– No, si nos damos calor mutuamente -propuso Sarah, y su acompañante no tuvo nada que objetar.
Se acurrucaron juntos en la popa del bote y se brindaron el poco calor corporal que les quedaba.
– Nos turnaremos -propuso Sarah-. Uno dormirá mientras el otro vigila que no nos alejemos demasiado de la orilla.
– Pas de probleme -aseguró Du Gard-. Duerme tranquila, yo me encargo del primer turno.
– ¿Estás seguro?
– Bien sur . ¿No confías en mí?
Una sonrisa fugaz se dibujó en el semblante demacrado de Sarah.
– Sí, Maurice. Confío en ti.
– Entonces, duerme. De todos modos, yo no podría pegar ojo.
Levantó el brazo para que ella pudiera reclinar la cabeza sobre su hombro y la abrazó con ternura. Y disfrutó de la sensación que lo invadió al hacerlo.
– ¿Kincaid?
– ¿Hum?
– Dis done , ¿oíste lo que te dije allá abajo? ¿Poco antes de que consiguieras soltarte?
– No -respondió adormecida.
Du Gard frunció los labios. -Comprendo.
– ¿Por qué? ¿Me he perdido algo?
El francés dudó durante un instante imperceptible.
– Non -dijo luego con la mirada clavada en la oscuridad azulada-. Ce n'estpas important.
– ¿Qué?
– No tiene importancia…
Diario de viaje de Sarah Kincaid
Anotación posterior
Desde niña me enseñaron a no confiar en nadie. La confianza, solía decir mi padre, es como una alta condecoración: se concede en contadas ocasiones y solo a quien realmente la merece. Pero una vez se le ha impuesto, nunca se le retira.
Siempre he intentado observar esa regla y el hecho de que precisamente la haya pasado por alto cuando mi vida dependía de ello puede considerarse imperdonable. Sin embargo, ahora sé que fue una reacción al hecho de que precisamente mi maestro había roto con el principio. Mi padre me había retirado su confianza y yo busqué nuevos amigos.
¿Fue un error…?
Fue la tercera vez seguida que Sarah Kincaid se llevaba una sorpresa desagradable al despertar.
El frío húmedo de la mañana la hacía tiritar y la obligó a abrir los ojos. Se incorporó angustiada al no ver sobre ella más que un vacío blanquecino y no saber dónde se encontraba. Yacía en un bote, rodeada de agua y de una niebla tan espesa que el mar plomizo desaparecía en pocos metros.
Había salido el sol, pero el velo brumoso impedía determinar a qué altura del horizonte se hallaba. El mar estaba en calma, la barca cabeceaba arriba y abajo suavemente y no se veía ni rastro de la costa que sería su salvación.
Sarah recordó súbitamente que no estaba sola en el bote y que había llegado a un acuerdo con Du Gard. Cuando se dio la vuelta resoplando y vio a su acompañante durmiendo, le hirvió la sangre en las venas.
– ¡Du Gard! – lo increpó, y le arreó un puntapié-. ¡Despierta!
El francés no dio muestras de despertarse y Sarah le dio otra patada.
– Qn'est-ce qu'ilya ? -preguntó medio dormido y con los ojos aún cerrados.
– Ya te diré yo lo que pasa -contestó Sarah indignada-. En vez de hacer guardia como habías prometido, te has dormido.
– Quoi …?
El indisciplinado vigilante se dignó entonces a abrir los ojos. Desde el momento en que se incorporó y miró adormecido a su alrededor hasta el instante en que pareció darse cuenta de lo que había ocurrido transcurrió una breve eternidad que sometió la paciencia de Sarah a una dura prueba.
– C'est la brume -constató finalmente con muy poca chispa.
– Ya lo veo que hay niebla -resolló Sarah-. La cuestión es por qué no me has despertado cuando se ha levantado.
– C'est vrai . -Du Gard se rascó el cogote un poco ofendido-. Se me habrá olvidado.
