Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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Hotel Descartes, Orleans,

noche del 22 de junio de 1882

Sarah Kincaid levantó la vista al oír que llamaban quedamente a la puerta de su habitación. Sentada delante del secreter, con papel y pluma, había estado dándole vueltas a su diario a la luz de una lámpara de gas mientras una lluvia torrencial golpeaba la ventana.

No le resultaba fácil trasladar las palabras al papel, pero sabía hasta qué punto era liberador expresar sentimientos en palabras y confiárselos a las páginas de un cuaderno.

De nuevo llamaron a la puerta.

– ¿Sí? -preguntó en voz alta.

– Soy yo, Du Gard. Tengo que hablar con usted.

Sarah echó un vistazo al reloj de pie, que ya marcaba las diez, una hora a la que los ciudadanos honrados solían estar en cama durmiendo.

Sarah se miró, un poco asustada. Ya se había desvestido y se había puesto la camisa de dormir y, naturalmente, no era decente que Du Gard la viera de tal guisa. Dejó la pluma a un lado con cuidado y tapó el tintero, cerró el diario y lo escondió en su bolsa. Luego se levantó, se cubrió con el cobertor acolchado con tela de un blanco radiante y, así resguardada, se acercó a la puerta.

– ¿Qué quiere? -preguntó en tono enérgico-. ¿Sabe qué hora es?

– Evidentemente, ma chére -oyó decir a una voz ronca, y a Sarah le dio la impresión de que a Du Gard se le trababa la lengua más que de costumbre-. Pero tenemos que hablar un momento.

– ¿De qué? -preguntó Sarah.

– De nosotros -oyó decir en tono serio y cautivador.

Sarah nunca supo explicarse por qué accedió a la petición de Du Gard. Quizá se debió a que le interesaba el tema que le proponía, quizá solo quiso alejar del pasillo del hotel al francés que balbuceaba para impedir que despertara a los demás clientes. En cualquier caso, descorrió el cerrojo con energía y abrió la puerta.

Du Gard ofrecía un aspecto desolador.

Se había quitado la chaqueta y también el lazo. Se había subido las mangas de la camisa blanca adornada con volantes y se había desabrochado el botón superior, dejando a la vista su piel blanquecina. Tenía el semblante ligeramente enrojecido y unos cuantos mechones de la melena le caían revoltosos y enmarañados sobre la cara. En una mano sostenía una botella alargada y en la otra dos copas deliciosamente redondeadas.

– He encontrado este excelente borgoña en la bodega, ma chére -anunció con la sonrisa más encantadora que Sarah le había visto jamás.

– ¿Y? -preguntó intranquila a pesar de todo.

– No sé qué pensarán en su tierra, pero, aquí, beber solo un vino tan apreciado equivaldría a una catástrofe.

– En mi tierra, monsieur, los caballeros no suelen llamar a la puerta de una dama a estas horas pidiendo entrar -lo amonestó Sarah con brusquedad-, y menos aún estando ebrios.

Oui, c'est vrai -asintió Du Gard, y un soplo de pesar le borró la sonrisa del rostro-. Ele bebido un poco. Discúlpeme, Sarah. Es el precio por no apartarme de su lado.

– ¿Qué quiere decir?

– Voces, Sarah -murmuró-. Vaya a donde vaya, las oigo. Me importunan, se abalanzan sobre mí desde todas partes, y no puedo hacer nada por evitarlo. El mundo me habla.

– Yo también le hablo -replicó Sarah con perspicacia-, y le digo que vaya a su habitación y duerma. Mañana nos espera un día agotador.

– Mañana -repitió Du Gard-. ¿Por qué aplazarlo todo?

– Porque será mejor, créame – le aseguró Sarah lanzándole una mirada indignada.

– ¿Está segura? -Du Gard sonrió aún más ampliamente-. ¿Qué le ha enseñado su padre? ¿No conoce usted las enseñanzas de Epicuro? Carpe diem…

– Mi padre prefiere las enseñanzas de los estoicos a las de Epicuro -arguyó Sarah-, y en ellas me ha educado.

– Una verdadera lástima. -Du Gard arrugó la nariz-. Mais alors , eso explica ciertas cosas.

– ¿Qué me está insinuando?

– No le gustaría oírlo -dijo Du Gard con convicción, y se dispuso a marcharse-. Bonne nuit, ma chére .

