John Connolly - El camino blanco

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En Carolina del Sur, un joven negro se enfrenta a la pena de muerte acusado de haber violado y asesinado a Marianne Larousse, hija de uno de los hombres más ricos del estado. El caso, que nadie quiere investigar, hunde sus raíces en un mal que se remonta a un pasado remoto, el tipo de misterio que se ha convertido en la especialidad del detective Charlie Parker. Éste ignora que está a punto de sumergirse en una auténtica pesadilla y de introducirse en un escenario teñido de sangre en el que se mezclan el espectro asesino de una mujer encapuchada, un coche negro que espera a un pasajero que nunca llega, y la complicidad tanto de amigos como de enemigos en los sucesos que rodean la muerte de Marianne Larousse. Más que una investigación, es un descenso a los abismos, un enfrentamiento con las fuerzas oscuras que amenazan todo aquello que Parker ama.
Paralelamente, en la celda de una prisión, el fanático predicador Faulkner trama una venganza contra Charlie Parker, y para ello utilizará a los mismos hombres a los que el detective está siguiendo, y a una extraña y contrahecha criatura que guarda sus secretos enterrados en la orilla de un río: Cyrus Nairn.
Todas estas figuras deberán enfrentarse a su cruento destino final en los pantanos del sur y los bosques del norte, escenarios muy alejados entre sí pero unidos por un frágil hilo: el lugar donde convergen los caminos de los muertos y de los vivos.

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Subí los toscos escalones de madera que llevaban al porche y llamé a la puerta. No contestó nadie. Me dirigí a la ventana y miré a través del cristal. Vi que dentro había una mesa y cuatro sillas, un viejo sofá, un butacón y una pequeña cocina. Una puerta abierta dejaba ver el dormitorio y una segunda, cerrada, llevaba al anexo trasero de la casa. Llamé una vez más y, al no obtener respuesta, rodeé la casa para dirigirme a la parte de atrás. Oí disparos de escopeta, aunque amortiguados por el aire húmedo, que llegaban de algún lugar de los pantanos. Supuse que serían cazadores.

Las ventanas del anexo estaban oscurecidas. Por un momento, pensé que habían colgado unas cortinas negras, pero, cuando me acerqué más, comprobé que estaban pintadas. Al fondo había una puerta. Llamé y grité por última vez antes de intentar abrir el picaporte. La puerta se abrió y entré.

Lo primero que me llamó la atención fue el olor. Un olor fuerte, a medicamentos, aunque aprecié que olía más a hierbas que a productos farmacéuticos. Daba la impresión de que aquel olor llenaba la habitación, amueblada con una cama plegable, un televisor y unas estanterías sin libros, aunque repletas de revistas televisivas atrasadas y de ejemplares de People y de Celebrity, arrugados ya por la cantidad de veces que habían sido leídos.

Las paredes estaban empapeladas con fotografías recortadas de las revistas. Había fotografías de modelos y de actrices y, en un rincón, lo que parecía ser un altar dedicado a Oprah, la famosa entrevistadora televisiva. La mayoría de las mujeres eran negras: reconocí a Halle Berry, a Angela Bassett, a las integrantes del grupo de rhythm-and-blues TLC, a Jada Pinkett Smith e incluso a Tina Turnen Encima del televisor colgaban tres o cuatro fotografías recortadas de las páginas de sociedad de periódicos locales. En todas aparecía fotografiada la misma persona: Marianne Larousse. Sobre las fotos había una fina capa de serrín, pero los cristales negros habían impedido que se decolorasen. En una de ellas, Marianne, en el día de su graduación, sonreía rodeada de un grupo de jovencitas muy guapas. Había otra que había sido tomada en una subasta benéfica, y una tercera en una fiesta celebrada por los Larousse para recaudar fondos para el Partido Republicano. En cada foto, la belleza de Marianne Larousse brillaba como un faro.

Me acerqué a la cama plegable. Allí el olor a medicina era más intenso. Las sábanas estaban manchadas, como si se hubiese derramado café en ellas. Había otras manchas más leves, algunas de sangre. Toqué las sábanas: estaban húmedas. Salí de allí y encontré el pequeño cuarto de baño y el origen del olor. Había un lavabo lleno de una sustancia marrón y espesa que tenía la consistencia del engrudo. Metí los dedos y, al sacarlos, la sustancia goteó viscosamente. Había un váter limpio y una bañera con patas que tenía un pasamanos sujeto a la pared y otro atornillado al suelo, que estaba muy bien enlosado, aunque la calidad del material era mala.

No había ningún espejo.

Regresé al dormitorio e inspeccioné el armario. Algo que parecían sábanas marrones y blancas se apilaban en las baldas, pero tampoco había espejo alguno.

