Abrió los ojos para ver cómo reaccionaba a la confesión, que le había costado mucho esfuerzo y que tan solo había hecho porque en unos instantes estarían muertos, y comprobó aterrorizado que Sarah ya no estaba. El bloque de roca donde la habían atado de pies y manos estaba vacío.
Un grito ronco salió de la garganta de Du Gard, que se interrumpió súbitamente cuando una nueva ola irrumpió en el pozo y lo azotó; de repente, el agua le llegaba literalmente al cuello.
– ¡Sarah! – gritó con todas sus fuerzas-. ¡Sarah!
Pero no obtuvo respuesta. Con los ojos llenos de lágrimas miró a su alrededor y no vio más que agua espumosa que centelleaba a la luz de la luna y subía y bajaba sin cesar. Amenazaba con engullirlo en cualquier momento y, por si fuera poco, de nuevo notó que unas patas delgadas trepaban por él y unas pinzas le pellizcaban la carne…
– Elle estperdue -gritó presa del pánico-. Ces petits bátards! Mon Dieu, je ne veuxpas morir…
De repente notó que algo muchísimo más grande que las pinzas de un cangrejo lo agarraba por las piernas. Du Gard gritó espantado al distinguir a la pálida luz de la luna una larga sombra deslizándose por el agua, a punto de emerger ante él.
Se le quebró la voz y su corazón ya estaba a punto de dejar de latir cuando, súbitamente, vio el rostro familiar de Sarah.
– No te asustes -dijo ella.
– De… Demasiado tarde -espetó Du Gard-, me has dado un susto de muerte.
– No era mi intención -aseguró Sarah mientras trataba de liberarlo de las ataduras en medio de la agitada marea.
– Quoi ? Comment…? – balbuceó Du Gard increíblemente perplejo-. ¿Cómo has conseguido…?
– El agua salada -explicó Sarah brevemente-. Mientras hablábamos comprobé que las ligaduras se aflojaban al encontrarse debajo del agua. Conseguí soltarme las muñecas, luego me sumergí para deshacerme de las cuerdas de los pies. Y después…
– … me has desatado a mí -añadió Du Gard, que en aquel momento pudo volver a moverse libremente-. Merci beau-coup -dijo, mientras se movía como loco en el agua para quitarse de encima los cangrejos voraces.
– No hay de qué. -Sarah esbozó una sonrisa fugaz-. Ahora, vámonos de aquí.
– D'accord .
Caminaron por el agua y nadaron a toda prisa hasta la escalera que llevaba a la salida del pozo; mientras tanto, el nivel del agua subió otra vez. De nuevo se levantó una ola hacia todas partes, los embistió y los lanzó contra la roca. Sarah intentó agarrarse a una piedra cubierta de moluscos, se cortó las manos y el agua la habría arrastrado de no ser por Du Gard, quien ya se había encaramado a la escalera y la agarró por el cuello de la camisa de dormir. La sujetó con firmeza y la ayudó a subir a la superficie seca, lo cual resultó agotador debido a que la tela empapada y pesada tiraba de ella. Apoyándose el uno en el otro subieron los escalones estrechos tambaleándose, mientras las rocas a las que habían estado atados desaparecían debajo de la espuma de las olas.
El peligro de patinar por los escalones resbaladizos, que apenas se distinguían en la penumbra, y de volver a caer en la balsa era considerable. Sarah y Du Gard ponían con cautela un pie delante del otro y por fin llegaron a la abertura dentada del abismo.
– Espera -murmuró Sarah a su acompañante, y pasó ella delante para echar antes una ojeada por encima del borde por si había alguien haciendo guardia. Pero las rocas que cercaban el pozo formando un semicírculo y se abrían hacia el mar estaban desiertas, y Sarah ascendió del todo y miró a su alrededor.
Al pie del arrecife que subía en vertical vislumbró una puerta de hierro oxidada. Más allá, en lo alto de la roca escarpada y a la luz de la luna, se distinguía el perfil impreciso de un castillo en ruinas, sobre el cual brillaba un cielo estrellado. La playa de arena descendía empinada hacia el mar encrespado, que rompía en un rugir de olas. Sarah probó suerte con la puerta de hierro, pero no tenía ni pomo ni picaporte y estaba cerrada por dentro.
