Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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– En eso ya aventaja usted a sus compatriotas -opinó el viejo escocés con una sonrisa sin alegría-. La mayoría de los ingleses que vienen a visitarnos ya saben desde el primer día que esto no les gusta. La tierra es agreste; el tiempo, frío, y la cerveza no tiene el mismo sabor que en casa.

– ¿De verdad hay gente que opina así? -preguntó Mary, dedicando una mirada reprobadora a Winston.

– Desde luego, milady. Pero usted es distinta, puedo sentirlo en mis viejos huesos.

– ¿Qué quieres decir con eso?

El viejo dejó la pipa, lanzó un último anillo de humo al aire denso, que olía a ale y a sudor frío, y una sonrisa juvenil se dibujó en sus labios.

– Soy viejo, milady -dijo-. Setenta y seis condenados inviernos he vivido ya, y en esta región esto son muchos inviernos. Vine al mundo el mismo año en que ese condenado carnicero de Cumberland nos infligió la humillación de Culloden. Desde entonces, he visto llegar y marcharse a muchos ingleses. Para la mayoría de ellos, nuestra hermosa tierra no es más que algo que explotar, algo a lo que se le puede arrancar hasta el último condenado penique. Pero usted está hecha de otra pasta, puedo sentirlo.

– No te equivoques -replicó Mary-. Soy noble, igual que esos otros ingleses de los que hablas.

– Pero usted no nos ve como bárbaros que deben cultivarse -dijo el viejo escocés, dirigiéndole una mirada cargada de intención-. Usted nos ve como personas. Si no, no se habría interpuesto cuando esos viles traidores cayeron sobre el pobre Alian Buchanan.

– Solo hice lo que era mi deber -replicó Mary modestamente.

– Hizo más que eso. Fue muy valiente y tomó partido por nosotros. Esos jóvenes que ve allí -y señaló a las mesas vecinas, ocupadas por jóvenes escoceses que no dejaban de dirigirle miradas furtivas- nunca lo olvidarán.

– No tiene importancia. No ha sido nada especial.

– Tal vez no para usted, milady, pero para nosotros sí. Cuando uno pertenece a un pueblo que ha sido oprimido y explotado por los británicos y los terratenientes, que es expulsado de su tierra solo para que otros puedan obtener más beneficios, se aprende a valorar la amistad.

– Te refieres a las Clearances, ¿verdad? -preguntó Mary, que había oído hablar de los forzados reasentamientos de población llevados a cabo por los terratenientes con el objetivo de reestructurar la economía de las Highlands. En lugar de la agricultura que se había practicado allí hasta entonces, y que proporcionaba escasas ganancias, el futuro económico de Escocia debía ser la cría de ovejas. Pero para ello era necesario que los habitantes de las tierras altas fueran trasladados de sus regiones de origen hacia las costas. La nobleza del sur consideraba estas medidas necesarias para hacer por fin del norte del reino una región civilizada y próspera. Desde el punto de vista de los nativos, naturalmente, las cosas se veían de otro modo…

– Es una vergüenza -dijo el viejo escocés-. Durante generaciones nuestros padres lucharon para que Escocia se viera libre de estos condenados ingleses, y ahora nos expulsan de la tierra que habitamos desde hace siglos.

– Lo lamento mucho -dijo Mary, y sus palabras sonaron sinceras. Aunque a primera vista nada la unía a estas personas, de una extraña forma se sentía próxima a ellas, quizá porque compartían un destino común: también Mary se sentía expulsada de su hogar y tendría que pasar el resto de su vida en un lugar que le era extraño y en el que no quería vivir, pensó, tenía más cosas en común con estos hombres de las que hasta ese momento había supuesto.

– Quinientos años -murmuró el viejo escocés para sí-. Quinientos malditos años hace de eso. ¿Lo sabía?

– ¿De qué estás hablando?

– Era el año 1314 cuando Robert I Bruce se enfrentó a los ingleses en el campo de batalla de Bannockburn. Los clanes unidos los desollaron vivos, y Robert se convirtió en rey de una Escocia libre. Hace más de quinientos años -añadió el viejo en un susurro misterioso.

