Intenté ocultar las huellas que dejaba al pasar, pero el terreno era muy blando y mis pisadas se hundían en él. Aparte de eso, los arbustos quedaban aplastados. Pasados unos quince minutos, me hallé frente a un viejo ciprés caído que tenía el tronco partido en dos por un rayo. Un agujero inmenso se abría bajo sus raíces. Alrededor del ciprés y desde lo más hondo del agujero habían empezado a crecer los arbustos, que, al elevarse, se entrelazaban con las raíces, formando una especie de foso enrejado. Me apoyé en el tronco para tomar aliento, me quité la cazadora y también la camiseta. Me incliné ante el hoyo, espanté a los escarabajos y dejé la camiseta enganchada entre las raíces retorcidas a modo de reclamo. Después volví a ponerme la cazadora y me oculté bajo aquella maleza. Me tumbé y esperé.
El primero en aparecer fue el cabeza rapada. Vislumbré la palidez de huevo de su cara detrás de un pino taeda, pero enseguida desapareció. Había visto mi camiseta. Me pregunté hasta qué punto sería tonto.
Y era tonto, sí, pero no del todo. Silbó por lo bajo y vi que una hilera de alisos se inclinaba levemente, aunque no pude ver al hombre que provocaba aquel movimiento. Me sequé el sudor de la frente con la manga de la cazadora para que no me entrase en los ojos. De nuevo, algo se movió por detrás del pino. Apunté y parpadeé para quitarme algunas gotas de sudor cuando el cabeza rapada salió de su escondite y se detuvo en seco, al parecer porque por allí había algo que le llamó la atención.
En un instante, perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre los matorrales. Sucedió todo tan rápido que dudaba de lo que había visto. Por un momento, creí que había resbalado y supuse que se levantaría, pero no. Se oyó otro silbido desde los alisos, pero no obtuvo respuesta. El compañero del cabeza rapada volvió a silbar. Reinaba el silencio. Por entonces yo ya había empezado a retroceder, reptando, desesperado por salir de allí y por librarme del último de los cazadores y de lo que quiera que fuese aquello que en aquel momento nos perseguía a ambos a través del verdor moteado por la luz del sol de la ciénaga del Congaree.
No me atreví a levantarme hasta que hube recorrido a rastras unos quince metros. Delante de mí oía el sonido del agua. Por detrás me llegaba el sonido de los disparos, pero no apuntaban en mi dirección. No me paré siquiera cuando el saliente de una rama rota me desgarró la manga de la cazadora y me hizo un corte en el brazo que no tardó en sangrar. Me arrastré con la cabeza erguida. Cada vez me costaba más respirar y la punzada de dolor que sentía en el costado iba agudizándose. De repente vi un destello blanco a mi derecha. Algo en mi interior intentó tranquilizarme, haciéndome creer que se trataba de un animal: tal vez una garceta o una garza real joven. Pero había algo en la forma en que se movía, en aquella manera de avanzar titubeante y saltarina, que se debía en parte a que intentaba ocultarse y en parte a una discapacidad física. Cuando traté de avistar aquello de nuevo entre la maleza, no pude verlo, pero sabía que estaba allí. Podía percibir que me observaba.
Avancé.
