– Alors -gimió el francés-, no me extraña que tenga la cabeza como un bombo. Podemos decir que hemos tenido suerte de seguir con la mente lúcida.
– Ya veremos si ha sido realmente un golpe de suerte -replicó Sarah mirando con recelo los restos humanos-. Estoy de acuerdo contigo en que nos han traído aquí por una sola razón: que caigamos en el olvido…
Como para ratificar sus palabras volvió a oírse un borboteo sordo y de la balsa de agua salada brotó un chorro espumoso de agua que saltó en todas direcciones.
– Es la marea -gritó Sarah para hacerse oír por encima del estruendo que súbitamente llenó la cueva-. Inundará la gruta.
– Lo dices con mucha serenidad, chérie -opinó Du Gard, a quien se le notaba un creciente malestar-Francamente, no abrigo el deseo de morir ahogado.
– Quizá no lo hagas.
– ¿Y eso? ¿Por qué no?
– Porque antes tendremos visita -contestó Sarah lacónicamente, y señaló con la barbilla el suelo de la cueva que de repente parecía moverse.
A la luz de la luna que penetraba en el pozo se distinguían miríadas de pequeños cuerpos con caparazón, que avanzaban de lado sobre ocho patas y chasqueaban sin cesar con sus pinzas.
– Cangrejos -comentó Sarah con una mueca de asco-. Suelen alimentarse de la carroña que se aposenta en el fondo del mar, pero seguramente harán una excepción con dos personas que están atadas e indefensas.
– ¿Una excepción? -Los ojos de Du Gard se abrieron tanto que parecía que iban a salírsele de las órbitas-. Pero yo no quiero ser una excepción. No abrigo ningún deseo de ser devorado en vida.
– Está claro que a nuestro raptor anónimo no le importan tus preferencias -replicó Sarah secamente-. Cuando los cangrejos hayan acabado de comer, no quedará ni rastro de nosotros, y eso es lo que quiere. Por eso me ha explicado el secreto del codicubus, porque sabía que yo jamás saldría de la isla.
– Ese miserable, impertinente…
Las palabras de Du Gard se perdieron en el rugido y el borboteo que produjo la marea al escupir de nuevo un chorro en la cueva. El nivel de la balsa subió, la espuma de las olas salpicó la roca erosionada y se deslizó hasta los cautivos, igual que los cangrejos, que no paraban de emerger de la profundidad oscura.
– Confieso que he comido cangrejos muchas veces -reconoció Du Gard-, pero eso no significa que me apetezca que ellos me devoren.
– Los mismos derechos para todos -replicó Sarah, aunque no estaba para bromas. Con los ojos muy abiertos por el asco, miraba fijamente los crustáceos que solo estaban a unos pasos de ella. No tardarían en llegarle a las piernas y empezarían a trepar por ellas…
Volvió a brotar agua de la balsa y, esta vez, el chorro fue tan violento que alcanzó a Sarah y a Du Gard. Ambos gritaron cuando el torrente helado los tocó y empapó la escasa ropa que llevaban, el agua salada les escoció en los ojos y les nubló la vista. Por si fuera poco, el nivel del pozo subió de golpe y el agua les llegó de repente a los tobillos.
Los cangrejos no dejaron que aquello los confundiera.
Du Gard fue el primero al que alcanzaron.
El francés se puso a soltar maldiciones al darse cuenta de que unas pequeñas pinzas le palpaban los pies desnudos y algo intentaba subirle por la pierna derecha. A pesar de las ligaduras en los tobillos, consiguió levantar ligeramente el pie y pisar al menos a algunos atacantes.
– ¡Ahí tenéis -gritó-, engendros repugnantes de las profundidades! Ya os enseñaré yo a querer comeros a Maurice du Gard…
Fue una acción inútil.
Sin perder el tiempo, los animales siguieron trepando por sus piernas delgadas, solo unos pocos se quedaron atrás para dar cuenta de los cadáveres aplastados de sus congéneres, y al cabo de un momento también habían alcanzado a Sarah.
