– Hágalo -replicó Mary mordazmente-. Espero con ansia que llegue el momento de poder tomar una buena taza de té con el comandante de su guarnición.
El cabo aún permaneció un rato inmóvil. Luego se volvió, encendido de ira, e indicó a sus hombres que le siguieran. Entre los aplausos y las chanzas de los curiosos, los uniformados se retiraron.
Sin dedicarles una sola mirada, Mary se inclinó hacia el hombre que se retorcía de dolor en el suelo. Tenía la nariz torcida, la cara manchada de sangre y una herida abierta en la frente. -Todo va bien -le dijo con voz tranquilizadora, mientras sacaba del bolsillo de su manto un pañuelo de seda-. Se han ido. Ya no tiene nada que temer.
– Que Dios la bendiga, milady -balbuceó el campesino, a quien los dolores parecían haber devuelto la sobriedad-. Que Dios la bendiga…
– No ha sido nada…
Mary sacudió la cabeza y secó la sangre del rostro del hombre. Retrospectivamente no podía decir qué la había impulsado a intervenir en su favor de forma tan decidida. ¿Había sido compasión? ¿O sencillamente se había indignado al ver que trataban a una persona de una forma tan cruel?
– Tiene la nariz rota -dijo Mary a los curiosos, que seguían mirando boquiabiertos al borde de la calle-. Alguien debería llamar a un médico.
– ¿A un médico? -preguntó con cara de pasmo un muchacho de cabellos encendidos-. Aquí no hay médico, milady. El doctor más próximo está en Hawick, y es inglés.
– ¿Y eso qué significa?
El muchacho la miró con los ojos muy abiertos.
– Significa que no hace falta que le llamemos porque no vendría -dijo encogiéndose de hombros-. Además el salario de un año no bastaría para pagarle.
– Comprendo. -Mary se mordió los labios-. Entonces llevadlo a la posada y colocadlo sobre una mesa. Trataré de curarlo yo misma.
El joven y sus compañeros se miraron los unos a los otros desconcertados. Era evidente que no sabían qué hacer.
– ¡Vamos, a qué esperáis! -dijo un viejo escocés, que estaba allí plantado, mordisqueando su pipa y enviando nubecillas al aire neblinoso del atardecer-. Haced lo que ha dicho milady y llevad al pobre Alian a la casa.
Los muchachos se golpearon con los codos, como para darse ánimo, y por fin se pusieron en movimiento. Cogieron al herido, que gemía atrozmente, y lo llevaron a la posada.
– Gracias -dijo Mary, dirigiéndose al viejo escocés, que seguía fumando con deleite su pipa.
– Hummm -replicó el anciano. Su cara, curtida por la intemperie, tenía la textura del cuero viejo, y su barba era como una corona blanca que iba de una oreja a otra-. Ha hecho bien, chiquilla -añadió aprobatoriamente.
– ¿Chiquilla? -preguntó exaltado Winston, que había asistido atónito al incidente y ahora descargaba el equipaje de las dos damas-. Esta dama es lady Marybeth de Egton -informó al viejo escocés-. Si tienes que dirigirte a ella, será mejor que lo hagas como corresponde a su rango y su origen, y no…
– Ya basta, Winston -interrumpió Mary a su cochero.
– Pero milady, él no…
– Ya basta -repitió Mary con energía, y Winston enmudeció; enfurruñado, el cochero volvió a su tarea, se cargó los dos baúles a la espalda y los llevó al interior de la posada.
– Bien hecho -volvió a decir el viejo escocés dirigiéndose a Mary, y la sonrisa que le envió fue como un débil rayo de luz en aquel día triste.
Más tarde, los tres viajeros se encontraron en la sala, junto a una mesa un poco apartada de las demás y cubierta con un mantel de lino. La sala del Jedburgh Inn no se diferenciaba de la de las otras posadas y tabernas en las que habían pernoctado los últimos día Mary y su cortejo: una estancia moderadamente grande, con paredes de piedra maciza y por encima un techo bajo de madera desgastada. La barra era poco más que una tabla gruesa, colocada sobre una fila de viejos barriles de ale y las mesas y las sillas eran de madera de roble toscamente trabajada. Un fuego ardía en la chimenea abierta y mantenía alejado el frío de la noche; más atrás, una escalera de madera conducía al primer piso de la casa, donde se encontraban las habitaciones de los huéspedes.