– No lo sabía -reconoció Mary-. En realidad, sé muy poco acerca de las Highlands. Pero pienso hacer algo para remediarlo.

– Sí, hágalo, milady -continuó el viejo, y se inclinó tanto hacia ella que Mary pudo percibir el olor áspero de su chaqueta de cuero y su aliento amargo de tabaco y cerveza-. Siempre es bueno conocer el pasado. No hay que olvidarlo nunca. Nunca, ¿me oye?

– Desde luego -le aseguró Mary un poco intimidada. Los rasgos del viejo escocés habían cambiado; ya no parecían tan bondadosos y sabios como antes, sino fanáticos y enfurecidos. En su mirada, hacía solo un momento tan benévola, parecía arder ahora un fuego salvaje.

– Cometimos el error de olvidar el pasado -le susurró el viejo, y al pronunciar estas palabras, su voz adoptó un tono conspirativo-. Traicionamos las tradiciones de nuestros antepasados y fuimos terriblemente castigados por ello. El propio Robert fue quien dio el primer paso. Rompió con las tradiciones, cometió el error con el que empezó todo el mal.

– ¿Qué error? -preguntó Mary asombrada-. ¿De qué estás hablando?

– Hablo de la espada del rey -dijo el viejo escocés con aire misterioso-. De la espada que se quedó en el campo de batalla de Bannockburn. Ella había alcanzado la victoria, pero Robert no la respetó. Rompió con la tradición del tiempo antiguo y volvió su mirada hacia otros usos y costumbres. Ese fue el principio del fin.

– Si tú lo dices…

Penosamente impresionada, Mary miró alrededor. Era evidente que el viejo había bebido demasiado y el alcohol se le había subido a la cabeza. Por las miradas de Kitty y de Winston podía ver que ninguno de los dos daba el menor crédito a las palabras del hombre. Mary, en cambio, se sentía turbada, aunque no habría sabido decir por qué.

Tal vez tuviera que ver con el propio viejo, que le parecía tan extraño y al mismo tiempo tan familiar. Y tal vez, también, con lo que contaba, aunque Mary no comprendía nada de toda aquella historia.

– La espada se perdió -murmuró el anciano-, y con ella nuestra libertad.

– De acuerdo, viejo -dijo el posadero, que llegaba para recoger la mesa-. Ya has molestado bastante a milady. Ahora es momento de volver a casa. Es la hora del cierre, y no quiero tener más problemas con los rojos.

– Ya me voy -aseguró el viejo-. Permítame solo que vuelva a mirar en sus ojos, milady. En ellos puedo reconocer algo que hacía mucho tiempo que no veía.

– ¿Y es…? -preguntó Mary ligeramente divertida.

– Bondad -replicó el viejo con seriedad-. Valor y sinceridad. Cosas que creía perdidas. Me alegro de haberla encontrado, milady.

Durante un breve instante, Mary creyó ver un brillo húmedo en los ojos del viejo. Luego el escocés se levantó y se volvió para salir. El hombre abandonó el local junto con los otros clientes, que el dueño empujaba con suave firmeza hacia la calle.

Mary les siguió con la mirada, perpleja. Las últimas palabras del viejo escocés se repetían en su cabeza.

«Bondad, valor y sinceridad. Cosas que creía perdidas…»

El viejo había expresado exactamente lo que también ella sentía. Había plasmado en palabras sus pensamientos más íntimos, como si pudiera ver el fondo de su alma. Como si la conociera desde hacía años. Como si conociera sus deseos secretos y sus anhelos y los compartiera…

– Un bicho raro, si me lo pregunta, milady -dijo Winston.

– No sé. -Kitty se encogió de hombros-. Yo lo encuentro muy simpático.

– Ha sido muy extraño -dijo Mary-. Sé que parece una locura, pero tengo la sensación de que conozco a este hombre.

– Me sorprendería mucho, milady. -Winston sacudió la cabeza-. Un pobre diablo como él no debe de haber salido nunca de su pueblo. Y usted tampoco ha estado nunca aquí antes.

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