Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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– Obviamente.

– Pero la biblioteca fue destruida en el gran incendio del año 47…

– Eso se supone, aunque muchos eruditos son de otra opinión. Entre ellos, su padre…

Sarah notó una punzada en el corazón. Otra cosa que no sabía de su padre… En cambio, el gigante encapuchado parecía estar mejor informado sobre Gardiner Kincaid que su propia hija…

– Entonces, la Biblioteca de Alejandría, ¿no fue arrasada por las tropas de César?

– Solo una pequeña parte que estaba instalada en los almacenes, cerca del puerto. El resto perduró, no solo hasta la época de los emperadores romanos y de los califas otomanos, sino hasta mucho después.

– Hasta hoy -concluyó Sarah en un susurro y sin poder apartar la vista de los documentos que tenía a sus pies-. ¿Es ese el secreto que guardaba el artefacto?

– Obviamente.

Sarah apretó los labios. Lo que acababa de saber era tan extraordinario como desconcertante, y tenía consecuencias que empezaba a vislumbrar. Si su padre conocía el contenido del codicubus y se lo había dejado a ella, solo cabía una conclusión…

– Mi padre no busca la tumba de Alejandro -musitó sin aliento, y se puso blanca como la cera al unir la última pieza del mosaico-›, Su objetivo es el Museion , la biblioteca perdida…

– Exacto -asintió el encapuchado.

– ¿Cómo lo sabe? – preguntó Sarah con recelo-. ¿Qué papel desempeña usted en todo esto?

El gigante se echó a reír.

– Para usted y los que son como usted, desenterrar antiguos artefactos no es otra cosa que hurgar porque sí en el polvo de los tiempos. Son carroñeros, nada más. En cambio, nuestras ambiciones van más allá. Sabemos que un milenio no significa nada y que el pasado sigue obrando en la actualidad.

– Habla como alguien que ha perdido la razón – comentó Sarah despectivamente.

– No espero que me entienda, siendo tan ignorante como es. Después de todo, su padre también se ha apartado de nosotros y sabía muchísimo más que usted.

– ¿A qué viene eso? – preguntó Sarah-. ¿Por qué estaba usted tan ansioso por hacerse con el cubo si ya conocía su contenido? ¿Por qué tuvo que morir Pierre Recassin?

– Porque el codicubus es el último eslabón de una larga cadena de pruebas que demuestran la existencia de la Biblioteca de Alejandría y porque esa información no debe salir jamás a la luz.

– ¿Por qué no? – preguntó Sarah-. Una biblioteca universal en la que se reúnan todos los conocimientos del mundo es un viejo sueño de la humanidad y Alejandría es la esencia de una institución de ese tenor. Si se supiera que la biblioteca aún existe, se concitaría una gran sensación. Científicos de todo el mundo acudirían en masa a Egipto para… -Se interrumpió al oír la risa sarcástica del encapuchado-. ¿De qué se ríe? -quiso saber Sarah.

– Me divierte su ingenuidad, lady Kincaid. Dígame, ¿conoce la historia de las antiguas bibliotecas?

– Solo un poco -confesó Sarah.

– ¿Nunca se ha preguntado por qué fueron pasto de las llamas? ¿Por qué todas las fuentes antiguas coinciden al indicar que bibliotecas célebres como la de Pérgamo, la de Antioquía, la de Atenas, la de Roma, la de Bizancio, incluso una parte de la de Alejandría, fueron reducidas a cenizas?

– No -admitió Sarah, arrancando con ello una nueva carcajada al encapuchado.

– ¿No es capaz de reconocer una pauta en todo ello? ¿Un azar del destino?

– No creo en esas cosas -aclaró Sarah-. Soy científica.

– Lo olvidaba. -La cabeza oculta bajo la capucha asintió de nuevo-. Y claro, como tal, los misteriosos azares del destino le resultan tan odiosos como todo lo que su mente estrecha no es capaz de comprender. Pero permítame decirle que la historia es algo más que una sucesión de acontecimientos y que oculta misterios que la sobrecogerían profundamente. Todas esas bibliotecas, lady Kincaid, dejaron de existir por una sola razón: porque alguien no quiso que existieran.

