Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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– ¡No! -gritó debatiéndose furiosamente, y alargó la mano hacia Mary para tocarla por última vez.

– ¡Quentin! -gritó ella. Su mirada angustiada buscó la suya, y sus ojos se encontraron para ofrecerse, por un breve instante, paz y consuelo.

– Lo siento mucho, Mary -exclamó-. ¿Me oyes? ¡Lo siento muchísimo!

– No tienes por qué, Quentin. Has hecho todo lo que podías por mí, e incluso más. Te amo…

– Conmovedor -se burló Malcolm de Ruthven-. Veo que por fin has encontrado a tu alma gemela, querida Mary. Por desgracia tu reciente felicidad no tiene futuro, porque dentro de unos instantes la luna se habrá oscurecido. Entonces empezará mi era, Mary de Egton, y la tuya terminará.

– Y me parece bien, Malcolm de Ruthven -replicó Mary con una calma helada-, porque no deseo vivir en tu era.

Atribulado, Quentin miró hacia el cielo. Malcolm tenía razón. La luna se había ensombrecido tanto que ya solo se distinguía un disco desvaído contra la negrura de la noche. Las estrellas habían desaparecido detrás de unas nubes oscuras, y en la lejanía podía oírse el retumbar de los truenos, que hacían que la noche pareciera aún más lúgubre. Un viento helado se levantó y barrió el círculo de piedras. Dentro de unos instantes la conjunción sería completa.

Malcolm levantó la espada y la sujetó con ambas manos para abatirla con terrible impulso contra su víctima inerme. Sus partidarios iniciaron una siniestra cantinela en una lengua ruda y monstruosa que Quentin no entendió. Las voces se imponían al bramido del viento y al retumbar de la tormenta que se acercaba.

– ¡No! -aulló, y otra vez luchó con furia desesperada contra los esbirros que le sujetaban; pero los encapuchados lo agarraron con firmeza y, sin que pudiera hacer nada por evitarlo, lo arrastraron de nuevo junto a su tío, que tenía también el horror escrito en el rostro.

– ¡No, Ruthven! -gritó Walter Scott con todas sus fuerzas-. No lo haga…

Era como una pesadilla.

De pronto los acontecimientos parecían desarrollarse con una lentitud viscosa, y Quentin tuvo la sensación de que a su alrededor todo se difuminaba. Como si su conciencia se hubiera enturbiado para no tener que soportar la terrible realidad, para no tener que ver cómo la hoja de la runa acababa cruelmente con la vida de la mujer que amaba.

Enfrentada a una muerte próxima, Mary le había reconocido su amor, el amor proscrito de una noble hacia un burgués.

Pero ¿qué podía hacer contra la desgracia que se abatía sobre ella con la violencia de una tormenta?

Una mirada al cielo…

El eclipse de luna se había completado.

Envuelto en nubes, el disco oscuro destacaba en el cielo, rodeado por el resplandor centelleante de los rayos que descargaban del manto de la noche.

Había llegado el momento que la Hermandad de las Runas esperaba desde hacía más de medio milenio. El canto de los sectarios aumentó de intensidad en un crescendo atronador.

Y Malcolm de Ruthven actuó.

De golpe, la percepción de Quentin volvió a hacerse clara, tan clara como nunca antes en su vida. Con nitidez cristalina vio al jefe de la secta de las runas de pie a la luz de las antorchas mientras levantaba la espada, y por una fracción de segundo el tiempo pareció detenerse. Quentin se quedó mirando, petrificado, y con los ojos dilatados de horror vio cómo Malcolm de Ruthven se disponía a descargar el golpe mortal.

En ese instante sucedió algo inesperado.

Un fortísimo trueno retumbó e hizo temblar el círculo de piedras. No pocos de los sectarios se lanzaron al suelo asustados. Y en el mismo instante, justo sobre el círculo, se produjo una descarga; un rayo descendió resplandeciente y convirtió la noche en día, y como si la punta de la espada de la runa lo atrajera de forma misteriosa, descargó con espantosa violencia en la antiquísima hoja y alcanzó a Malcolm de Ruthven con fuerza aniquiladora.

