Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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¿Sigo el ideal clásico del justo medio entre salvación y perdición? ¿O ya me he acercado demasiado al sol y amenazo con traicionar el logro de mi padre igual que antiguamente hizo el insensato de Icaro?

Capilla de Santa Úrsula, La Sorbona,

París, tarde del 21 de junio de 1882

– Hay que reconocer que tiene valor.

Cuando Sarah volvió a oír la voz que unos días antes la había humillado y puesto en evidencia en público, le costó reprimir el impulso de levantarse y marcharse de la capilla. Respiró hondo y se obligó a tranquilizarse antes de volver la cabeza hacia el hombre que había tomado asiento en el banco de detrás, al cual lanzó una mirada gélida.

– Ya ve -se limitó a replicar-. No pensé que vendría usted personalmente, doctor Hingis.

El suizo, que llevaba un traje tan correcto y el cabello tan desgreñado como en su último encuentro, se limitó a sonreír.

– ¿Por qué no? -preguntó-. Al contrario que usted, yo no tengo nada que perder. Es usted la que ha entrado ilícitamente en el campus, no yo.

– Monsieur, estamos en la capilla de la universidad -le recordó Sarah mordaz, y movió la mano abarcando con un gesto todo el edificio, desde el banco más retirado hasta el sepulcro de Richelieu, cuyos restos reposaban en Santa Úrsula-. ¿Pretende decirme que la prohibición también obra en suelo sagrado?

– Dejémoslo -propuso Hingis, al que no parecía apetecerle una nueva disputa-. Mejor hablemos de la nota que nos ha hecho llegar.

– Como desee.

– ¿Me ofrece usted implicarme en el proyecto de investigación de su padre y participar en las excavaciones?

– Efectivamente.

– Pensaba que no podía revelar nada al respecto. Que era sumamente secreto y que su padre no sabía que usted lo había representado en París.

– Una mentira para proteger sus intereses -aclaró Sarah escuetamente-. Admitirá que el mundo de los científicos se asemeja a un estanque de tiburones.

– Probablemente -asintió Hingis-. ¿Por qué?

– ¿Por qué qué?

– ¿Por qué yo? -precisó el erudito, y los ojos rasgados que la escrutaban a través de las gafas de montura plateada le clavaron una mirada más penetrante-. ¿Por qué me lo propone precisamente a mí? Después de todo, su padre y yo no somos exactamente amigos…

– Buena pregunta.

Una vez más, Sarah tuvo que esforzarse por contenerse. Evidentemente, habría preferido decirle lo que pensaba de él; que estaba firmemente convencida de que le debía mucho más a su marcada propensión a las intrigas que a su brillantez científica y que, en otras circunstancias, habría preferido morderse la lengua antes que hacer tratos con él. Pero no se trataba de ella y había mucho más en juego que un orgullo egoísta…

– ¿Y tendrá respuesta esa pregunta? – insistió Hingis-. ¿Por qué me ofrece la colaboración precisamente a mí, uno de los más acérrimos competidores de su padre?

– Ya se lo he dicho por escrito -replicó Sarah.

– Por el dinero. -El suizo esbozó una sonrisa amarga-. De todos modos, diez mil libras son mucho dinero.

– El gremio autorizará la suma -aseguró Sarah- si con ello se le abre la oportunidad de hacerse una idea del trabajo de Gardiner Kincaid.

Hingis hizo una mueca socarrona con los labios.

– Con su permiso, madame, ¿no está sobrevalorando un poco la importancia que su padre tiene en nuestra disciplina?

– Creo que no -replicó Sarah-, y usted tampoco lo cree; de lo contrario no lo habría estado espiando para intentar descubrir qué material cartográfico consultaba en el archivo del Louvre.

– ¿Qué? ¿Quién…? -El semblante de Hingis se crispó un momento mientras parecía preguntarse de dónde había sacado Sarah aquella información-. Dejémoslo -dijo luego-. ¿Por qué acude precisamente a mí? Cualquier universidad de Inglaterra le daría el dinero, por no hablar de las organizaciones privadas.

