Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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La llama de Alejandría: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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La invadió la serenidad, y todos los temores y las preocupaciones se retiraron hacia la lejanía. Con los labios entornados se inclinó sobre Du Gard, quien le salió al encuentro a medio camino, y sus bocas volvieron a unirse en un beso que desató su pasión.

Y, esa vez, Du Gard no se apartó.

Un fuerte chasquido despertó a Sarah, pero, cuando abrió los ojos, no supo decir si el ruido había sido real o formaba parte de un sueño.

Se quedó tumbada, miró a su alrededor parpadeando y reconoció las formas familiares de la habitación del hotel. Las iluminaba una luz azulada que penetraba a destellos por la ventana. La tormenta continuaba bramando y los relámpagos rasgaban el cielo nocturno, aunque la lluvia parecía haber cesado.

Sarah, en camisa de dormir, tiritaba de frío. Se dio la vuelta en la cama y encontró a Du Gard durmiendo a su lado. Su pecho desnudo subía y bajaba con una respiración regular.

Para su sorpresa, Sarah descubrió que no se arrepentía de nada. Entregarse a un amante francés no encajaba en el código que habían intentado inculcarle en Londres. Pero estaba muy lejos de Inglaterra y, además, la noche con Du Gard había sido una de las experiencias más dichosas de su vida, aún joven.

Desde que se fue a Londres, Sarah se había sentido coartada y deprimida, había tenido la sensación de ahogarse con las obligaciones que le imponía la sociedad; en cambio, en aquel momento, envuelta en una luz fantasmagórica y en la soledad de la noche, no lo notaba. Sarah se sentía libre y viva, y aunque se resistía a aceptarlo, le constaba que Du Gard era el artífice de aquel cambio.

Con una sonrisa en los labios, se volvió hacia él. Le acarició con ternura un mechón de cabellos que le caía sobre la cara y se preguntó cómo se podía sentir tanto rechazo y tanta atracción por alguien al que unos días antes ni siquiera…

Los pensamientos de Sarah se cortaron como un hilo fino y en un abrir y cerrar de ojos carecieron de importancia. Porque súbitamente se había dado cuenta de que Du Gard y ella no estaban solos en la habitación.

El resplandor de un rayo que surgió del cielo nocturno acompañado de un trueno alumbró la estancia y arrancó de la oscuridad una figura gigantesca que acechaba en un rincón.

Sarah abrió la boca para proferir un grito de espanto, que no llegó a salir de su garganta. Una garra tosca se abalanzó sobre ella y le selló los labios. Otro rayo iluminó la habitación y, durante una décima de segundo, Sarah tuvo la oportunidad de observar la cara del intruso.

Para su espanto, no vio nada.

El gigante llevaba puesta una capucha y su sombra le tapaba el rostro. Un hálito de frialdad pareció rodearla, igual que aquella noche en la que una figura oscura la persiguió en Montmartre…

Se defendió con todas sus fuerzas, golpeó con los puños cerrados al atacante, pero este no cedió y la abatió con una garra, mientras con la otra seguía impidiéndole gritar. Sarah notó de repente que le estrujaban algo húmedo y frío en la boca y en la nariz. Instintivamente contuvo el aliento, pero la conmoción y el pulso acelerado le impidieron aguantar mucho tiempo.

Gimió y jadeó en busca de aire. El olor penetrante del éter se le clavó en los pulmones y se deslizó como un cuchillo por sus entrañas. Notó que se le nublaban los sentidos y, a través de un velo espeso, advirtió que Du Gard despertaba.

Sarah se mantuvo consciente el tiempo suficiente para ver que la garra negra también lo atrapaba a él; luego volvió a tener la sensación de que se precipitaba en un abismo sin fondo.

Y esta vez no había nada que amortiguara la caída.

LIBRO SEGUNDO EN LAS PROFUNDIDADES

1

El despertar fue horrible.

