Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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Temblando, Kitty miró hacia las profundidades que se abrían tras la ventana.

– Rápido -susurró Mary, y la cogió de la mano para atraerla hacia sí y ayudarla a trepar al exterior del coche.

Kitty se movía con torpeza, estorbada por su vestido de seda. Con una mezcla de paciencia y suave violencia, Mary consiguió empujar a su doncella al exterior. Y después de lanzar una última mirada al vacío que se abría a sus pies, abandonó también el carruaje. Las delicadas manos de Kitty se tendieron hacia ella y la ayudaron a subir. Con los miembros temblorosos, Mary se izó, y a pesar de su amplio vestido, consiguió salir por la abertura por la abertura. Temblando de arriba abajo, las dos mujeres se encontraron acurrucadas sobre la inclinada pared lateral del carruaje; en ese instante comprendieron hasta qué punto era desesperada su situación.

Solo uno de los pilares del puente permanecía intacto y soportaba el último tramo de la calzada, sobre el que se encontraba el carruaje, pero el soporte ya estaba doblado y pronto cedería, arrastrando al abismo al resto del puente, y con él al coche. Consternada, Mary levantó la mirada hacia el borde del abismo. La calzada de madera del puente había caído de lado y colgaba oblicuamente sobre el precipicio; parecía pender solo de unas pocas fibras de madera. Si se rompían, todo habría acabado. Mary percibió el rumor que ascendía de las profundidades, oyó claramente el crujido del pilar, que no soportaría mucho tiempo más la carga.

– Oh, milady -gemía Kitty, mientras miraba horrorizada hacia el abismo-. Milady, milady…

Lo repetía como un conjuro, mientras lágrimas amargas caían por sus mejillas. Mary buscó, desesperada, una salida, pero se vio forzada a reconocer que no había ninguna. No tenían ninguna oportunidad de llegar a la otra orilla, y tampoco podían volver atrás. Un movimiento torpe, un paso en falso, y el pilar cedería.

El miedo y el pánico que antes había combatido con tanto éxito, se apoderaron ahora también de ella. Mary y su doncella se cogieron de las manos para proporcionarse consuelo en los últimos minutos -tal vez los últimos segundos- de su vida. Ambas estaban tan asustadas que no pudieron ver cómo llegaba la salvación, bajo la modesta forma de una cuerda.

Desconcertada, Mary miró fijamente el final de la soga, que formaba un lazo. Instintivamente la sujetó y levantó la mirada hacia el borde del barranco, de donde había llegado. No se veía a nadie, pero un instante después, lanzaron una segunda cuerda. También en este caso, el extremo formaba un lazo.

Una voz apremiante resonó en lo alto:

– ¡Rápido! ¡Rodéense con los lazos!

Mary y Kitty intercambiaron una mirada asombrada. Luego hicieron lo que la voz les ordenaba; pasaron los brazos por dentro de los lazos y se los ciñeron en torno al cuerpo. ¡Justo a tiempo!, porque un instante después la baranda del puente cedía.

Con un sonoro crujido, la desgastada madera se quebró, y el carruaje sobre el que estaban agachadas las dos mujeres se deslizó sobre los maderos inclinados, cayó al vacío y se sumergió en las turbulentas aguas del río.

Mary y su doncella gritaron al sentir que perdían el apoyo bajo sus pies. Por un instante temieron ser arrastradas también al abismo, pero las cuerdas las sostuvieron. Al mismo tiempo sintieron que tiraban de ellas hacia arriba, mientras por debajo el resto del puente, que había perdido por completo la estabilidad, se desmoronaba chirriando.

El gemido del pilar y el ruido de la madera al quebrarse ahogaron el estridente grito de Kitty. Petrificadas por el espanto, las dos mujeres vieron cómo el resto del puente se separaba del borde de la pared y con un estruendo infernal se precipitaba a las profundidades, mientras ellas se balanceaban impotentes sobre el abismo, entre la vida y la muerte.

