Sintió el sabor acre de aquellos labios, olió el aliento preñado de alcohol y notó que en ella despertaba el deseo. El cobertor le cayó de los hombros y la expuso de un modo sumamente indecoroso para una dama, pero no le importó lo más mínimo. Ardiente de deseo, apretó su cuerpo contra el de Du Gard, en una búsqueda desesperada de una libertad que jamás había conocido.
Por un momento dio la impresión de que Du Gard se la concedería; respondió al beso con un sentimiento que la aturdió y, cuando sus lenguas se tocaron, Sarah sintió un escalofrío. Pero un instante después, Du Gard la apartó y dio un paso atrás.
– Un moment -pidió-. No tan deprisa.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Sarah. Se le había deslizado un tirante de la camisa de dormir y le había dejado al descubierto el hombro y el nacimiento del pecho, que subía y bajaba arrebatadamente -. ¿No has dicho que hay que disfrutar del momento?
– D'accord , pero no así -replicó Du Gard, y levantó la botella de vino y las copas que continuaba sosteniendo en sus manos-. ¿Los británicos no tienen sentido del romanticismo?
Puso las copas sobre el secreter y las llenó de vino tinto, que brilló tenuemente a la luz de la lámpara de gas que se estaba extinguiendo. Du Gard cogió una de las copas y aspiró el aroma. La otra se la dio a Sarah.
– Ten, ma chére -dijo sonriendo-. Por el momento.
– Por el momento -replicó Sarah, y asió la copa.
Se miraron por encima de las copas llenas y pareció que ambos intentaran leer los pensamientos del otro. Luego bebieron, no a pequeños sorbos como era habitual a la mesa y en sociedad, sino de un trago. Du Gard lo hizo primero y Sarah, que no quería ser menos, lo imitó. Henchida de unas ganas de vivir insaciables y repentinas, ella también apuró la copa y al momento notó los efectos del alcohol.
– Un buen vino, n'est-ce pas -preguntó Du Gard.
– En efecto. -Sarah notó que le temblaban las rodillas y se dejó caer sobre la cama, cubierta por un dosel de seda, que le dio una tierna y cálida bienvenida. Du Gard rió quedamente y volvió a llenar las copas, luego se sentó junto a ella.
– ¿Cómo te sientes? -quiso saber.
– No sé dónde tengo la cabeza -admitió, y se frotó las sienes-. Debe de ser por el vino.
– Non . -Du Gard meneó la cabeza-. No es el vino. Estás confusa y turbada, y no es de extrañar con todo lo que ha ocurrido.
Sarah dejó escapar un profundo suspiro.
– No te rindes, ¿verdad?
– Non -dijo, y sonrió burlón.
– ¿De verdad es tan fácil descubrirme? -preguntó Sarah, quien notaba que su resistencia a abrirse a Du Gard se debilitaba a cada momento. Calló y escuchó el tamborileo de la lluvia que seguía batiendo contra la ventana, y tomó otro sorbo largo de vino-. Cuando mi padre me envió a Londres, eso me hirió -admitió entonces-. No me resultó fácil abandonar Yorkshire y marcharme a la gran ciudad. Al principio, me escribía con frecuencia; luego, cada vez más de tarde en tarde. Después de no haber tenido noticias suyas durante meses y de que no contestara ninguna de mis cartas, por fin recibí una breve nota según la cual emprendía un viaje de investigación con destino desconocido. La siguiente noticia que tuve de él fue el telegrama de Londres.
– En el cual se te pedía que lo representaras en el simposio de París -recordó Du Gard.
– Exacto -asintió Sarah-. Cuando me llegó el telegrama, me sentí increíblemente orgullosa. Lo consideré una prueba de que mi padre se arrepentía de su decisión, y estaba empeñada en mostrarle al mundo que yo era una arqueóloga brillante. -Tomó otro sorbo para infundirse ánimos y desahogarse como nunca había hecho antes-. La conferencia acabó siendo un fiasco. Fracasé y todo salió mal, tuve que arruinar mi reputación para salvar la de mi padre. Yo confiaba ciegamente en él y ahora sé que él me había retirado su confianza hacía tiempo.
