– ¿De qué?
– Es preferible que algunos secretos sigan permaneciendo ocultos en el pasado -dijo el abad enigmáticamente-. No es bueno tratar de arrancárselos.
Sir Walter le dirigió una mirada escrutadora.
– No ese secreto -dijo luego, y se volvió para salir-. No ese secreto, apreciado abad.
– ¿Qué hará ahora, señor? -preguntó Slocombe, preocupado.
– Muy sencillo -replicó sir Walter en tono decidido-. Veré qué tiene que decir el médico.
En la frontera escocesa, al mismo tiempo
Un viento frío acariciaba las colinas de las Highlands. Parte de las elevaciones que se extendían hasta el horizonte se habían plegado mansamente a las fuerzas de la naturaleza, que las minaban sin descanso; pero otra, en el curso de millones de años, había sido literalmente aplastada por ellas, y caía en abruptos despeñaderos corroídos por el viento y la lluvia.
Una hierba amarillenta, en la que se mezclaban las manchas de color de los brezos y las retamas que reptaban sobre la áspera piedra caliza, cubría el paisaje. Las cimas de las montañas estaban cubiertas de nieve, y la niebla que flotaba sobre los valles proporcionaba a la tierra un aura de virginidad. Un fino río que brillaba con destellos plateados fluía hasta un lago alargado, en cuya superficie lisa se reflejaba el majestuoso paisaje. Por encima resplandecía un cielo azul, salpicado de nubes.
Las Highlands parecían no conocer el paso del tiempo.
Un caballo blanco como la nieve, con las crines onduladas y la cola flotando al viento, galopaba por la orilla del lago. A su lomo cabalgaba una joven.
No llevaba silla ni riendas; la mujer, sentada a lomos del animal y vestida solo con una sencilla camisa de lino, se aferraba con las manos a sus crines. Aunque los cascos del caballo parecían volar sobre el árido paisaje, la amazona no sentía ningún miedo. Sabía que no podía ocurrirle nada; depositaba toda su confianza en el poderoso animal, cuyos músculos sentía trabajar bajo el pelaje empapado de sudor. El animal galopó hasta lo alto de una suave pendiente y siguió la cadena de colinas que bordeaban el lago.
La mujer echó la cabeza hacia atrás y dejó que el viento jugara con sus cabellos. Disfrutó del aire puro; no sentía ni el frío ni la humedad de esa mañana escocesa, y tenía la sensación de formar un solo cuerpo con la tierra.
Finalmente, el animal redujo la velocidad de su galope y pasó a un trote lento. En el extremo de la colina, allí donde el suelo árido había perdido la permanente batalla contra las fuerzas de la lluvia y el viento y caía en picado, se detuvo.
La mujer alzó la mirada y dejó que vagara por las colinas y los valles. Inspiró el intenso aroma del musgo y el olor acre de la tierra, oyó el suave canto del viento, que sonaba como el lamento por un mundo hacía tiempo perdido, hundido en la niebla de los siglos.
Eran las Highlands, la tierra de sus padres…
El sueño acabó bruscamente. Un bache de la estrecha carretera, lleno de irregularidades, hizo que el carruaje diera un salto, y Mary de Egton despertó de repente del adormilamiento intranquilo en que había caído durante el largo viaje. Parpadeando, abrió los ojos.
No sabía cuánto tiempo había dormido. Todo lo que recordaba era el sueño…, un sueño que siempre se repetía. El sueño de las Highlands, de los lagos y las montañas. El sueño de la libertad.
El recuerdo, sin embargo, se desvaneció rápidamente, y el despertar a la realidad fue frío y desagradable.
– ¿Ha dormido bien, milady? -preguntó la joven que se encontraba sentada junto a ella en el fondo del coche. Como Mary, su acompañante llevaba también un vestido de terciopelo forrado y por encima un manto de lana que debía protegerla del crudo frío del norte, además de un original sombrerito bajo el que asomaban los mechones de su cabello moreno. Era unos años más joven que Mary, y, como siempre, sus ojos irradiaban un optimismo infantil, una alegría, que, teniendo en cuenta las circunstancias que rodeaban el viaje, Mary era incapaz de compartir.