El canto de los sectarios se interrumpió. Por un instante se quedaron deslumbrados, y el grito estridente que escapó de Malcolm les hizo ver que el destino había cambiado. Rayos de luz rojos y verdes saltaron en todas dirección, y luego el resplandor se extinguió.

Malcolm, con todo el cuerpo abrasado, se tambaleaba junto a la mesa del sacrificio. La máscara se desprendió de su cara y desveló unos rasgos ennegrecidos y deformados. Con los ojos muy abiertos, el jefe de la secta miraba fijamente ante sí con expresión de incredulidad. Su boca articuló unas últimas palabras roncas:

– Bruce -murmuró-, era el espíritu de Bruce…

Luego se desplomó.

– ¡El hechizo! ¡El hechizo! -gritó uno de los sectarios-. ¡Se ha vuelto contra nosotros!

Un horror sin medida dominó a los hermanos de las runas, extendiéndose entre sus filas con el viento helado y llenando sus corazones de pánico.

Tampoco los guardianes de Quentin se vieron libres de él. Aterrorizados, los hombres aflojaron la presa, y el joven consiguió liberarse y corrió hacia Mary, que yacía inmóvil sobre la fría piedra del sacrificio. ¿La habría alcanzado también el rayo destructor?

«¡No! No, por favor…»

Quentin fue hacia ella y se inclinó sobre su cuerpo, para constatar con indecible alivio que su corazón aún palpitaba.

En ese momento su mirada fue a posarse sobre la espada de la runa, que estaba clavada en el suelo junto a la piedra del sacrificio, y entonces vio también de dónde habían surgido los rayos de luz rojos y verdes: de los luminosos rubíes y las brillantes esmeraldas que estaban incrustados en la empuñadura y habían aparecido bajo el cuero quemado. Sin embargo, no quedaba el menor rastro de la runa que antes había deslucido la hoja de la espada.

La sorpresa de Quentin no tenía límites; pero el joven no pudo dar expresión a su estupefacción, porque en ese instante los acontecimientos se precipitaron. Charles Dellard, que había caído junto al cuerpo de su jefe y había comprobado su muerte, se levantó bufando de ira. Con un movimiento rápido, deslizó su mano derecha bajo la amplia capa y sacó un puñal curvado.

– ¡La bruja debe morir! -vociferó con una energía que podía competir en furia con la de su desdichado jefe, y se dispuso a lanzarse sobre Mary para acabar lo que Malcolm de Ruthven no había podido concluir.

Quentin actuó antes de que su entendimiento pudiera reaccionar o su prudencia pudiera frenarle. Con una agilidad felina, se lanzó hacia delante, saltó sobre la mesa del sacrificio, sobre la que aún yacía, desvanecida, la dama de su corazón y se catapultó contra el agresor. La posibilidad de ser alcanzado por el puñal de Dellard no le preocupaba. La cólera, la frustración y el miedo de los días pasados se abrieron paso y proporcionaron a Quentin una fuerza casi sobrehumana.

En su salto, consiguió sujetar a Dellard, le agarró de la capa y lo derribó. Los dos hombres aterrizaron violentamente en el suelo, unidos en un abrazo mortal e iniciaron una lucha encarnizada por la posesión del arma.

Sir Walter, libre de sus guardianes, que habían puesto pies en polvorosa, se acercó cojeando a la mesa de piedra para correr en ayuda de su sobrino. Entonces, imponiéndose al griterío de los sectarios, un alarido resonó en la noche.

– Quentin -gimió sir Walter, y desesperado miró al cielo en una oración muda. Al llegar a la mesa del sacrificio, donde estaba tendida Mary de Egton, vio la espada, con las piedras que destellaban a la luz de las antorchas, y a los dos hombres inanimados que yacían en el suelo, empapados en sangre.

– Quentin…

Una de las dos figuras se agitó, se incorporó primero solo a medias y miró, aturdida, alrededor, antes de ponerse finalmente en pie. Con indecible alivio, Walter Scott reconoció a su querido sobrino. Dellard permanecía inmóvil en el suelo, con su propio puñal clavado en el corazón.

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