Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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– No me lo agradezca demasiado -replicó sir Walter, y de nuevo una sombra pareció cruzar por su rostro-. Quentin y yo solo hicimos lo que exigían las circunstancias. Pero antes de cenar, recemos y demos gracias al Señor. Y pensemos también en aquellos que ya no están entre nosotros.

A Mary le pareció que la luz de la chimenea y de las velas de los candelabros disminuía de pronto, como si la sombra en los rasgos de sir Walter se extendiera por toda la habitación. La tristeza se apoderó de los corazones de todos los presentes, que inclinaron la cabeza y juntaron las manos en un mudo recuerdo.

– Señor -dijo sir Walter en voz baja-, nosotros no conocemos tus designios y no tenemos entendimiento suficiente para comprenderlos. En tu sabiduría y tu bondad has preservado a estas dos jóvenes de la muerte y las has conducido hasta nosotros sanas y salvas. Rogamos por las almas de aquellos que ya no están entre nosotros. Por Jonathan Milton y Winston Sellers. Ambos cumplieron con su deber hasta el último momento, cada uno a su modo. Acéptalos contigo en tu reino y condúcelos a la justicia eterna. Y protege a los que nos hemos reunido aquí a esta mesa de todo el mal que acecha al borde del camino. Amén.

– Amén -resonó alrededor.

Mary, que había bajado la mirada, levantó los ojos parpadeando.

La habían prevenido contra los escoceses católicos, contra el fanatismo que a veces provocaba en ellos su tendencia a la religiosidad, pero no había apreciado nada de aquello en la oración de sir Walter. Lo que había visto y oído era solo emoción, el dolor compartido de alguien a quien no le importaba si uno era protestante o católico, inglés o escocés. En la imagen del mundo de Walter Scott -y Mary había sacado aquella impresión también de la lectura de sus novelas- se trataba siempre de personas, y no de confesiones o razas.

Mary captó la mirada que le lanzaban desde el otro extremo de la mesa. Era el joven que le había llamado la atención poco antes de que cayera de nuevo en un sueño profundo y del que ahora sabía que era el sobrino de sir Walter.

– He oído que estaba usted muy preocupado por mi estado, joven señor -dijo, dirigiéndole una sonrisa.

– Esto es decir poco. -Lady Charlotte sonrió suavemente-. El buen Quentin ha estado montando guardia todo el tiempo ante su habitación, lady Mary.

– Y mientras lo hacía también lanzaba alguna mirada a su interior -replicó Mary, y la sonrisa que le dirigió hizo que la pálida cara de Quentin se ruborizara.

– Per… perdone, milady -balbuceó-. No era mi intención avergonzarla.

– Y no era mi intención avergonzarle, estimado señor Quentin -replicó ella-. Al contrario, Kitty y yo le debemos mucho. Según me han dicho, fue usted quien tuvo la idea salvadora de la cuerda.

– Bien, yo…

Quentin no sabía qué debía replicar a aquello. Tímidamente, apartó la mirada y removió la sopa con la cuchara de plata. La sopa cazadora era uno de sus platos preferidos, pero aquel día le era casi imposible tragar una cucharada; por un lado, porque el reciente descubrimiento de sir Walter le corroía por dentro como una úlcera, y por otro, porque la encantadora compañía de lady Mary se encargaba de hacerle actuar como un completo necio.

El gallardo Edwin Miles, que en Edimburgo había frecuentado ya los círculos distinguidos de la sociedad, no tenía tantos problemas como él. El joven carraspeó ligeramente y luego, con un gesto galante, alzó su vaso para hacer un brindis.

– Aunque no soy el señor de la casa, sino solo un huésped indulgentemente soportado, querría permitirme un brindis. Bebamos a la salud de estas dos jóvenes damas que el Señor ha conducido sanas y salvas hasta nosotros. Y naturalmente por sir Walter y Quentin, que han tenido una no desdeñable participación en ello.

– Por sir Walter y Quentin -dijo Mary, y alzó igualmente su vaso.

También Quentin, que por fin sabía cómo tenía que comportarse, quiso levantar su copa, pero al hacerlo rozó con el codo el vaso de sir Walter y lo derribó, derramando el borgoña sobre el inmaculado mantel.