El olor a moho penetró en la consciencia de Sarah y la sacó de la inconsciencia, a la que habría deseado regresar para refugiarse en ella de nuevo cuando notó el martilleo de un dolor en la cabeza. Un lamento brotó de su garganta, tan átono y ronco que la espantó. Abrió los ojos parpadeando, con la vaga esperanza de que todo hubiera sido una terrible pesadilla, pero fue una esperanza vana.

Al principio, Sarah no vio más que una profunda negrura en la que titilaban algunas luces amarillentas y borrosas. Muy lentamente se fueron dibujando detalles que le hicieron comprender la gravedad de la situación.

Estaba sentada en una especie de trono de piedra, apoyada contra la roca fría y con las manos atadas a la espalda. También le habían anudado unas tiras recias de cuero alrededor de los tobillos, tan ceñidas que se le clavaban y le causaban un dolor añadido.

Por lo que pudo distinguir, se encontraba en una cueva de forma ovalada, aunque con paredes esculpidas por el hombre. En ellas habían empotrado numerosas lápidas con inscripciones labradas, lo cual permitía concluir que se trataba de la bóveda de una cámara funeraria o de una cripta. Por debajo de las antorchas que flanqueaban el círculo alargado había asientos labrados en piedra como el que Sarah ocupaba, y en el centro de la bóveda se alzaba algo que parecía una piedra de sacrificio de forma cilíndrica de unos tres pies de altura, con una cavidad en el lado superior.

Más que el cilindro, a Sarah le llamó la atención el signo labrado en la cara frontal de la estela funeraria, puesto que era el símbolo elíptico que también ostentaba la sexta cara del cubo y cuyo significado aún se le escapaba.

Quizá, pensó Sarah a pesar del estupor y del dolor de cabeza por efecto del éter, pronto se resolverá el enigma…

Tiritaba de frío, envuelta en la camisa de dormir que aún llevaba y que estaba manchada de sangre y suciedad. Sarah no sabía cuánto hacía que la habían capturado ni tampoco era capaz de determinar si seguía siendo de noche o ya era de día. No tenía la más remota idea de cómo había llegado a aquel lugar sombrío ni de dónde se encontraba. ¿No se oía el rumor lejano del mar? ¿O era su propia sangre lo que producía el murmullo que oía en su cabeza? Lo último que recordaba eran las garras del esbirro y el olor penetrante del éter; después, la oscuridad se había abalanzado sobre ella.

Parpadeó de nuevo. El dolor y el agotamiento amenazaron con devolverla a las profundidades del desvanecimiento, pero se obligó a permanecer consciente.

Quería saber a quién tenía que agradecer aquella desagradable situación. ¿Por qué la habían raptado? ¿Y qué le había ocurrido a Maurice du Gard? El recuerdo de la noche que pasaron juntos parecía desvanecerse con cada nuevo segundo…

Los pensamientos de Sarah amenazaban de nuevo con perderse en abismos profundos cuando de repente oyó el ruido de unos pasos que se acercaban caminando sobre piedra húmeda.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó a media voz, y los sonidos que salieron de su garganta la asustaron.

No obtuvo respuesta, pero recibió una visita en la lúgubre prisión. Notó un hálito gélido y, un instante después, una figura oscura y monstruosa pasó junto a ella y se dirigió hacia el centro de la bóveda. Al principio, Sarah solo pudo verla por detrás, pero la capa negra que la envolvía y el vaho de frialdad que la rodeaba le despertaron recuerdos desapacibles…

El desconocido llegó a la piedra de sacrificio, se detuvo un momento y se inclinó respetuosamente. Luego se dio la vuelta hacia Sarah que, una vez más, constató que el misterioso verdugo no tenía rostro. La capucha de la capa le caía tan abajo sobre el rostro que no se le veían las facciones. Sobre la tela de la capa, negra como el azabache, y a la altura del corazón ostentaba el símbolo elíptico que a Sarah, en su estupor, le pareció un ojo que la observaba.

– ¿Qui… quién es usted? -articuló con esfuerzo.

– Evitemos los malentendidos, lady Kincaid; aquí las preguntas las hago yo -contestó el encapuchado con una voz profunda, afectada por un acento extraño-. Su situación no se presta a plantear preguntas ni a formular exigencias.

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