La joven contuvo el aliento y cerró los ojos cuando notó en las piernas las patas diminutas y los pellizcos de las pinzas. Habría gritado de espanto, pero se obligó a permanecer tranquila porque sabía que el pánico no la ayudaría. Su padre le había enseñado a mantener la cabeza fría en cualquier situación, aunque Sarah dudaba que hubiera pensado en situaciones como aquella…
Du Gard se contenía mucho menos.
– Esos miserables cangrejos están por todas partes -se quejó-. Los aplastaría a todos, pero no puedo moverme…
– Tampoco tendría sentido -replicó Sarah lacónica, mientras buscaba desesperadamente con la vista una salida. Miró ansiosa hacia la escalera que subía por la roca hasta el exterior del pozo y que era inalcanzable.
Un nuevo torrente de agua brotó de las profundidades y forme) una ola encrespada que se rompió espumosa contra los cautivos y retrocedió chorreando desde las paredes de roca. En el fondo del pozo parecía bramar una tormenta. El agua ya les llegaba a las caderas.
La única ventaja del repentino oleaje fue que, si bien no impidió el avance de los cangrejos, al menos lo detuvo. La mayor parte de los animales que había intentado trepar por las piernas de los cautivos fue arrastrada por la corriente, pero solo era cuestión de tiempo que volvieran a intentarlo.
– En cierto modo, tiene gracia -comentó Du Gard.
– ¿A qué te refieres?
– Tu sais , soy un buen nadador y que tenga que morir precisamente ahogado tiene cierta gracia.
– Nada te asegura que vayas a morir ahogado -lo consoló Sarah.
– Non ? -preguntó el francés esperanzado.
– No, podría ser que antes te devoraran vivo. Podríamos apostar, las posibilidades están muy igualadas.
– ¿Muy igualadas? -La voz de Du Gard sonó crispada-. Mon Dieu , Kincaid, realmente eres una británica de manual. ¿Cómo puedes pensar en apuestas en este momento? No creía que estuvieras tan curada de espantos.
– No lo estoy -aseguró Sarah en voz alta, pero las palabras fueron acalladas por un nuevo rugido que surgió de las profundidades, seguido por una ola tan alta que arremetió por encima de los cautivos. El nivel del agua volvió a bajar enseguida, pero Sarah y Du Gard habían avistado una terrible perspectiva de lo que se avecinaba y que sucedería muy pronto. Y no solo porque la marea no cesaba; a través del agua clara pudieron ver que los cangrejos volvían a formar y se preparaban para un nuevo ataque. Se hizo un silencio en el que solo se oían el rumor lejano del oleaje y el canto lúgubre de las profundidades.
– Quizá ha llegado el momento de pronunciar unas últimas palabras -propuso Sarah.
– ¿Qué quieres oír? – jadeó Du Gard-. ¿Que estuvo bien? ¿Que jamás olvidaré la noche que pasamos juntos?
– Algo por el estilo -admitió Sarah.
– Bon . Estuvo bien -aseguró Du Gard, presa del pánico-, y en los diez minutos que calculo que me quedan no lo olvidaré. Ca suffit ?
– Es mejor que nada. -Sarah se esforzó por sonreír-. Lo siento, Maurice. Estás aquí por mi tozudez.
– C'est vrai . Deberías haber hecho caso a tu padre y regresar a Inglaterra, así nos habríamos ahorrado todo esto.
Sarah asintió.
– Puede que tuvieras razón, Maurice.
– ¿En qué?
– En lo que me dijiste en Orleans. Que no lo hacía por mi padre, sino por mí. Que quería demostrarle algo y vengarme de él. Cuando te oí decirlo, me enfadé y no quise reconocerlo, pero ahora…
– … tienes la impresión de que te decía la verdad -completó Du Gard, quien apretaba los ojos por culpa del agua salada, que hacía que le ardieran como si tuviera fuego en ellos-. Un poco tarde para arrepentirse, n'est-cepas ? En cualquier caso, los dos pagaremos con la vida tu cabezonería… Pero quiero confesarte algo, Kincaid. En todos mis años, nunca había conocido a una mujer como tú y… No sé cómo decírtelo para no quedar como un crétin enfermo de amor, pero te amo, Sarah Kincaid, ¿me oyes…?
Читать дальше