Veía el resplandor del agua a través de los árboles, y oía su fluir. A unos diez metros a mi izquierda había un bote. No era el mío, pero al menos dos de los hombres que lo habían llevado hasta allí ya estaban muertos, y el tercero corría para salvar la vida, a escasa distancia de donde me encontraba yo. Entré en un claro del bosque repleto de neumatóforos, con sus formas extrañas y ligeramente cónicas, como si fuese el paisaje en miniatura de otro mundo. Me abrí paso a través de ellos, y, cuando estaba a punto de subir al bote, el hombre de pelo oscuro salió de entre los árboles que había a mi derecha. Ya no llevaba el rifle, aunque empuñaba un cuchillo. Se disponía a lanzarse sobre mí cuando levanté la pistola y le disparé. Como quiera que había perdido el equilibrio al disparar, la bala le alcanzó en el costado, lo que provocó que avanzara más despacio, aunque sin detenerse. Antes de que pudiese realizar un segundo disparo, ya lo tenía encima de mí, forcejeando con su mano izquierda para desviarme el arma, mientras yo intentaba detener el avance de su cuchillo. Apunté con la rodilla a su costado herido, pero adivinó el movimiento y lo utilizó contra mí, volteándome. Intenté incorporarme pero me agarró por el pie izquierdo. Perdí el equilibrio y, mientras caía al suelo, me arrebató la pistola de una patada que me causó muchísimo dolor. Cuando se me echó de nuevo encima, le pateé el costado herido. Salivaba y tenía los ojos muy abiertos, con una expresión de sorpresa y de dolor. Tenía la rodilla apoyada sobre mi pecho y yo intentaba mantener de nuevo el cuchillo alejado de mí. De todas formas, vi que estaba aturdido y que la herida del costado le sangraba copiosamente. De repente, aflojé la presión que ejercía sobre sus brazos y, mientras caía hacia delante, le di un fuerte cabezazo en la nariz. Dio un grito y conseguí quitármelo de encima. Me incorporé, lo levanté a pulso y lo estrellé contra el suelo con todas las fuerzas que me quedaban.
Al caer, se oyó un crujido húmedo: algo estalló dentro de su pecho, como si se le hubiese roto una costilla y le hubiera atravesado la piel. Retrocedí y vi cómo la sangre corría por el neumatóforo, mientras el hombre empalado luchaba por incorporarse. Palpó la madera y sus dedos se tiñeron de rojo. Los levantó, como si quisiera mostrarme lo que le había hecho. Luego echó la cabeza hacia atrás y murió.
Me pasé la manga de la cazadora por la cara. Me la manché de sudor y de fango. Volví para recoger la pistola y vi que una figura envuelta en un velo me observaba desde la arboleda.
Era una mujer. Distinguí la forma de sus pechos bajo la tela, aunque su rostro permanecía oculto. La llamé por su nombre.
– Melia. No tengas miedo.
Me dirigía hacia ella cuando noté que una sombra se cernía sobre mí. Me di la vuelta. Tereus llevaba un garfio en la mano izquierda. Sólo tuve tiempo de ver cómo la tosca pala que llevaba en la derecha volaba hacia mí, y entonces todo se me volvió negro.
Fue el olor lo que me despertó. El olor de las hierbas medicinales que se usaban en la preparación del ungüento para la piel de la mujer. Yo estaba tumbado en el suelo de la cocina de la cabaña, atado de pies y manos. Al levantar la cabeza, me di un golpe contra la pared. El dolor fue intenso. Me dolían los hombros y la espalda. Había desaparecido mi cazadora, y supuse que la había perdido mientras Tereus me arrastraba de vuelta a la cabaña. Tenía el vago recuerdo de haber pasado por un bosque, entre árboles muy altos, y de que la luz del sol traspasaba el toldo de hojas. La pistola y el teléfono móvil se habían esfumado. Me dio la impresión de que había permanecido tumbado en el suelo durante varias horas.
Oí algo en la puerta de entrada y vi la silueta de Tereus recortada contra la luz crepuscular. Sujetaba una pala en la mano, pero la dejó apoyada en el marco de la puerta antes de entrar en la cabaña. No había rastro alguno de la mujer, aunque notaba su cercanía, y supuse que habría regresado a su cuarto oscuro, rodeada por las imágenes de una belleza física que ella nunca volvería a disfrutar.
– Bienvenido, hermano -me dijo Tereus.
Se quitó las gafas oscuras. De cerca, la membrana que cubría sus ojos se veía más clara. Me recordó un tapetum, la superficie brillante que desarrollan algunos animales nocturnos para aumentar su visión en la oscuridad. Llenó una botella de agua en el grifo, se puso en cuclillas delante de mí e inclinó la botella para acercármela a la boca. Bebí hasta que el agua corrió por mi barbilla. Tosí y puse una mueca de dolor, porque al toser me crujió la cabeza.
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