– ¡Maldita sea! -gritó, y la golpeó desesperadamente con los puños cubiertos de sangre: si ni Du Gard ni ella conseguían salir de la bahía antes de que la cubriera la marea, solo habrían demorado un poco su muerte. Los arrecifes que los rodeaban eran escarpados e inexpugnables como los muros de una prisión, y nadar en mar abierto significaba la perdición…
– Chérie ! – gritó Du Gard, que había vuelto la cabeza hacia el lado del mar-. ¡Ven! ¡Aquí hay una barca!
Sarah no daba crédito a sus oídos. Temblando y próxima al agotamiento, se precipitó por la arena hacia el otro lado de la bahía. Du Gard tenía razón. Amarrada a una estaca de metal clavada en la roca había una pequeña barca que se mecía violentamente en el oleaje.
Du Gard ya había trepado a la roca y soltó la cuerda. Sarah entró en la marea helada, que la cubrió hasta las rodillas, agarró el bote y saltó dentro mientras Du Gard lo empujaba desde la orilla. Intentó subir torpemente por la popa y Sarah lo agarró resuelta y lo izó a bordo. Enseguida cogieron los remos, que estaban en el fondo de la barca, y se alejaron de la orilla.
Recibieron un fuerte golpe cuando la pequeña barca chocó frontalmente con una ola que se estrelló en la proa y salpicó de espuma blanca a los ocupantes. El bote se inclinó tanto que Sarah temió zozobrar, pero al cabo de un momento habían dejado atrás la ola y seguían cabeceando hacia mar abierto. Sarah y Du Gard pusieron los remos en los toletes y remaron con todas las fuerzas que les quedaban para salvar la vida. No se trataba únicamente de tener cuidado con las olas grandes, sino también de no ser arrastrados por la corriente y lanzados contra las rocas de la orilla que bordeaban la bahía.
– ¡Vamos! – gritó Sarah a su acompañante, quien lanzaba a la noche verdaderas sartas de maldiciones vulgares en francés-. ¡Ánimo, a remar…!
Ella misma tenía la sensación de que se le caían los brazos. También tiritaba de frío, aunque tenía la frente impregnada de perlas de sudor, ¿o era la espuma que la salpicaba mientras el bote surcaba las olas?
Las fatigas del cautiverio y los efectos del éter pronto agotaron las fuerzas de los fugitivos. Pero impelidos por la desesperación y por una voluntad férrea de sobrevivir, lograron vencer en la lucha contra el embate de las olas. Cuanto más se alejaban de la orilla, más tranquilo estaba el mar y, finalmente, pudieron dejar de remar y permitirse un descanso.
Jadeando de agotamiento recogieron los remos y los dejaron en el interior del bote. La orilla se alzaba a cierta distancia como una cinta dentada que parecía moverse arriba y abajo a causa del mar de fondo. En realidad, era el bote que flotaba como un corcho en el agua y se mecía al ritmo del mar, tanto que Du Gard sintió náuseas.
Apenas tenía nada en el estómago que pudiera devolver, por lo que se contentó con volverse de cara al mar, tener unas cuantas arcadas ruidosas y parecer más muerto que vivo.
– ¿Estás bien? -preguntó Sarah, que apenas podía moverse por el agotamiento.
– Mais, oui -dijo una voz ligeramente indignada-. Acabo de vomitar el alma, pero me siento de maravilla.
– Podría haber sido peor -apuntó Sarah-› Nos podríamos haber ahogado.
– Chérie , lo que aún no ha pasado todavía puede pasar. Nos dejamos arrastrar en mar abierto más solos que la una y no sabemos con certeza dónde nos hallamos. Por de pronto hemos huido, pero ¿hacia dónde tenemos que ir?
– Esperaremos a que amanezca -se pronunció Sarah-. Al romper el alba regresaremos a la orilla e intentaremos llegar a la población más cercana.
– ¿Al romper el alba? -Du Gard miró con escepticismo el cielo nocturno-. ¡Faltan horas! Antes moriremos de frío.
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