Michael Peinkofer - La llama de Alejandría

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La llama de Alejandría: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1882, la joven aristócrata inglesa Sarah Kincaid viaja a un simposio sobre arqueología en París. Allí, gracias al hipnotizador Maurice du Gard, descubre que su padre, quien realiza una misión secreta para el gobierno británico, corre peligro, y pese a las reticencias de lord Kincaid decide salir en su rescate. De París a Alejandría, pasando por Malta, y perseguida por un misterioso asesino, Sarah encuentra finalmente a su padre. En una Alejandría rota por la guerra, en plena revuelta de Urabi y bombardeada por los británicos, padre e hija se adentrarán en las catacumbas de la ciudad en busca del que quizá sea el mayor misterio de la Antigüedad: la Biblioteca sumergida de Alejandría.

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Los hombres se levantaron cuando vieron acercarse a Sarah. De acuerdo con la hora del día, la joven llevaba un vestido de seda de color rojo oscuro y con mangas anchas, que caían sobre las mangas beige de la blusa; un chal de seda también de color beige completaba el conjunto. Du Gard lucía de nuevo una de sus coloridas chaquetas de seda, con las cuales sin duda habría levantado revuelo en Londres, pero que allí no parecían molestar a nadie. En radical contraste con el llamativo aspecto del adivino, el acompañante vestía levita negra, igual que en su primer encuentro, y por la solapa asomaba un cuello blanco como la nieve Con un lazo muy bien anudado.

– Qué bien que haya llegado, Sarah -saludó Du Gard-. La estábamos esperando.

– Eso es imposible -replicó Sarah un poco ofendida-. Monsieur, ¿me permite señalarle qué hora es? Son las cinco en punto.

– ¿Qué le dije? -exclamó Du Gard dirigiéndose divertido a su acompañante-. Británica hasta la médula.

– Eso parece -contestó el hombre barbudo.

Sarah calculó que tendría más de cincuenta años. Sonreía con dulzura mientras sus ojos reflejaban el aire juvenil que Sarah ya había vislumbrando en su primer encuentro.

– Yo lo conozco -constató-. Usted fue quien me entregó la invitación para ir al teatro de variedades, ¿verdad?

– Cierto -asintió el barbudo-. Tengo que ir con frecuencia a la universidad y por eso Maurice me pidió que le hiciera el favor.

– Quizá ha llegado la hora de presentarlos -comentó Du Gard-. Jules, esta es lady Kincaid. Sarah, es un honor para mí presentarle a Jules Verne.

– ¿Jules Verne? -preguntó Sarah mirando perpleja el semblante simpático que ya le había resultado familiar en el primer encuentro-. ¿El verdadero Jules Verne?

– Bueno, es probable que haya más gente con ese nombre, lady Kincaid -respondió el recién presentado, que se inclinó cortésmente-, pero, si lo que desea saber es si soy el Jules Verne al que leen por todas partes, debo decirle que sí.

– Jules Verne -repitió Sarah con la boca abierta por el asombro, y se dejó caer en una de las butacas de terciopelo con ribetes dorados en las que también tomaron asiento los caballeros-. El célebre escritor…

– Yo también me alegro de conocerla, lady Kincaid. -Verne sonrió de nuevo.

– Pe… Pero no, la alegría es mía -aseguró Sarah balbuceando-. Quiero decir que el honor es mío. ¿Sabe que he leído ocho veces el Viaje al centro de la tierra} Ese libro es uno de los motivos por los que quise ser arqueóloga.

– Me halaga… Aunque me sorprende que una joven como usted…

– He leído todos sus libros -aseguró Sarah entusiasma da-. Si he de serle sincera, nunca he podido con las novelas que solo tratan de penas del corazón. Estaba sedienta de aventuras y de historias exóticas, y en sus libros hallaba ambas cosas de sobra. Sin embargo, jamás me habría atrevido a pensar que algún día podría llegar a conocerlo personalmente.

– Se lo agradezco, lady Kincaid. Es usted muy generosa.

– Sarah -corrigió yendo en contra de cualquier etiqueta. No le parecía correcto que precisamente el escritor al que más había admirado debido a su creatividad y a su narrativa la llamara por su título nobiliario. Además, con sus maneras prudentes y tranquilas, monsieur Verne le recordaba en cierta forma a su padre…

– Sarah -asintió Verne, y le dedicó una sonrisa-. Para mí también es un honor. Maurice me ha hablado mucho de usted.

