– Yo no soy tu hermano.
– Si usted no fuera mi hermano, ahora estaría muerto.
– Tú los has matado, ¿verdad?
Se inclinó y se acercó a mí.
– Esa gente tenía que aprender la lección. Éste es un mundo de equilibrios. Ellos se llevaron una vida por delante y destruyeron otra. Debían aprender que el Camino Blanco está ahí, tenían que ver lo que les esperaba, atravesarlo y convertirse en parte de él.
Miré hacia la ventana y vi que la luz menguaba y que pronto anochecería.
– La rescataste, ¿verdad?
Asintió con la cabeza.
– No pude salvar a su hermana, pero a ella sí.
Advertí que había dolor en él, y algo más: advertí que había amor.
– Tenía quemaduras muy graves, pero aguantó bajo la superficie y las corrientes subterráneas la sacaron a flote. La encontré tendida en una piedra, la traje a casa y mi madre y yo la cuidamos. Cuando murió mi madre, tuvo que valerse por sí misma durante un año, hasta que salí de la cárcel. Ahora he vuelto.
– ¿Por qué no fuiste a la policía para decirles lo que había pasado?
– Así no se resuelven estas cosas. De todas formas, el cuerpo de su hermana desapareció. Era una noche muy oscura y ella sufría. Ni siquiera podía hablar. Tuvo que escribirme los nombres de aquellos tipos, pero incluso si hubiese podido decírmelos, ¿quién iba a creer una cosa así de unos muchachos blancos y ricos? Ni siquiera estoy seguro de que ella se acuerde de lo que pasó. El dolor la volvió loca.
Pero aquello no era una respuesta. Aquello no bastaba para explicar lo que había sucedido, lo que había sufrido y lo que había obligado a sufrir a otros.
– Fue por Addy, ¿verdad?
No contestó.
– Tú la querías, quizás antes de que apareciese Davis Smoot. Era tu hijo, ¿verdad, Tereus? Atys Jones era hijo tuyo. ¿Le daba miedo decírselo a los demás porque se trataba de ti, porque incluso los negros te despreciaban, porque eras un paria de los pantanos? Por eso saliste en busca de Smoot. Por eso no le dijiste a Atys por qué fuiste a parar a la cárcel: no le dijiste que mataste a Smoot porque eso no tenía importancia. No creías que Smoot fuese su padre, y estabas en lo cierto. Las fechas no cuadraban. Mataste a Smoot por lo que le hizo a Addy y, cuando volviste, te encontraste con que a la mujer a la que querías la habían vuelto a violar. Pero antes de que pudieras vengarte en Larousse y en sus amigos, la policía vino por ti y te llevó de vuelta a Alabama para que te procesaran, y tuviste suerte de que te condenasen sólo a veinte años, ya que había testigos de sobra para respaldar que lo hiciste en legítima defensa. Creo que cuando el viejo Davis te vio, se fue derecho al arma que tenía más cerca y ésa fue tu excusa para matarlo. Ahora que has vuelto, estás recuperando el tiempo perdido.
Tereus no contestó. No estaba dispuesto a confirmarlo ni a negarlo. Me agarró por el hombro con una de sus grandes manos y me ayudó a incorporarme.
– Hermano, ha llegado el momento. Levántate, levántate.
Me desató los pies con un cuchillo. Cuando la sangre empezó a circular, sentí un gran dolor.
– ¿Adónde vamos?
Mi pregunta pareció sorprenderle. Entonces me di cuenta de lo loco que estaba, de que ya estaba loco incluso antes de que lo atasen a aquel poste bajo el sol abrasador, lo suficientemente loco como para cuidar, con la ayuda de una anciana, durante tantísimos años, a una mujer herida, para de ese modo cumplir algún extraño precepto mesiánico de su propia invención.
– De vuelta al infierno -me dijo-. Volvemos al infierno. Es la hora.
– ¿La hora de qué?
Me atrajo hacia sí con delicadeza.
– La hora de enseñarles el Camino Blanco.