– ¿Por qué no?

– Muy sencillo, lady Kincaid, porque el conocimiento significa poder y la gente no tiene que saber demasiado. El saber debe reservarse a quienes son capaces de usarlo con sabiduría.

– Si usted lo dice… -masculló Sarah-. ¿Es de los que temen que les disputen sus dominios? – preguntó, y se echó a reír con tristeza-. Tengo que confesarle que empieza a cansarme.

– Usted no sabe nada, absolutamente nada -le señaló sarcásticamente el encapuchado-. La traición de Alejandro condujo a la fundación de la primera biblioteca, al primer intento de arrebatar el saber a quienes lo habían preservado durante milenios. La peste se extendió desde Alejandría. Surgieron una biblioteca tras otra, y una tras otra fueron destruidas.

– Excepto la de Alejandría -objetó Sarah.

– Efectivamente. El germen de la traición ha demostrado ser muy duro, pero pronto la encontraremos y la destruiremos, y su padre nos ayudará.

– Deje de soñar. -Sarah meneó la cabeza, que aún le retumbaba-. Mi padre jamás hará nada que pueda perjudicar a la ciencia. Ha consagrado su vida a la arqueología, a investigar la verdad.

– Sublimes palabras -se burló el encapuchado-, y tiene razón. Su padre realmente cree eme actúa en nombre de la ciencia… Pero, en realidad, está al servicio de otros…

Se echó a reír de nuevo y Sarah comenzó a entender que su padre estaba envuelto en una intriga diabólica. Plenamente convencido de obrar en el bando correcto, Gardiner Kincaid corría el peligro de traicionar todo aquello en lo que siempre había creído y por lo que siempre había trabajado.

Acuciada más que antes por la idea de encontrarlo y avisarlo, Sarah tiró con fuerza de sus ligaduras, pero todo quedó en una rebeldía desvalida, cuyo único logro consistió en que el cuero se le clavó aún más en las muñecas.

El encapuchado soltó una carcajada sarcástica, agarró el codicubus y sacó los demás rollos manuscritos que contenían indicaciones sobre la biblioteca y los tesoros que se daban por perdidos. Tiró los documentos sin contemplaciones al hoyo de la estela y cogió una de las antorchas de la pared.

– ¿Qué va a hacer? -gritó Sarah con espanto.

– Lo que hay que hacer -explicó el encapuchado-, lo que me han encargado los que preservan los conocimientos ocultos.

Inclinó la antorcha y prendió fuego a los escritos.

– ¡No! – gritó Sarah al verlos arder en llamas-. ¡No tiene derecho a hacerlo! Los pinakes tienen un valor incalculable para la arqueología…

– Por eso son destruidos -le respondió el gigante.

Sarah reunió todas sus fuerzas para despegarse del trono de piedra y, realmente, consiguió ponerse en pie. Aturdida, dio un paso, dos, luego le fallaron las rodillas y se desplomó.

Lo último que vio antes de que el dolor y el agotamiento la vencieran y todo volviera a quedar a oscuras fue el rostro del encapuchado, y soltó un grito de terror al distinguir un adefesio deforme.

2

Cuando Sarah despertó, estaba aún más incómoda que antes. Lo primero que distinguió su conciencia a través de la niebla espesa fue un fuerte olor a sal y pescado. Además, volvía a oír el rumor, esta vez más cercano, y reconoció claramente que se trataba de olas que batían y se rompían contra las rocas.

Hacía frío.

Había humedad.

Estaba oscuro.

El dolor de cabeza había aflojado, pero la joven se notaba las manos y los pies entumecidos y agarrotados, lo cual no se debía únicamente al frío glacial, sino también a que continuaba teniéndolos atados y las tiras de cuero le segaban las muñecas y los tobillos. Fuera quien fuera el verdugo de Sarah, conocía su oficio. Se estremeció al recordar el horrible semblante que había visto debajo de la capucha y abrió los ojos con espanto.

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