Y entonces resonó un gemido estremecedor.
Sir Walter miró hacia el puente y fue testigo de un suceso increíble.
Los ocupantes del carruaje, que apenas acababan de escapar a los ladrones, se enfrentaban ahora a un nuevo y mortal peligro. Porque cuando el vehículo llegó al centro del puente, la estructura se derrumbó sobre sí misma.
Desde la posición en que se encontraba, sir Walter no pudo ver dónde había empezado el derrumbe. Con un potente crujido, uno de los puntales cedió. El enorme peso que descansaba sobre los pilares y las vigas de madera que se elevaban sobre las aguas del Tweed ejerció así presión sobre un solo lado. La estructura se desequilibró, y con un terrible estruendo el puente se derrumbó sobre sí mismo.
Justo al lado del carruaje, las vigas se partieron. En el punto de rotura, los maderos de la calzada cedieron, se precipitaron a las profundidades y fueron arrastrados por las espumeantes aguas del río. Las ruedas del coche se hundieron en los agujeros que habían dejado los maderos que faltaban, y la rápida carrera de los caballos quedó bruscamente interrumpida.
Los animales relincharon asustados y su frenética huida se detuvo en seco. Llenos de pánico, tiraron violentamente de sus arneses, impulsados por los gritos estridentes del cochero, que desde su elevado puesto apenas podía comprender qué había ocurrido. En ese instante, toda la construcción central del puente cedió. En una auténtica reacción en cadena, los pilares y las vigas de carga se rompieron como ramas podridas, y el puente se partió por el centro.
Las vigas maestras se quebraron con un crujido espantoso, y la calzada de maderos se abrió y se hundió en las profundidades. La grieta se hacía cada vez más grande. Dominados por el pánico, los caballos relinchaban y trataban de levantarse sobre sus patas traseras, pero los arneses se lo impedían. Parte del suelo había desaparecido bajo sus patas y los animales braceaban ahora en el vacío.
Mientras una mitad del puente se derrumbaba sobre sí misma con un ruido atronador, la parte sobre la que se encontraba el carruaje permaneció unida aún con el borde del barranco. Uno de los pilares resistía con firmeza a las leyes de la física, pero era solo cuestión de tiempo que cediera a la presión. Otras vigas se rompieron, y el camino de madera se inclinó hacia un costado.
El carruaje se deslizó hacia abajo y golpeó contra la barandilla, que de momento resistió el impacto. Una sacudida recorrió el vehículo, y el cochero, que se había sujetado desesperadamente al pescante, perdió el equilibrio. Sus manos se agitaron en el vacío, y gritando, cayó de cabeza al abismo, donde el río se lo tragó.
Los dos caballos, que seguían braceando desesperadamente, retenidos por los arneses, tiraron con violencia del carruaje. La pluma se rompió, y los animales siguieron a su cochero a una muerte segura. En su caída partieron otra viga, y el último pilar que quedaba en pie se inclinó chirriando. Sostenido solo por la deteriorada baranda, el carruaje se balanceó dramáticamente, inclinado sobre el abismo. De su interior surgían gritos estridentes.
– ¡No! -gritó horrorizado sir Walter, que hasta ese momento había confiado en que no viajara nadie en el carruaje. Reflexionando febrilmente, trató de encontrar un modo de ayudar a los ocupantes.
Kitty gritaba fuera de sí.
En el instante en que la calzada del puente se había derrumbado y el carruaje se había deslizado varios metros hacia las profundidades, un grito estridente y prolongado que parecía no tener fin había surgido de su garganta. Mary, en cambio, se esforzaba en conservar la calma, lo que no era precisamente fácil en aquellas circunstancias.
Primero el carruaje se había hundido casi verticalmente, y luego había volcado de costado. Las dos mujeres habían visto entonces con horror cómo Winston se precipitaba al abismo.
– ¡Dios mío, milady! -chilló Kitty, mientras se aferraba con fuerza a su asiento en el fondo del coche, como si aquello pudiera salvarla.
