Trep ó desde la marisma, irgui é ndose entre rocas y metales, y ech ó a andar hacia el Coupe de Ville que le esperaba, con aquellos cristales ahumados que s ó lo dejaban ver las veladas siluetas de sus ocupantes. Mientras rodeaba el cap ó , la ventanilla del conductor se abri ó lentamente y vio al hombre que estaba sentado con las manos al volante. Era un hombre calvo que ten í a una boca demasiado ancha y que llevaba una gabardina sucia con un agujero rojo e irregular, como si la muerte le hubiese sobrevenido al ser traspasado por una estaca enorme. Una muerte que padecer í a durante toda la eternidad, porque, cuando Cyrus vio la herida, le pareci ó que se curaba y que despu é s volv í a a abr í rsele, y los ojos del hombre se quedaban en blanco en aquella agon í a renovada. Aun as í , sonri ó a Cyrus y lo llam ó por se ñ as. Detr á s de é l, apenas visible, hab í a una ni ñ a vestida de negro. Estaba cantando, y Cyrus pens ó que ten í a una de las voces m á s bonitas que jam á s hab í a o í do, un regalo de Dios. De repente, la ni ñ a se transform ó en mujer, con una herida de bala en la garganta. Y dej ó de cantar.
Muriel, pens ó Cyrus. Su nombre es Muriel.
Cyrus se hallaba junto a la puerta abierta. Apoy ó la mano en ella y mir ó adentro.
En el asiento de atr á s hab í a un hombre cubierto de telara ñ as. Unas ara ñ as peque ñ as y marrones trabajaban con ah í nco a su alrededor, dando vueltas y vueltas en torno a é l para tejer el capullo que lo inmovilizaba. Ten í a la cabeza destrozada por el disparo que le mat ó , pero Cyrus pudo distinguir algunas guedejas pelirrojas. Los ojos y los p á rpados carnosos de aquel hombre apenas se distingu í an bajo las telara ñ as, pero Cyrus vio el dolor dentro de ellos, un dolor que se reanudaba cuando las ara ñ as le picaban.
Y Cyrus comprendi ó por fin que por nuestras acciones en esta vida nos construimos nuestro propio infierno en la venidera. Su lugar era aqu é l, y lo ser í a por siempre jam á s.
« Lo siento, Leonard » , dijo, y por primera vez desde que era muy joven oy ó su propia voz, y advirti ó que sonaba quejumbrosa e indecisa. Y se dio cuenta de que s ó lo hab í a una voz, que todas las dem á s se hab í an silenciado. Y supo que esa voz hab í a estado siempre entre aquellas que é l hab í a o í do, pero que hab í a elegido no escucharla. Era la voz que le hab í a recomendado sentido com ú n, piedad y remordimiento. La voz a la que hab í a permanecido sordo durante toda su vida adulta.
« Lo siento » , volvi ó a decir. « Te he fallado. »
Y Pudd abri ó la boca, y mientras hablaba le sal í an ara ñ as de ella. « Venga » , le dijo. « Tenemos un largo camino por delante. »
Cyrus se subi ó al coche y, en el acto, las reclusas se desplazaron hacia é l y empezaron a construir una nueva telara ñ a.
Y el coche emprendi ó su viaje por la carretera, de espaldas al mar, y fue alej á ndose sobre el lodo y la hierba de la marisma, hasta que se perdi ó en la tiniebla, en direcci ó n al norte.
Los rastrojos crecen en torno a la lápida. Hay hierbajos dispersos, apenas enraizados, que arranco con facilidad. No vengo por aquí desde antes del verano. El encargado del pequeño cementerio ha estado enfermo y sólo han cuidado los caminos, pero no las tumbas. Arranco las matas de hierba, con la tierra prendida a sus raíces, y las arrojo a un lado.
El nombre de la pequeña estaba casi tapado, pero ahora vuelve a verse con claridad. Paso mis dedos por la hendidura de las letras, absorto en visiones, y vuelvo a mirar la tumba.
Una sombra cae sobre mí, y la mujer se reclina a mi lado con las piernas abiertas para equilibrar su vientre de embarazada. No la miro. Estoy llorando y no sé por qué, ya que no siento esa desgarrada y terrible tristeza que me ha hecho llorar en otras ocasiones. Ahora siento alivio y gratitud por el hecho de que ella esté aquí conmigo por primera vez, porque era necesario y beneficioso que estuviese aquí, que por fin viera esto. Pero las lágrimas acuden y me siento incapaz incluso de distinguir con claridad los hierbajos y el césped, hasta que por fin me toma de la mano y nos marchamos juntos, rechazando todo lo feo y lo desagradable, conservando todo lo hermoso y lo enriquecedor, con nuestras manos unidas, acariciándonos, con el fantasma de mi mujer y de mi hija flotando en la brisa que nos roza la cara y en el agua que fluye tras nosotros: unos niños se van y otros llegan, el amor recordado y el amor presente, los perdidos y los hallados, los vivos y los muertos, todos juntos.
Por el Camino Blanco.
Los siguientes libros han tenido para mí un valor inestimable a la hora de escribir esta novela:
Before Freedom, de Belinda Hurmence (Mentor, 1990); Rice and Slaves: Ethnicity and the Slave Trade in Colonial South Carolina, de Daniel
C. Littlefield (Illini Books, 1991); The Great South Carolina Ku Klux Klan Trials 1871-1872, de Lou Falkner Williams (University of Georgia Press, 1996); Gullah Fuh Oonah, de Virginia Mixon Geraty (Sandlapper Publishing, 1997); Blue Roots, de Roger Pinckney (Llewellyn Publications, 2000); A Short History of Charleston, de Roger Rosen (University of South Carolina Press, 1992); Kaballah, de Kenneth Hanson Ph.D. (Council Oak Books, 1998); American Extremists, de John George y Laird Wilcox (Prometheus Books, 1996) y The Racist Mind, de Raphael S. Ezekiel (Penguin, 1995).
Muchos han sido los que me han prestado su tiempo y sus conocimientos. Estoy especialmente agradecido a Bill Stokes, subfiscal general, y a Chuck Down, ayudante del fiscal general de Maine; a Jeffrey D. Merril, alcaide de la Prisión Estatal de Maine, Thomaston, y su personal, especialmente al coronel Douglas Starbird y al sargento Elwin Weeks; a Hugh E. Munn, del organismo de seguridad de Carolina del Sur; al teniente Stephen D. Wright, del Cuerpo de Policía de Charleston; a mi guía en la ciudad de Charleston, Janice Kahn; a Sarah Yeates, antigua empleada del Museo de Historia Natural de Nueva York y al personal del Parque Nacional de Congaree Swamp National Monument.
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