Pero fuera quien fuese quien aguantaba aún el extremo de la cuerda, no parecía tener intención de soltarla. Bamboleándose sobre el abismo, Mary de Egton y su doncella fueron izadas lentamente, palmo a palmo.

Los gritos de Kitty se extinguieron, y sus habitualmente sonrosados rasgos adoptaron un tono verdoso. Un instante después, perdió el conocimiento; la impresión y el horror de los acontecimientos habían sido demasiado para la doncella. Inmóvil, Kitty colgaba en su lazo, que tiraba a sacudidas de ella, arrastrándola hacia arriba.

Mary aún se mantuvo consciente el tiempo suficiente para vivir la llegada al protector borde de la pared. Con manos temblorosas palpó la roca. Desde arriba, unas manos abrazaron sus muñecas y la ayudaron a alcanzar suelo seguro.

Agotada, se dejó caer en el polvo. Su respiración era irregular, el corazón le latía desbocado, y se dio cuenta de que también iba a perder el conocimiento.

Había visto el final ante sí y apenas podía creer que se había salvado. Le parecía un milagro, y solo quería dirigir una mirada a su misterioso salvador antes de perder por completo la conciencia.

Un rostro apareció sobre ella. Pertenecía a un joven de rasgos un poco ingenuos, pero francos y simpáticos, qué la miraba preocupado.

A este se añadió un segundo rostro, cuyo propietario era unos años mayor. Un mentón ancho de aspecto enérgico adornaba una faz enmarcada por cabellos de un color gris pálido. El escrutador par de ojos despiertos y claros que la miraban de frente podía pertenecer tanto a un erudito como a un poeta.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó el hombre, y mientras sus sentidos se enturbiaban, Mary fue consciente de que conocía esa cara.

La había visto en el libro que había leído y que trataba de los hechos valerosos del caballero Wilfred de Ivanhoe. Cuando la inconsciencia cayó sobre ella como un saco grueso y oscuro, pensó que su misterioso salvador no podía ser sino el propio sir Ivanhoe…

7

Cuando Mary abrió los ojos de nuevo, aparentemente no había cambiado nada. La cara seguía flotando sobre ella y miraba preocupada hacia abajo.

– No sé -susurró suavemente-. O bien estoy muerta y en el cielo, o…

– No está muerta, hija mía -dijo la cara iluminada por una dulce sonrisa-. Y esto tampoco es el cielo. Aunque me he esforzado mucho para hacer este lugar lo más agradable posible.

La joven parpadeó, y enseguida se rehízo un poco de su aturdimiento. Estupefacta, constató que ya no se encontraba al aire libre. Estaba tendida en una cama blanda en una amplia habitación, con el techo soportado por vigas de madera decoradas con tallas. Un entablado de madera oscura revestía las paredes y el olor a cera impregnaba el aire.

A través de la ventana, en la parte opuesta de la habitación, el sol penetraba a raudales inundando el espacio con esa luz cálida y amable que solo la primavera puede traer consigo. Un dulce olor llegaba desde fuera: el aroma de unas flores que Mary no conocía, pero que despertaron de nuevo sus ansias de vivir.

Primero percibió el entorno como un sueño lejano y extático; pero a cada instante que pasaba, aumentaba en ella la conciencia de que no se encontraba de ningún modo muerta y en el cielo, sino que era la vida, la realidad, lo que la rodeaba. Y eso significaba también que el hombre que se encontraba de pie junto a su cama y la miraba desde arriba con preocupación no era un ángel sino un ser de carne y hueso. Su heroico salvador…

– No es usted sir Ivanhoe -constató sonrojándose.

– No exactamente.

El hombre del cabello blanco sonrió. Tenía un marcado acento escocés, sin que eso le hiciera parecer rústico. De hecho, Mary tuvo la impresión de que se encontraba ante un perfecto gentleman.

– Por favor, perdone que no haya podido presentarme aún -dijo-. Mi nombre es Walter Scott, milady. A su servicio.

– ¿Walter Scott?

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