– Quieto -ordenó Sarah severamente-. ¿Qué insinúa con lo de «eso explica algunas cosas»?

– Eh bien, usted lo ha querido -asintió resuelto Du Gard-. Su afectación británica, su despotismo, su miedo a perder el control…

– Yo no temo perder el control -lo contradijo Sarah con determinación.

– ¿Ah, no? Entonces ¿por qué se esconde debajo de esa ridícula ropa? -Du Gard señaló el cobertor que ella se había echado sobre los hombros-. ¿Y por qué no admite simplemente que se lo está pasando en grande con todo este asunto?

– ¿Qué?

Mais oui, ya sabe a qué me refiero. Señales ocultas, un artefacto misterioso y, aunque vaga, una pista que probablemente conduce a uno de los mayores hallazgos arqueológicos de la historia, todo eso le encanta.

Sarah respiró hondo.

– ¿Cómo se atreve a afirmar algo así? -estalló-. ¡La vida de mi padre está en peligro!

Oui , y si no fuera así, ya haría días que usted habría vuelto a casa, a Inglaterra. ¿Por qué se empeña tanto en asumir los peligros de este viaje?

– Porque está en juego la vida de mi padre -respondió Sarah.

Non …, porque no puede soportar la idea de que él la haya apartado de su lado. Se pregunta qué más habrá hecho, y con razón. ¿Por qué ese viejo bastardo egoísta no la ha incluido en sus planes? ¿Por qué tuvo que dejarla en Inglaterra?

– Contenga ese tono, monsieur Du Gard -se sulfuró Sarah-. No tiene derecho a insultar a mi padre.

– ¿Por qué no , minee alors ? Usted ha hecho algo mucho peor, Sarah, ¡usted lo ha traicionado!

– ¡No es verdad!

– ¿Seguro que no? ¿Pretende hacerme creer que a su padre le entusiasmaría saber que ha puesto sobre su pista a su más acérrimo competidor?

– Friedrich Hingis es un mal necesario -aclaró Sarah-. Ni más ni menos.

– ¿De verdad? Entonces, seguramente solo será casual que con ello surja una oportunidad de vengarse de su padre.

– ¿Qué? -Sarah se echó a reír con amargura-. Está borracho, Du Gard. No sabe lo que dice.

– Quizá he bebido algo más de la cuenta -admitió el adivino-, pero mañana volveré a tener la cabeza clara… Usted, en cambio, se seguirá mintiendo en vez de reconocer la verdad.

– ¿Qué verdad?

Minee alors , que es arqueóloga. Que su naturaleza la empuja a seguir la pista de antiguos misterios y que no necesita a su padre ni ninguna otra excusa. Usted ama a ese viejo loco con todo su corazón, pero no emprende este viaje únicamente para salvarlo. Quiere ponerse a prueba, quiere hacer lo que ansia con toda su alma, y lo desea tanto que está dispuesta a pactar con los enemigos de su padre.

– Está borracho -repitió Sarah, que se sentía desnuda y descubierta a pesar del cobertor que le cubría los hombros.

– Lo estoy -corroboró Du Gard-, pero ¿cómo era aquello? En el vino está la verdad.

– Depende de cuánto se beba -replicó Sarah, y notó que una rabia sorda le estallaba en las venas. Rabia por Du Gard y su lúcido discurso, pero también por su padre, que la había metido en todo aquello…

– Quizá usted también debería tomar un sorbo, así se desinhibiría de una vez -la exhortó Du Gard-. ¿Por qué no mira a la verdad a los ojos y reconoce que es una persona como las demás, con fallos y defectos?

– Porque no me lo puedo permitir -alegó Sarah.

C'est vraiment absurd! -Du Gard sacudió la cabeza-. Yo más bien creo que teme mostrar sus verdaderos senti…

No pudo continuar; con una determinación que contenía toda la ira, todo el temor, toda la frustración y la inquietud, pero también todo el afecto de que era capaz en ese momento, Sarah lo cogió por el cuello adornado con volantes de la camisa y lo forzó a cruzar el umbral de su habitación. Y, antes de que la puerta se cerrara ruidosamente tras él, Sarah ya había puesto los labios sobre los suyos como si esa fuera la única manera de silenciar la boca deslenguada del francés.

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