Ante todo, Mary se había ocupado del herido. Había curado sus heridas lo mejor que había podido y había ordenado que lo llevaran a casa para que pudiera descansar. Luego Winston había encargado la comida al posadero, y en ese momento les servían una abundante cena consistente en ale, queso, pan y haggis. Mientras que Kitty y Winston daban muestras evidentes de no apreciar demasiado la cocina escocesa, Mary la encontró de lo más apetitosa. Tal vez fuera su rechazo a todo lo artificial, a lo excesivo, lo que le hacía valorar las ventajas de la cocina sencilla: las especiadas vísceras de cordero le parecían mucho más sabrosas que las perdices y los faisanes que se ofrecían en las aburridas recepciones a que estaba acostumbrada.
Tampoco pasó por alto las continuas miradas furtivas que dirigían hacia su mesa los hombres y mujeres presentes en la sala. La joven nunca había visto unas miradas como aquellas, pero no tardó en comprender cuál era su significado.
Hambre.
La gente que se encontraba sentada a las mesas vecinas era pobre de solemnidad. Un haggis entero era seguramente más de lo que tenían para comer, ellos y sus familias, en todo un mes. Cuando Winston se quejó poco después de que los escoceses no parecían saber cómo se fabricaba una ale decente, Mary le reconvino con sequedad. No podía decir por qué, pero algo en ella había tomado partido instintivamente por las personas que habitaban esta tierra extranjera, algo que procedía de las profundidades de su ser y cuyo origen no conseguía precisar.
Así permanecieron en silencio sentados a la mesa, no muy lejos de la chimenea, que difundía un agradable calor. Ni Kitty ni Winston se atrevían a decir palabra; el cochero porque, para su gusto, ya había sufrido demasiadas reprimendas en aquel día, y la joven doncella porque, por más que lo intentara, no podía comprender a su señora.
Mary ya iba a anunciar su intención de retirarse a descansar, cuando uno de los huéspedes se levantó de su mesa y se acercó con pasos pesados hacia ellos. Era el viejo escocés barbudo que había interpelado a Mary ante la posada. La pipa seguía encajada en la comisura de sus labios. El anciano se apoyaba en un nudoso bastón, cuyo pomo estaba adornado con artísticas tallas.
– ¿Puedo sentarme, milady? -preguntó con la lengua pastosa por la cerveza.
– No -replicó Winston agriamente, levantándose de su silla-. Milady no desea…
– Naturalmente que puede -dijo Mary sonriendo, y señaló la silla situada al extremo de la alargada mesa.
– Pero milady -exclamó Winston, acalorado-, ¡es solo un simple campesino! ¡No se le ha perdido nada en su mesa!
– Tan poco como a un simple cochero -replicó Mary impasible-. Así son las cosas en los viajes.
– ¿Está de viaje? -preguntó el viejo escocés después de sentarse-. ¿Se dirige al norte, quizá?
– Esto no te incumbe -dijo Winston ásperamente-. Milady no va a…
Una mirada reprobadora de Mary le hizo callar. El cochero volvió a sentarse en su sitio con aire enfurruñado, como si le hubieran forzado a beber una jarra más de aquella asquerosa cerveza escocesa.
– Sí, vamos hacia el norte -informó Mary cortésmente al viejo escocés, que le parecía extrañamente familiar: era como si no fuera la primera vez que le veía, y sin embargo nunca en su vida había cruzado la frontera de Carter Bar. Se trataba más bien de un sentimiento, una intuición que surgía de las profundidades de su ser.
– ¿Es su primer viaje a Escocia?
Mary asintió con la cabeza.
– ¿Y le gusta esto?
– No lo sé. -Mary sonrió cohibida-. He llegado hoy. Es demasiado pronto para formarse una opinión.
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