Mary miró por la ventana lateral y vio la barandilla que separaba al carruaje del abismo y que por el momento aún lo protegía de la caída. La madera corroída por el sol y la lluvia había conocido tiempos mejores, y Mary se preguntó instintivamente cuánto tiempo podría resistir ese peso, sobre todo porque ya podían escucharse unos chirridos y crujidos siniestros.
Con cuidado, para no poner en peligro el frágil equilibrio, se atrevió a moverse un poco más hacia delante y echó una ojeada por la ventana. Con espanto constató que el puente acababa justo ante el carruaje; allí, en el lugar donde la calzada habría debido continuar, solo se veían los extremos quebrados de las vigas maestras. Los caballos habían desaparecido. Los animales debían de haberse precipitado a las profundidades junto con su dueño.
El puente se había partido por el centro, y la otra mitad ya se había derrumbado. Solo un capricho del destino parecía haber preservado de momento ese lado. De todos modos, ese capricho podía llegar a su término en cualquier momento, cuando el último pilar que quedaba en pie cediera. O lo que era aún más probable, cuando la vieja madera de la baranda dejara de aguantar.
A pesar del pánico que sentía, Mary era consciente de que no podían permanecer ni un momento más en el carruaje. «Tenemos que abandonar el coche», fue su primer pensamiento.
– Ven, Kitty.
– No, milady. -La doncella sacudía convulsivamente la cabeza; lágrimas de pánico caían por sus mejillas-. No puedo.
– ¡Sí puedes! Sé que puedes hacerlo, Kitty.
La doncella seguía sacudiendo la cabeza tozudamente, como una niña pequeña.
– Moriremos -sollozó-, igual que Winston.
– No, no moriremos -la contradijo Mary en tono resuelto. La expresión de su rostro no tenía ya nada de la distinción de una lady de casa noble. La determinación había hecho que las venas, hinchadas, resaltaran en su frente pálida, y sus ojos dulces revelaban ahora una férrea voluntad de supervivencia-. Tenemos que abandonar el carruaje, Kitty. Si nos quedamos aquí, moriremos.
– Pero… pero… -balbuceó la doncella, que estaba blanca como la cera y temblaba como una azogada. Lágrimas de miedo habían borrado todo rastro de su habitual carácter despreocupado.
También Mary sentía que el corazón iba a estallarle en el pecho; tenía la sensación de que en cualquier momento el suelo desaparecería bajo sus pies, tanto en sentido literal como figurado. Con una disciplina férrea, se esforzó, sin embargo, en recuperar su aplomo y hacer lo único que podía salvarles la vida a su doncella y a ella.
Lentamente se arrastró hacia arriba sobre el banco, hacia el otro lado del carruaje, acompañada por los constantes crujidos de la baranda. De algún modo consiguió descorrer el cerrojo y empujar la puerta hacia arriba. Sobre ella apareció el cielo azul.
– Vamos, Kitty -susurró a su doncella-. Subamos.
– Vaya usted, milady. Yo me quedaré aquí.
– ¿Para hacer qué? ¿Para morir? -preguntó Mary con dureza-. Ni hablar. Vamos, afuera.
– ¡No, milady, por favor!
– ¡Maldita sea! ¡Vas a moverte de una vez, mocosa malcriada! -la increpó Mary, y aunque el tono y las palabras eran más propios de un afilador de cuartel que de una dama, no dejaron de causar el efecto buscado.
Kitty abandonó, titubeante, el rincón donde había permanecido agazapada y cogió la mano de Mary para trepar al exterior del carruaje. De repente se escuchó un fuerte crujido. Mary se dio cuenta, horrorizada, de que la baranda cedía y se doblaba bajo el peso del coche.
Entonces resonó un crujido seco. Uno de los largueros se rompió, y el carruaje se inclinó un poco más hacia el abismo. Pero la baranda aún no había capitulado definitivamente en aquel combate perdido de antemano, y el pesado vehículo seguía aún, literalmente, colgado de un hilo.
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