– Gracias, Kitty -dijo, forzando una sonrisa, que contrastaba por su expresión atormentada con la de la joven doncella-. ¿Has tenido alguna vez un sueño del que desearías no despertar nunca?
– De modo que ha tenido otra vez el mismo sueño, ¿no? -preguntó la doncella, intrigada. La curiosidad era una de las cualidades más destacadas de Kitty.
Mary se limitó a asentir con la cabeza. La libertad que había experimentado en su sueño seguía presente en ella y le proporcionaba un poco de consuelo, aunque sabía que era solo un sueño y que aquella sensación no era más que una ilusión.
La realidad era muy distinta. Aquel carruaje no conducía a Mary hacia la libertad, sino al cautiverio. La llevaba al norte, a las salvajes y rudas tierras altas, aquellas de las que en las recepciones locales se comentaban cosas increíbles: se hablaba de inviernos gélidos y de la niebla, que era tan densa que uno podía perderse en ella; de hombres toscos e incultos, que ignoraban las normas sociales y entre los que había algunos que seguían resistiéndose a reconocer a la Corona británica. Para esos hombres la libertad lo era todo.
Pero Mary no sería libre allí. El motivo de que se dirigiera a Escocia era su boda con Malcolm de Ruthven, un joven terrateniente escocés, cuya familia había acumulado grandes riquezas. El matrimonio se había concertado sin que Mary fuera consultada. Era uno de esos arreglos comunes entre las familias nobles; beneficioso para ambas partes, como solía decirse.
Naturalmente Mary se había opuesto. Naturalmente había alegado que no quería casarse con un hombre al que no conocía ni amaba. Pero sus padres eran de la opinión de que el amor era algo trivial, burgués, cuya importancia se exageraba enormemente. Tanto desde el punto de vista financiero como si se atendía a las consideraciones sociales, no podía ocurrirles nada mejor que el enlace de su hija con el joven laird de Ruthven. La familia de Mary no pertenecía precisamente a uno de los más ricos linajes nobles, y una unión con los Ruthven significaba un ascenso tanto en lo material como en lo social, cosas ambas a las que los padres de Mary otorgaban un gran valor.
Mary, en cambio, se resistía.
Se había defendido con todas sus fuerzas contra ese acuerdo cuando Eleonore de Ruthven, la madre del joven, había acudido a Egton para examinar a su futura nuera. Mary se había sentido como un pedazo de carne ofrecido en el mercado, y había reprochado a sus padres que quisieran venderla solo para obtener algunos privilegios. A pesar de que con ello superó ampliamente los límites del buen tono, el mutuamente beneficioso trato se convirtió en cosa hecha. Malcolm de Ruthven obtendría a una bella y joven esposa y los Egton se verían libres de su rebelde hija, antes de que pudiera causarles nuevos quebraderos de cabeza.
Mary nunca había sido lo que sus padres probablemente esperaban de ella: una de esas muchachas que ansiaban convertirse en princesas y rondaban por los bailes y las recepciones sociales pensando solo en agradar a algún joven conde o terrateniente.
Sus intereses eran otros.
Desde niña había preferido rodearse de libros antes que de vestidos nuevos, y había preferido hundir la nariz en sus novelas en vez de dedicarse a insulsas chácharas. Su corazón pertenecía a la palabra escrita, de la que nunca llegaba a cansarse, pues en ella habitaba el poder de trasladarla a un tiempo y un mundo en el que palabras como nobleza y honor aún tenían un significado.
Si habían sido los libros los que habían despertado en Mary ese anhelo de romanticismo y pasión, o si había encontrado en ellos lo que su corazón siempre había buscado, era algo que ella misma no habría sabido decir. Pero su deseo había sido siempre convertirse en la mujer de un hombre que no se casara con ella por su posición, sino porque la amara íntimamente.
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