Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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– ¿Está usted prometida a un hombre al que ni siquiera conoce? -preguntó Quentin, incrédulo-. ¿A alguien a quien nunca ha visto?

– En los círculos de donde procedo, esto es lo habitual -replicó Mary-, y como buena hija debo inclinarme ante la voluntad de mi familia, ¿no le parece?

– Desde luego -dijo Quentin, y volvió a sonrojarse-. Lo siento, no quería ofenderla.

– No me ha ofendido, mi querido señor Quentin -dijo ella, y por un breve instante sus miradas se cruzaron-. A veces los extraños pueden comprendernos mejor que las personas que nos son próximas -continuó-, pero esto no importa ahora. Me he acomodado a los deseos de mi familia y encontraré un nuevo hogar en el castillo de Ruthven. Lo único que lamento es que casi todo lo que traía conmigo de mi antigua vida se ha hundido en las aguas del río.

– Debe de ser terrible perderlo todo -dijo compasivamente lady Charlotte-. Vestidos y joyas, todo lo que una lady más aprecia.

– No lo lamento por mis vestidos -aseguró Mary-, pero echo en falta mis libros. Aunque debería estar contenta de haber salido con vida. No sé si pueden comprenderlo, pero tengo la sensación de haber perdido a unos buenos amigos.

– Naturalmente que lo comprendo -le aseguró sir Walter-. Posiblemente nadie pueda comprenderlo mejor que yo. Una buena novela es, de hecho, como un amigo, ¿no es cierto?

– Es verdad.

– ¿Qué estaba leyendo últimamente?

– Una novela muy emocionante que se desarrolla en la Edad Media inglesa. Se llama Ivanhoe.

– ¿Y bien? ¿La entretuvo el libro? -preguntó sir Walter sin mover una ceja.

– Desde luego -confirmó Mary-. El novelista que redactó la obra, por otra parte, es un escocés.

– ¿Un escocés? ¿Le conozco tal vez?

– Diría que sí, sir Walter -replicó Mary sonriendo-; porque a pesar de que el autor de la novela ha preferido permanecer anónimo, sé muy bien que fue usted quien la escribió.

No era fácil que sir Walter se quedara sin palabras, pero en esta ocasión se quedó realmente mudo de estupefacción.

Aunque no le gustaba alardear de su condición de escritor, Scott no había podido evitar que en los últimos años menudearan los comentarios acerca de la identidad del creador de las aventuras de Ivanhoe y de otros personajes novelescos; de modo que no intentó negar su autoría, con mayor razón aún porque el elogio de la joven le halagaba.

– Por favor, no se enoje porque no se lo haya dicho enseguida, sir Walter -le rogó Mary-. No lo he hecho por falta de respeto, pues considero que sus novelas son obras maestras. He leído todas las que he podido procurarme, y no conozco a nadie que pueda vestir con palabras los sentimientos de los tiempos pasados de una forma tan cautivadora como usted. Al leer sus libros, una tiene la impresión de que siente como sus héroes, de que en su pecho late un corazón que no ha olvidado valores como la dignidad y el honor, tampoco en estos tiempos.

Sir Walter estaba acostumbrado a ser criticado. En Edimburgo existían no pocos autodenominados especialistas que creían reconocer en sus obras tal o cual defecto y se erigían en jueces de su arte; nunca había recibido un cumplido que pareciera llegar de tan hondo como el de lady Mary.

– Se lo agradezco, milady -dijo con sencillez.

– No, sir, yo se lo agradezco a usted; pues sus novelas me han ayudado a no perder la esperanza en estos últimos años y siempre me han acompañado, incluso aquí, en una tierra extraña.

– Si mis novelas le han gustado, lady Mary, si la han emocionado, no es usted una extraña en esta tierra. -Sir Walter sonrió, y su voz tembló un poco cuando continuó diciendo-: Como podrá comprobar, en Abbotsford no faltan libros precisamente. Si me lo permite, será para mí un placer ofrecerle algunos ejemplares de mi biblioteca.

– Es muy amable de su parte, sir, pero no puedo aceptarlo de ningún modo. ¡Demasiado ha hecho ya por mí!