– Probablemente, doctor. Pero, por un lado, no estamos hablando de una limosna, sino de una suma considerable. Y, por otro, Inglaterra está muy lejos y yo necesito el dinero en tres días.

– ¿En tres días? -Hingis se quedó sin aliento-. ¿Por qué tanta prisa?

– Dentro de tres días, el dinero tiene que estar en Marsella -insistió Sarah sin contestar la pregunta-. El asunto no admite demora.

– ¿Por qué no?

– Créame, doctor, no le conviene saber demasiado.

– ¿Intenta asustarme? -constató Hingis receloso-. Ya le vaticino que no lo conseguirá.

– Deje los vaticinios para los entendidos -advirtió Sarah fríamente-. Si tiene miedo o no, es cosa suya. Yo solo sé que ya ha habido muertes y quiero impedir que haya más, por eso es tan urgente.

– Verdaderamente tranquilizador. -Hingis sonrió levemente-. Y muy altruista, ¿no?

– Piense lo que quiera. Déme el dinero y le prometo que el Círculo de Investigaciones será el principal beneficiario de la expedición. Mi padre presentará los resultados de las excavaciones al gremio y lo citará a usted como su ayudante. Ello le reportará un inmenso reconocimiento y no tendrá que mover ni un dedo. Eso bien vale el pago de diez mil libras, sobre todo teniendo en cuenta que, a nuestro regreso, le devolveremos hasta el último penique.

– Suena bien -admitió Hingis-. Pero ¿quién me asegura que me está contando la verdad? Al fin y al cabo, también ha mentido al gremio y todos la han creído.

– Eso no fue muy difícil, sus colegas creyeron lo que querían creer. Usted, en cambio, es libre de decidir, no lo obligo a nada.

– Todo eso está muy bien, pero, sin nada en las manos, con tan solo un puñado de insinuaciones, no puedo convencer al gremio de que me dé el dinero. Ni siquiera mis influencias alcanzan para tanto.

– Tan modesto como siempre -afirmó Sarah.

– Quiero al menos una prueba -exigió el suizo-. Y quiero datos. ¿Dónde se realiza la excavación? ¿Qué se propone su padre? Déme algo concreto y tendrá el dinero, se lo prometo.

Sarah tanteó con la mirada al erudito.

Era lo bastante precavida para aguzar todos los sentidos cuando un intrigante como Friedrich Hingis hacía una promesa. Por otro lado, lo necesitaba; de todas las posibilidades que había sopesado y repasado mentalmente, aquella le había parecido la más viable y, por lo que aparentaba, no se había equivocado. Sin embargo, Sarah era muy consciente de que tenía que ser cautelosa. Si le desvelaba demasiadas cosas a Hingis, este simularía que aceptaba la propuesta, pero en el último momento cambiaría de opinión y preferiría emplear el dinero en emprender la búsqueda por su cuenta. Se trataba de despertar la codicia de Hingis y a la vez hacerle ver que ella era imprescindible…

– De acuerdo -aceptó, y rebuscó en su bolsa de lona-. Tendrá una prueba.

Bajo la mirada de asombro del erudito, sacó a la luz un objeto envuelto en papel aceitado, lo desenvolvió y lo depositó sobre el banco, entre Hingis y ella.

– ¿Qué… qué es esto? -preguntó maravillado el suizo.

– Un artefacto -respondió Sarah-. Mi padre lo dejó para mí y me ha indicado el camino hacia su paradero.

– Nunca había visto un objeto como este. -Hingis lo tocó con sumo cuidado, como si temiera que de repente se desvanecería en el aire-. Las superficies están cubiertas de óxido, pero son completamente lisas. Un trabajo magnífico.

– ¿Verdad que sí? -corroboró Sarah.

– ¿Lo ha datado?

– Hasta ahora no ha sido posible una catalogación incontestable -reconoció Sarah-. Los signos grabados señalan un origen clásico. En cambio, el extraordinario buen estado del cubo y la forma en que fue trabajado el metal hacen pensar en la Baja Edad Media.

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