Me desató las manos y, aunque el bote tenía motor, me obligó a remar. Él tenía miedo: miedo de que el ruido atrajese la atención de los hombres antes de que él estuviese listo, miedo de que me volviese contra él si no encontraba una manera de mantenerme ocupado. Una o dos veces estuve tentado de lanzarme contra él, pero empuñaba el revólver con firmeza. Si dejaba de remar, inclinaba la cabeza y sonreía en señal de advertencia, como si fuésemos dos viejos amigos que disfrutaran de un paseo en barca mientras la noche derrotaba al día y la oscuridad iba envolviéndonos.
No sabía dónde estaba la mujer. Sólo sabía que había salido de la cabaña antes que nosotros.
– Tú no mataste a Marianne Larousse -le dije cuando divisamos una casa apartada de la orilla. Un perro nos ladró y la cadena a la que estaba atado tintineó en el aire vespertino. Se encendió la luz del porche y vi la silueta de un hombre que salía de la casa. Oí cómo hacía callar al perro. Su voz no aparentaba enfado, y de repente sentí una ráfaga de afecto por él. Lo vi acariciar y revolver el pelaje del perro, que movía el rabo de un lado a otro. Me notaba cansado. Me daba la impresión de que me acercaba al final de todo, como si el río fuese la laguna Estigia y me hubiesen forzado a remar por ella en ausencia del barquero. Imaginaba que tan pronto como la barca tocase la orilla, descendería al infierno y me perdería en el laberinto.
– Tú no mataste a Marianne Larousse -repetí.
– ¿Y eso qué importancia tiene?
– La tiene para mí. Probablemente también la tuvo para Marianne en el momento de morir. Pero no la mataste tú. Todavía estabas en la cárcel.
– Dijeron que la mató el chico, y ahora él ya no puede desmentirlo.
Dejé de remar y oí que amartillaba el percutor de la pistola.
– Señor Parker, no me obligue a dispararle.
Apoyé los remos y levanté las manos.
– Lo hizo ella, ¿verdad? Melia mató a Marianne Larousse, y su propio sobrino, tu hijo, murió a consecuencia de aquella muerte.
Me observó en silencio antes de decidirse a hablar.
– Ella conoce el río -me dijo-. Conoce muy bien los pantanos. Deambula por ellos. A veces le gusta mirar a la gente que bebe y que liga con putas. Me imagino que le recuerda lo que ha perdido, lo que le arrebataron. Que viese aquella noche correr a Marianne Larousse entre los árboles fue una pura y maldita casualidad, nada más. Le gusta ver fotografías de mujeres hermosas y la reconoció por las que aparecían de ella en las páginas de sociedad de los periódicos. Aprovechó la ocasión. Una maldita casualidad -repitió-. Eso fue todo.
Pero, por supuesto, no fue casualidad. La historia de aquellas dos familias, los Larousse y los Jones, la sangre derramada y las vidas destruidas, establecía que nunca se toparían por mera casualidad. Después de más de dos siglos, ambas familias habían hecho un pacto de mutua destrucción, sólo reconocido en parte por cada bando, un fuego avivado por un pasado en el que a un hombre le estaba permitido poseer y abusar de otro hombre, un fuego atizado por el recuerdo de las heridas y por la violencia de las reacciones que tales heridas provocaron. Sus caminos se entretejían, se entrelazaban en los momentos cruciales de la historia de este estado y de la vida de las dos familias.
– ¿Sabía ella que el chico que se encontraba con Marianne era su propio sobrino?
– No lo vio hasta que la muchacha ya estaba muerta. Yo… -Se detuvo por un instante-. Como ya te he dicho, no sé lo que ella piensa, aunque sabe leer un poco. Vio los periódicos, y creo que de madrugada se acercaba a la cárcel donde estaba Atys.
– Pudiste haberlo salvado -le dije-. Si hubieses ido con ella a la policía, podrías haber salvado a Atys. Ningún tribunal la hubiese condenado por asesinato. Está loca.
– No, yo no podía hacer eso.
No podía hacerlo porque, si lo hacía, no podría seguir castigando a los hombres que violaron y asesinaron a la mujer que amaba. En última instancia, estaba dispuesto a sacrificar a su propio hijo por su afán de venganza.
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