– ¿Te parece divertido? -preguntó Sarah desconcertada-. Hemos perdido de vista la costa. ¿Entiendes lo que…? -Se interrumpió al oír un sonido sordo y tenebroso que atravesó la niebla.
El ruido, que parecía llegar de todas las direcciones a la vez y que penetraba hasta el alma, se repitió. No cabía duda de que lo que se oía era la cadencia de una sirena de las que suelen llevar los barcos grandes. Con una mezcla de esperanza instintiva y de perplejidad desmedida, Sarah miró a su alrededor y descubrió de repente unas formas borrosas que se alzaban como una montaña en el velo de niebla.
Se distinguió una proa empinadísima y una cubierta superior sobre la cual se dibujaban unas estructuras angulosas. En el ambiente gris blanquecino destacaban unos cañones y, sobre ellos, despuntaban unos mástiles desnudos y dos chimeneas altas como torres. Y ante todo se oía el fragor de las potentes máquinas que impulsaban el coloso de acero a través de las olas.
Conteniendo el aliento, Sarah identificó el impresionante perfil del buque de guerra Inflexible, una fortaleza flotante que se había puesto al servicio de la Marina Real británica el año anterior y al que se consideraba la reina absoluta de los mares por la superioridad de su capacidad de fuego y de su blindaje. Sarah recordaba haber visto ilustraciones del barco en el London Illustrated News , pero jamás había pensado que vería tan pronto con sus propios ojos aquel baluarte de la industria bélica moderna, y aún menos que la salvaría en una situación tan desesperada.
– ¡Aquí! – se puso a gritar mientras daba saltos y agitaba los brazos como loca-. ¡Aquí, Inflexible]
Las olas que levantaba la proa del crucero azotaron el bote, que se tambaleó alarmantemente.
– ¡Estamos aquí! ¿Pueden oírnos…?
No hubo respuesta, por lo que Du Gard siguió el ejemplo de Sarah y también se puso a gritar y a hacer señales. Era una suerte que el buque de guerra navegara a poca velocidad, ya que de haber ido a toda máquina seguramente habría pasado tan deprisa por su lado que sus tripulantes no los habrían oído, por no hablar del estruendo infernal que habrían hecho las máquinas. No obstante, el coloso, que cada vez se erguía más alto y empinado ante ellos, pasó de largo con una lentitud parsimoniosa y, cuando las voces de Sarah y Du Gard, debilitadas por el cansancio y también por el aire helado, ya amenazaban con apagarse, por fin obtuvieron respuesta.
– Eh -oyeron a través del velo brumoso-. ¿Hay alguien ahí…?
Sarah y Du Gard contestaron gritando a todo pulmón y el enorme navío maniobró. Bajo la niebla, que se iba disipando paulatinamente, Sarah y su compañero vieron que lanzaban un bote salvavidas al agua. Volvieron a gritar para indicar a los marineros el camino y, poco después, la chalupa se les aproximó de costado.
Salvados…
– Ya ves, Kincaid -comentó Du Gard con una sonrisa burlona mientras se disponía a dejar la pequeña barca-, soy un hijo mimado de la fortuna.
– Sí-admitió Sarah-. Pero a lo mejor tu buena racha acaba algún día.
La sonrisa de Du Gard se borró al instante.
– Oui -admitió-quizá…
Resultó que Sarah tenía razón, y en todos los sentidos.
El barco cuyo impresionante perfil había aparecido tan de repente en la niebla era el Inflexible y realmente navegaba por aguas maltesas, lo cual confirmaba las suposiciones que Sarah había aventurado respecto al lugar y a la duración del cautiverio.
Visto de cerca, el Inflexible parecía mucho más temible que desde lejos. Con 105 metros de eslora y 23 de manga, era realmente una fortaleza flotante, sobre cuyos muros se alzaban cañones defensivos de acero de 80 toneladas de peso. Una tripulación de 440 hombres prestaba sus servicios en el coloso, impulsado por 12 calderas y que a toda máquina podía alcanzar una velocidad de 15 nudos. Estas cifras habían impresionado tanto a Sarah que se le habían quedado grabadas en la memoria.
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