– Oui , eso duele -dijo Du Gard quedamente y con una voz áspera a causa del alcohol.
– Quiero a mi padre y pondré todo mi empeño en salvarlo -prosiguió Sarah-, pero ha hecho cosas que no comprendo y deseo una explicación.
– Es comprensible -aseguró Du Gard-, pero déjame decirte que no te hace falta, Sarah. No tienes que demostrarle nada a nadie en el mundo, ni a ti ni a tu padre.
– Eres un adulador, Maurice.
– Non, ma chére , soy adivino.
Lo miró y los ojos con que lo contempló no eran los mismos que lo observaban unos días antes. Entonces consideraba a Maurice du Gard nada más que un farsante y un charlatán, y además descarado. Ahora lo conocía mejor y sabía que detrás de toda la frescura y la arrogancia simulada se ocultaba un ser sensible y comprensivo que no solo descifraba los sentimientos y las emociones de los demás, sino que también les permitía vestirlos con palabras. Una voz interior continuaba advirtiéndola de que Du Gard era un vividor y un calavera, pero su eco fue acallado por el vino y la sonrisa encantadora que se dibujaba en el rostro del francés.
– Gracias, Maurice -susurró, y luchó por dominar la emoción que la embargaba. Sin duda le había confiado a Du Gard mucho más de lo que se había propuesto.
– Au contraire -dijo, y levantó la mano en un gesto de rechazo-. Soy yo quien te da las gracias por tu sinceridad, sobre todo porque yo también tengo algo que confesarte.
– ¿De qué se trata?
– Alors -farfulló Du Gard, como para ganar tiempo-, te dije que te acompañaría porque se lo prometí a tu padre…
– … y era mentira -completó Sarah-. Lo se.
– ¿Lo sabes? ¿Cómo?
– Puede que yo no sepa leer el pensamiento, pero he notado que no decías la verdad. No eres muy buen mentiroso, Maurice.
– Está claro -asintió compungido.
– Entonces ¿por qué me acompañas? ¿Por dinero?
– Non. ¿Recuerdas cuándo te conté la visión? ¿El sueño en el que vi a tu padre?
– ¿Qué pasa con él?
– Nunca me había ocurrido nada igual -confesó Du Gard-. Era la primera vez que tenía una visión así. No había consultado las cartas ni había perseguido al dragón, la visión vino a mí, ¿comprendes? Fue como si me hubiera buscado.
– ¿Por qué?
– No lo sé, pero me gustaría averiguarlo. Por eso estoy aquí.
– ¿Crees que hallarás respuestas en este viaje?
– Pourquoipas ? Al fin y al cabo, en la visión aparecía tu padre y, por todo lo que hemos averiguado, se trata de mucho más de lo que parecía al principio. Hay algo ahí fuera, Sarah. Algo grande, importante…
– ¿Qué, exactamente? -quiso saber Sarah.
– No sé decirte. Es como una sombra que no se puede agarrar, pero está ahí. Se aproximan cambios, Sarah.
– ¿De qué tipo?
– Tampoco lo sé y confieso que me da un poco de miedo -reconoció Du Gard, y le dirigió una mirada ambigua.
Se produjo un silencio y, a través del murmullo de la lluvia torrencial que descargaba sobre Orleans, se oyó el restallido de un trueno. La lámpara de gas que había sobre el escritorio casi se había consumido, de manera que solo la luz macilenta del alumbrado público que penetraba por la ventana iluminaba escasamente la habitación.
– ¿Por eso has venido a verme? – preguntó finalmente Sarah-. ¿Para decírmelo?
– Non -admitió, y dejó a un lado la copa de vino.
– No deberías estar aquí, y lo sabes. -Sarah vació su copa y también la dejó a un lado.
– Pourquoipas ?
– Porque no está bien, por eso.
– Ma chére … Si te importara lo que está bien, yo no habría cruzado el umbral…
Sus rostros se aproximaron imparables y, mientras se miraban profundamente a los ojos, Sarah tuvo la sensación de que se precipitaba por un pozo profundo y sabía que no le ocurriría nada.
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