Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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Después subió al carruaje que esperaba. Con una sacudida, el pesado vehículo se puso en marcha, salió del patio y empezó a rodar por la carretera.

Los Scott y Quentin se quedaron en la puerta saludando hasta que el carruaje desapareció en una curva y el verdor del bosque se lo tragó. Por un breve instante, sir Walter creyó ver un brillo húmedo en los ojos de su sobrino.

No solo Mary de Egton y su doncella, sino también la familia Scott, había vivido por unas horas en un ambiente de despreocupación y había podido olvidar el duelo y las tribulaciones de los días precedentes.

Con la despedida de lady Mary volvía la vida cotidiana, y con ella el temor.

8

– ¿Qué espera de mí?

El rostro de Charles Dellard no reflejaba benevolencia ni compasión. Al contrario, sir Walter tenía la impresión de que el inspector se sentía secretamente complacido al comprobar que sus sombrías predicciones se habían hecho realidad tan pronto.

– ¿Que qué espero de usted? -repitió sir Walter. En el despacho de la guardia de Kelso hacía calor y el ambiente estaba cargado. Quentin, que acompañaba, como siempre, a su tío, tenía la frente perlada de sudor-. Espero que atienda a sus deberes e investigue este suceso como merece.

– Como ya dije, el asunto no entra en mis atribuciones. El sheriff Slocombe, como representante de la ley, es la persona autorizada para investigar el accidente del puente…

– No fue un accidente -le contradijo sir Walter con decisión-. Fue un atentado premeditado dirigido contra mi sobrino y contra mí. Lady de Egton y su doncella estaban sencillamente en el lugar y el momento equivocados.

– Ya me lo ha dicho antes. Pero no existe ningún indicio que lo apoye.

– ¿Cómo que no? ¿No me advirtió usted mismo en nuestro último encuentro que me encontraba en peligro? ¿Que debía apartarme del caso?

Dellard no contestó enseguida, sino que pareció escoger cuidadosamente sus palabras.

– Bien, sir -dijo entonces-, supongamos que tiene razón. Partamos de la base de que este terrible suceso no fue un desgraciado accidente, sino la obra de los criminales que también son responsables de la muerte de Jonathan Milton y del incendio de la biblioteca. ¿Qué espera de mí? -preguntó de nuevo-. Ya le dije que estoy tras la pista de estos criminales. ¿Qué más podría hacer?

– Podría, por ejemplo, decirme de una vez quién es esa gente -propuso sir Walter-. ¿Por qué son tan fanáticos que no les importa sembrar su camino de cadáveres? ¿Qué oculta usted?

– Lo lamento, sir -respondió Dellard con expresión impenetrable-, pero no estoy autorizado a darle información sobre este asunto.

– ¿No? ¿Aunque hayan atentado contra la vida de mi sobrino y la mía? ¿Aunque una joven dama que, por cierto, es noble, haya estado a punto de morir? ¿Aunque haya habido una víctima mortal?

– Le he comunicado todo lo que debe saber. Le dije que para usted era más seguro permanecer en Abbotsford y esperar allí hasta que mi gente y yo hubiéramos llegado al final de este asunto. Estamos a punto de solucionar el caso y de capturar a los responsables. Pero es importante que se atenga a mis instrucciones, sir.

– ¿Sus instrucciones? -preguntó sir Walter airadamente.

– Mis encarecidos ruegos -rectificó Dellard diplomáticamente; pero el fulgor que brillaba en sus ojos revelaba que habría podido utilizar también vocablos muy distintos si su disciplina no le hubiera frenado.

– De modo que sigue negándose a revelarnos nada sobre el caso. A pesar de todo lo que ha ocurrido.