Lady Charlotte dejó escapar una risa benévola; Kitty rió entre dientes, divertida por su torpeza, y Edwin Miles, que tenía, con todo, suficiente mundo para contener la risa, se tapó la boca con la mano. Quentin habría deseado que la tierra se lo tragara.

¿Por qué había tenido que abandonar Edimburgo y lanzarse en busca de aventuras? Porque eso era, principalmente, lo que había buscado. Le dolía estar siempre sentado en casa escuchando relatos acerca de los grandes actos de sus hermanos. Sin embargo, en ese instante deseaba con todas sus fuerzas encontrarse de vuelta con su familia. Ese no era su mundo; no lo era en absoluto. A más tardar después del incendio de la biblioteca, debería haber reconocido las señales y volver a Edimburgo. Ladrones encapuchados que acechaban al borde de las carreteras, puentes que se derrumbaban y asesinos a sueldo; todo aquello era más de lo que un espíritu sencillo podía encajar. Y por si eso no bastara, ahora había aparecido esa mujer que ponía todo su mundo patas arriba. En su presencia se comportaba como un patán.

Ahí estaba, sentado a la mesa rojo como un pimiento, cuando el joven Miles, como si extrajera alguna ventaja personal de hurgar aún más en la herida, dijo refocilándose:

– Vaya, me parece que nuestro buen Quentin está un poco torpe esta noche.

– ¿Y qué importa? -replicó Mary enseguida-. Tal vez el joven señor Quentin no ande sobrado de habilidad en la mesa, pero ayer demostró poseer toda la presencia de ánimo y todo el valor que una mujer pueda desear hallar en un hombre.

La sonrisa que le dirigió fue tan amistosa y cautivadora que Quentin se sintió mejor instantáneamente, y Edwin se batió en retirada como un perro ladrador al que acaban de pisar la cola.

– Según me ha dicho mi esposa, se ha interesado usted mucho por la biblioteca, ¿no es cierto, lady Mary? -intervino sir Walter para cambiar de tema.

Los comensales habían acabado el primer plato y las sirvientas retiraron los servicios. Del estrecho corredor que desembocaba en la cocina, llegaba ya el olor fuerte y dulzón del asado de faisán con salsa de bayas.

– Es verdad. -Mary asintió con la cabeza-. Tiene usted una colección realmente impresionante, sir. Si me lo permite, me gustaría volver cuando tenga tiempo libre, para disfrutarla con más calma.

– Pues eso no es nada -intervino Quentin quizá demasiado rápido, aunque en esta ocasión consiguió, al menos, enlazar dos frases seguidas-. Lo que ha visto era solo la biblioteca de consulta. La verdadera biblioteca es aún mucho mayor. Si mi tío me lo permite, podría hacerle de guía y mostrársela, lady Mary.

– Naturalmente que lo permito -dijo sir Walter-. Ya le he dicho a lady Mary que debe sentirse como en su casa en Abbotsford.

– Gracias, señores. Es una agradable sensación sentirse en casa. Porque en realidad puede decirse que en este momento no tengo un hogar.

– ¿Cómo debemos entender eso?

– Cuando ocurrió esa terrible desgracia, me encontraba de camino a Ruthven, donde espero encontrar un nuevo hogar; pues, cumpliendo los deseos de mis padres, debo casarme con el joven laird de Ruthven.

Quentin se quedó atónito. Sencillamente no quería dar crédito a sus oídos. ¿Esa criatura hechizadora estaba ya comprometida e iba a casarse con un joven noble? Los sueños con olor a rosas de Quentin, las esperanzas que se había forjado durante unos breves momentos se desvanecían de golpe en el aire.

– Disculpe mi franqueza, milady, pero por la forma en que lo dice, no parece que sea también su voluntad casarse con el laird de Ruthven -dijo sir Walter.

– Si le he dado esta impresión, lo lamento -replicó enseguida la joven con elegancia-. No soy quién para poner en cuestión la decisión de mis padres. De todos modos, aún no conozco al laird de Ruthven, de modo que no sé qué me espera.

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