Volví a oír disparos, pero esa vez más próximos. Curioseé un poco por el resto de la casa. Eché un vistazo a las prendas masculinas que había en el armario del dormitorio principal y a la ropa femenina, barata y anticuada, que se hallaba dentro de un viejo baúl. En la pequeña cocina había latas de comida, ollas y sartenes relucientes. En un rincón, detrás del sofá, vi una cama de campaña, pero estaba cubierta de polvo y se notaba que no la habían utilizado desde hacía muchos años. Todo lo demás estaba limpio, realmente limpio. No había teléfono y, cuando le di al interruptor de la luz, la habitación se iluminó de un color naranja pálido. Apagué la luz, abrí la puerta principal y salí al porche.

Vi a tres hombres moviéndose entre los árboles que rodeaban la cabaña. A dos de ellos los reconocí de inmediato: eran los dos tipos que estaban en el bar la noche anterior, el cabeza rapada y el otro. Aún llevaban la misma ropa. Probablemente habían dormido con ella puesta. El tercero era el gordo que había ido al aeropuerto con su compañero de caza el día en que llegué a Charleston. Vestía una camisa marrón y del hombro derecho le colgaba un rifle. Fue el primero en verme. Levantó la mano derecha y los tres se detuvieron en el límite de la arboleda. Nadie dijo palabra. Me dio la impresión de que debía ser yo quien rompiera el silencio.

– Vaya, me parece que estáis cazando fuera de temporada.

El mayor de los tres, el tipo que había refrenado al cabeza rapada en el bar, sonrió casi con tristeza.

– Lo que cazamos no tiene época de veda -contestó-. ¿Hay alguien ahí?

Negué con la cabeza.

– Aunque hubiese alguien dentro, me imagino que diría lo mismo. La próxima vez tenga más tiento a la hora de alquilar un bote, señor Parker. Eso o pagar un poco más a sus proveedores para que no se vayan de la lengua.

Llevaba el rifle apoyado en el hombro y vi cómo movía el dedo en torno a la guarda del gatillo, hasta que lo posó en él.

– Baje aquí -me dijo-. Tenemos que resolver algunos asuntos.

Estaba dándome la vuelta para entrar en la cabaña cuando el primer disparo alcanzó el marco de la puerta. Salí corriendo a toda prisa hacia la parte de atrás, sacando de un tirón la pistola de la funda, y llegué hasta el cobertizo del generador. En ese preciso instante, un segundo disparo hizo volar un trozo de la corteza del roble que tenía a mi derecha.

Me adentré en el bosque. El toldo de hojas se elevaba por encima de mí, hasta que llegó un punto en que tuve que avanzar con la cabeza agachada, restregándome contra los alisos y los acebos. Resbalé sobre la hojarasca húmeda y caí de costado. Me quedé quieto durante un momento. No oí nada que indicase que me siguieran. Pero, a unos dos metros, vi detrás de mí un bulto marrón que se movía con lentitud entre los árboles: el gordo. Pude verlo porque intentaba zafarse de las espinas de un acebo. Los otros estarían muy cerca, atentos al menor ruido que yo hiciera. Me imaginé que intentarían rodearme para cerrar el cerco. Respiré hondo, apunté a la camisa marrón y apreté el gatillo muy despacio.

Un chorro rojo salió a borbotones del pecho del gordo. Se retorció y se desplomó de espaldas contra los arbustos. Al caer, las ramas se doblaban y se rompían a causa del peso. Entonces oí dos estruendos, uno a mi derecha y otro a mi izquierda, seguidos de más disparos, y de repente el aire se llenó de astillas y de hojas.

Corrí.

Corrí hacia una loma en la que crecían arces rojos y carpes para evitar los claros del monte bajo y de ese modo poder resguardarme en la espesura de arbustos y enredaderas. Me subí la cremallera de la cazadora, a pesar del calor, para ocultar mi camiseta blanca. Me detenía de vez en cuando para percibir alguna señal de mis perseguidores, pero, estuviesen donde estuviesen, se movían con mucho sigilo. Olí a orina, quizá de ciervo o de lince, y descubrí las huellas de un animal. No sabía adónde me dirigía. Si al menos diese con uno de los senderos de madera, me llevaría hasta el puesto del guardabosque, pero también quedaría peligrosamente expuesto a los hombres que me perseguían. Eso suponiendo que, después de haberme adentrado tanto, pudiera dar con aquellos senderos. Cuando me dirigía hacia la cabaña de Tereus, el viento soplaba del nordeste y en aquel momento era apenas una brisa que me llegaba por la espalda. Seguí las huellas del animal, esperando encontrar el camino de vuelta al río. Si me perdía en el Congaree, sería una presa fácil para aquellos tipos.

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