– No puedo hacerlo. La seguridad de los ciudadanos de este territorio tiene absoluta prioridad para mí, y no haré nada que pueda ponerla en peligro. De ningún modo permitiré que un civil…

– ¡Este civil ha estudiado derecho! -exclamó sir Walter tan fuerte que Quentin dio un respingo. De pronto la figura habitualmente tan afable de su tío había adquirido un carácter hosco e intimidador-. ¡Este civil ha sido durante varios años sheriff de Selkirk! -continuó-. ¡Y este civil tiene derecho a saber quién atenta contra su vida y quién amenaza la paz de su casa!

Durante unos segundos, que a Quentin le parecieron eternos, los dos hombres permanecieron frente a frente mirándose, separados solo por el antiguo escritorio de madera de roble.

– Muy bien -dijo Dellard finalmente-. Por respeto hacia su persona y a la consideración de que goza tanto aquí como ante la Corona, me inclinaré y le pondré al corriente del asunto. Pero le prevengo, sir Scott: saber demasiado puede ser peligroso.

– Ya han atentado contra mi vida en una ocasión -replicó sir Walter, furioso-. En ese suceso un hombre murió y dos jóvenes damas escaparon con vida por muy poco. Quiero saber de una vez en qué posición me encuentro.

– No dirá que no le he avisado -dijo el inspector en un tono tan siniestro que a Quentin se le puso la piel de gallina-. Nuestros adversarios son tan desalmados como astutos; por ello es imprescindible actuar con la máxima prudencia.

– ¿Quiénes son? -preguntó sir Walter, impertérrito.

– Rebeldes -replicó Dellard escuetamente-. Campesinos y otras gentes del pueblo insatisfechas con un destino del que solo ellos son culpables.

– ¿De qué está hablando?

– Hablo de que el gobierno, desde hace algunos años, está haciendo todo lo posible para civilizar esta tierra dejada de la mano de Dios y de que, por parte de la población, se le ponen continuamente obstáculos en el camino. Y esto sucede a pesar de que a esta gente no le podía pasar nada mejor que les sacaran de estos yermos para reasentarlos en la costa, donde hay tierra fértil y trabajo, ciudades en las que puede llevarse una vida que merezca ese nombre.

– Si está aludiendo a las Highlands Clearances… -empezó sir Walter.

– ¡Eso hago justamente! Hablo de derrochar el dinero de los impuestos de honrados ciudadanos para facilitar una vida mejor a unos testarudos escoceses. ¿Y cómo lo agradecen? Con revueltas, crímenes y asesinatos.

Con el alma en vilo, Quentin seguía la conversación, que iba degenerando progresivamente en disputa. Sabía que Dellard, con su frívolo discurso, estaba tocando un punto sensible en el temperamento normalmente equilibrado de su tío.

Naturalmente, también Quentin estaba informado de las acciones de evacuación de población que se desarrollaban en las tierras altas desde hacía ya varios años. Seducidos por las promesas de los ricos criadores de ovejas, que se declaraban dispuestos a pagar altos arrendamientos por sus terrenos, muchos terratenientes habían aceptado desalojar a los hombres que habitaban sus tierras. Los lugareños eran forzados a abandonar su hogar y trasladarse a regiones costeras, y no era raro que a quien se negaba a hacerlo le quemaran la casa con él dentro. La situación era particularmente conflictiva en el condado de Sutherland, donde el inglés Granville imponía su ley y los representantes judiciales tenían el apoyo de los militares. Sir Walter se había declarado repetidamente contrario a los reasentamientos, pero sus opiniones no habían encontrado eco entre los implicados, reacción en la que sin duda influía que muchos nobles escoceses defendiesen las medidas, que llenaban sus bolsillos.

– No tengo ningún inconveniente en llamar a las cosas por su nombre, inspector -dijo sir Walter, que parecía contenerse con dificultad-, pero no me gusta que se distorsionen. En el curso de las evacuaciones en las tierras altas, muchos campesinos escoceses fueron y son deportados con métodos brutales y contra su voluntad de sus tierras ancestrales para ser trasladados a la costa; y todo eso solo para que sus antiguos señores de los clanes puedan arrendar la tierra a ricos criadores de ovejas del sur.

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