino de una mujer encapuchada, un coche negro que espera a un pasajero que nunca llega, y la complicidad tanto de amigos como de enemigos en los sucesos que rodean la muerte de Marianne Larousse. Más que una investigación, es un descenso a los abismos, un enfrentamiento con las fuerzas oscuras que amenazan todo aquello que Parker ama.
Paralelamente, en la celda de una prisión, el fanático predicador Faulkner trama una venganza contra Charlie Parker, y para ello utilizará a los mismos hombres a los que el detective está siguiendo, y a una extraña y contrahecha criatura que guarda sus secretos enterrados en la orilla de un río: Cyrus Nairn.
Todas estas figuras deberán enfrentarse a su cruento destino final en los pantanos del sur y los bosques del norte, escenarios muy alejados entre sí pero unidos por un frágil hilo: el lugar donde convergen los caminos de los muertos y de los vivos.

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Trep ó desde la marisma, irgui é ndose entre rocas y metales, y ech ó a andar hacia el Coupe de Ville que le esperaba, con aquellos cristales ahumados que s ó lo dejaban ver las veladas siluetas de sus ocupantes. Mientras rodeaba el cap ó , la ventanilla del conductor se abri ó lentamente y vio al hombre que estaba sentado con las manos al volante. Era un hombre calvo que ten í a una boca demasiado ancha y que llevaba una gabardina sucia con un agujero rojo e irregular, como si la muerte le hubiese sobrevenido al ser traspasado por una estaca enorme. Una muerte que padecer í a durante toda la eternidad, porque, cuando Cyrus vio la herida, le pareci ó que se curaba y que despu é s volv í a a abr í rsele, y los ojos del hombre se quedaban en blanco en aquella agon í a renovada. Aun as í , sonri ó a Cyrus y lo llam ó por se ñ as. Detr á s de é l, apenas visible, hab í a una ni ñ a vestida de negro. Estaba cantando, y Cyrus pens ó que ten í a una de las voces m á s bonitas que jam á s hab í a o í do, un regalo de Dios. De repente, la ni ñ a se transform ó en mujer, con una herida de bala en la garganta. Y dej ó de cantar.

Muriel, pens ó Cyrus. Su nombre es Muriel.

Cyrus se hallaba junto a la puerta abierta. Apoy ó la mano en ella y mir ó adentro.

En el asiento de atr á s hab í a un hombre cubierto de telara ñ as. Unas ara ñ as peque ñ as y marrones trabajaban con ah í nco a su alrededor, dando vueltas y vueltas en torno a é l para tejer el capullo que lo inmovilizaba. Ten í a la cabeza destrozada por el disparo que le mat ó , pero Cyrus pudo distinguir algunas guedejas pelirrojas. Los ojos y los p á rpados carnosos de aquel hombre apenas se distingu í an bajo las telara ñ as, pero Cyrus vio el dolor dentro de ellos, un dolor que se reanudaba cuando las ara ñ as le picaban.

Y Cyrus comprendi ó por fin que por nuestras acciones en esta vida nos construimos nuestro propio infierno en la venidera. Su lugar era aqu é l, y lo ser í a por siempre jam á s.

« Lo siento, Leonard » , dijo, y por primera vez desde que era muy joven oy ó su propia voz, y advirti ó que sonaba quejumbrosa e indecisa. Y se dio cuenta de que s ó lo hab í a una voz, que todas las dem á s se hab í an silenciado. Y supo que esa voz hab í a estado siempre entre aquellas que é l hab í a o í do, pero que hab í a elegido no escucharla. Era la voz que le hab í a recomendado sentido com ú n, piedad y remordimiento. La voz a la que hab í a permanecido sordo durante toda su vida adulta.

« Lo siento » , volvi ó a decir. « Te he fallado. »

Y Pudd abri ó la boca, y mientras hablaba le sal í an ara ñ as de ella. « Venga » , le dijo. « Tenemos un largo camino por delante. »

Cyrus se subi ó al coche y, en el acto, las reclusas se desplazaron hacia é l y empezaron a construir una nueva telara ñ a.

Y el coche emprendi ó su viaje por la carretera, de espaldas al mar, y fue alej á ndose sobre el lodo y la hierba de la marisma, hasta que se perdi ó en la tiniebla, en direcci ó n al norte.

Los rastrojos crecen en torno a la lápida. Hay hierbajos dispersos, apenas enraizados, que arranco con facilidad. No vengo por aquí desde antes del verano. El encargado del pequeño cementerio ha estado enfermo y sólo han cuidado los caminos, pero no las tumbas. Arranco las matas de hierba, con la tierra prendida a sus raíces, y las arrojo a un lado.

El nombre de la pequeña estaba casi tapado, pero ahora vuelve a verse con claridad. Paso mis dedos por la hendidura de las letras, absorto en visiones, y vuelvo a mirar la tumba.

Una sombra cae sobre mí, y la mujer se reclina a mi lado con las piernas abiertas para equilibrar su vientre de embarazada. No la miro. Estoy llorando y no sé por qué, ya que no siento esa desgarrada y terrible tristeza que me ha hecho llorar en otras ocasiones. Ahora siento alivio y gratitud por el hecho de que ella esté aquí conmigo por primera vez, porque era necesario y beneficioso que estuviese aquí, que por fin viera esto. Pero las lágrimas acuden y me siento incapaz incluso de distinguir con claridad los hierbajos y el césped, hasta que por fin me toma de la mano y nos marchamos juntos, rechazando todo lo feo y lo desagradable, conservando todo lo hermoso y lo enriquecedor, con nuestras manos unidas, acariciándonos, con el fantasma de mi mujer y de mi hija flotando en la brisa que nos roza la cara y en el agua que fluye tras nosotros: unos niños se van y otros llegan, el amor recordado y el amor presente, los perdidos y los hallados, los vivos y los muertos, todos juntos.

Por el Camino Blanco.

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AGRADECIMIENTOS

Los siguientes libros han tenido para mí un valor inestimable a la hora de escribir esta novela:

Before Freedom, de Belinda Hurmence (Mentor, 1990); Rice and Slaves: Ethnicity and the Slave Trade in Colonial South Carolina, de Daniel

C. Littlefield (Illini Books, 1991); The Great South Carolina Ku Klux Klan Trials 1871-1872, de Lou Falkner Williams (University of Georgia Press, 1996); Gullah Fuh Oonah, de Virginia Mixon Geraty (Sandlapper Publishing, 1997); Blue Roots, de Roger Pinckney (Llewellyn Publications, 2000); A Short History of Charleston, de Roger Rosen (University of South Carolina Press, 1992); Kaballah, de Kenneth Hanson Ph.D. (Council Oak Books, 1998); American Extremists, de John George y Laird Wilcox (Prometheus Books, 1996) y The Racist Mind, de Raphael S. Ezekiel (Penguin, 1995).

Muchos han sido los que me han prestado su tiempo y sus conocimientos. Estoy especialmente agradecido a Bill Stokes, subfiscal general, y a Chuck Down, ayudante del fiscal general de Maine; a Jeffrey D. Merril, alcaide de la Prisión Estatal de Maine, Thomaston, y su personal, especialmente al coronel Douglas Starbird y al sargento Elwin Weeks; a Hugh E. Munn, del organismo de seguridad de Carolina del Sur; al teniente Stephen D. Wright, del Cuerpo de Policía de Charleston; a mi guía en la ciudad de Charleston, Janice Kahn; a Sarah Yeates, antigua empleada del Museo de Historia Natural de Nueva York y al personal del Parque Nacional de Congaree Swamp National Monument.

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