– Acéptelos tranquilamente, hija mía -dijo lady Charlotte, y una sonrisa divertida se dibujó en su dulce rostro-. Si mi esposo ha decidido separarse de algunos de sus queridos libros, debería aprovechar la ocasión enseguida antes de que vuelva a la razón y cambie de opinión.

Todos rieron, y más que nadie la víctima de la broma. Al resplandor de las velas, los contertulios siguieron charlando mientras las sirvientas traían el siguiente plato.

En torno a la mesa se intercambiaron ideas y se disfrutó de momentos de despreocupación; por unas horas pareció que las oscuras nubes que se habían acumulado sobre Abbotsford se hubieran disipado.

A la mañana siguiente, Mary de Egton y su doncella partieron de Abbotsford.

Como, por desgracia, su carruaje estaba destrozado, sir Walter había hecho enganchar uno de sus tiros de cuatro caballos y lo había puesto a disposición de las mujeres para el viaje. El cochero lo devolvería en cuanto hubiera dejado a lady Mary y a su doncella a salvo en Ruthven. Además Scott envió a dos sirvientes a caballo como escolta, no tanto porque temiera que las damas pudieran ser víctimas de un asalto, sino porque no quería que sintieran ningún temor. El cadáver de Winston Sellers fue llevado de vuelta a Egton, donde descansaría en paz cerca de su familia.

– ¿Cómo podría darle las gracias, sir Walter? -preguntó Mary mientras se despedían ante el portal de piedra de Abbotsford-. Ha hecho por nosotras más de lo que nunca podré pagarle.

– No me lo agradezca, lady Mary -replicó Scott-. Me he limitado a cumplir con mi deber.

– Ha hecho mucho más que eso, igual que su esposa y su sobrino. Todos ustedes nos han acogido con una extraordinaria amabilidad y nos han vuelto a dar esperanza después de esos espantosos acontecimientos. Solo deseo que algún día pueda devolverles todo esto.

– Será mejor que no lo espere, milady -dijo sir Walter enigmáticamente. Luego llamó con un gesto a uno de sus sirvientes, que llevaba consigo un gran libro encuadernado en cuero-. Si me lo permite, querría darle también esto para el camino.

– ¿Qué es?

– Es un tratado sobre la historia de nuestro país, desde los pictos, pasando por el destino de los clanes, hasta la batalla de Culloden. Si quiere aprender a conocer Escocia y a sus hombres, debe leer este libro.

El sirviente entregó el pesado volumen a Mary, que lo cogió con cuidado y lo hojeó. Era un libro antiguo, sin duda de más de cien años; Mary no se atrevió a calcular su valor.

– No puedo aceptarlo, sir -dijo finalmente-. Le estaba diciendo cuánto le debo; ya me ha dado tantos de sus libros, ¿y ahora además quiere regalarme este?

– Sé que con usted estará en buenas manos, lady Mary. En sus ojos no veo la superioridad y los prejuicios con que llegan a nuestra tierra escocesa muchos visitantes del sur. Las diferencias entre ingleses y escoceses no deberían prolongarse por más tiempo. Somos un país, un reino. Y si este libro puede contribuir en algo a ello, estaré encantado de regalárselo.

Mary sintió que no tenía sentido oponerse. Cortésmente se inclinó y prometió conservarlo como un tesoro.

Luego llegó el momento de la despedida.

Aunque había pasado poco tiempo en Abbotsford, a Mary le fue difícil separarse de los románticos miradores y las torres de piedra, en los que se había encontrado como en su casa. Aquel era un mundo en el que se había sentido a gusto y que, fuera de esos muros, ya no parecía existir. Un mundo en el que todavía había dignidad, valor y honor y en el que las personas no eran juzgadas por sus títulos sino por sus corazones.

Mary se despidió de sir Walter y de lady Charlotte, y finalmente de Quentin, que en el momento del adiós no pudo mirarla a los ojos. Y aunque no era algo habitual, se despidió también de la servidumbre, agradeciendo cada una de las amabilidades con que la habían obsequiado.

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