– Estoy convencida de ello. -Le lanzó una sonrisa avinagrada a Du Gard-. Y seguro que todo bueno.

– Ni mucho menos -replicó Du Gard secamente.

– No lo crea -aconsejó monsieur Verne-. Detrás de toda esa insolencia se oculta un inestimable amigo.

– Intentaré recordarlo -prometió Sarah sonriendo-. ¿Cómo decía el refrán? «Dime con quién andas y te diré quién eres.» Si el bueno de Maurice cuenta con amigos como usted, no puede ser tan malo.

– Me halaga usted -replicó Verne.

Oui , y a mí me hace un cumplido a la vez que me ofende. ¿Se ha dado cuenta, Jules?

– Me he dado cuenta. -El escritor volvió a sonreír-. Al parecer, Sarah también sabe manejar las palabras. Y aún tenemos algo más en común.

– ¿Ah, sí? -preguntó Sarah muerta de curiosidad.

– No gozamos de mucha simpatía entre las cabezas pensantes de esta ciudad.

– ¿Qué quiere decir? Me refiero a que yo no poseo estudios científicos ni título académico, de modo que no es extraño que no me reconozcan. Pero usted es un escritor célebre y de éxito, y seguro que tiene influencia…

– Aun así, también han puesto límite a mis ambiciones -aseguró Verne con modestia-. De un tiempo a esta parte, intento ingresar en la Academia Francesa, pero, por lo visto, hay camarillas que no quieren ver a un fantasioso como yo en el círculo científico más ilustre del país. El año que viene se decidirá definitivamente sobre mi ingreso, pero, por lo que parece, mi solicitud será denegada.

– Es lamentable -replicó Sarah- y, en gran medida, incomprensible.

– Da igual… Como ve, se encuentra usted en la mejor compañía. Maurice me ha comentado que necesita mi ayuda para solucionar un problema especial.

– ¿Nos ayudará? -preguntó Sarah llena de esperanza.

– En todo lo que pueda. Sepa que le debo toda mi gratitud al bueno de Maurice, a pesar de sus evidentes defectos.

– ¿A qué se refiere?

– Bueno, tuvo la amabilidad de usar sus habilidades para brindarme ciertas indicaciones reveladoras… Indicaciones que me fueron muy útiles en mi trabajo.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sarah perpleja-. ¿Que recurrió a la ayuda de un adivino para escribir sus novelas?

– El secreto de la escritura consiste en disponer de buenas fuentes y aprovecharlas, Sarah -explicó Verne-. En mi círculo de amistados se incluyen geógrafos, biólogos, ingenieros… y también el bueno de Maurice, que me ayuda allí donde la ciencia todavía no alcanza…

– Entonces ¿sus novelas representan realmente el futuro?

– Un posible futuro -remarcó Verne con prudencia-. La técnica actual en un nuevo mañana.

– Entonces ¿considera factible que se pueda viajar a la Luna?

– No hoy ni dentro de diez años. Pero algún día se podrá, estoy seguro. Nuestro mundo necesita personas visionarias, Sarah. Ellas son las que impulsan la evolución de nuestra especie.

– ¿Lo cree realmente? -preguntó Sarah. -¿Usted no?

– Bueno, coincido con usted por lo que respecta a personas visionarias. El mundo moderno necesita grandes inventores y pensadores, sin ellos no sería posible el progreso.

– Por el tono de su voz, deduzco que abriga dudas.

– Un poco -asintió Sarah-. Sinceramente, creo que mirar al pasado es al menos tan importante como mirar al futuro. La humanidad solo podrá continuar evolucionando si aprende de los errores de la historia. O, como diría mi padre: solo puede crecer lo que tiene raíces.

– Vaya, vaya -comentó Verne-. Usted me habló de una joven inglesa con ambiciones científicas, Maurice, ¿y qué me trae? ¡Una filósofa!

– Le ruego me disculpe -dijo Sarah sonrojada-. No quería hacerme la sabihonda, no es mi…

– ¡Al contrario! Prefiero la franqueza a toda la hipocresía de esos eruditos sin sangre en las venas. Además, quizá no esté tan equivocada. Quizá el hombre moderno debería tener realmente más en cuenta el pasado y procurar aprender de él en vez de abocarse constantemente a nuevos imponderables.

– Estoy convencida de que así se podrían impedir algunas injusticias en el mundo -ratificó Sarah.

– Puede que tenga razón, pero, en su caso, la técnica moderna es a todas luces la única respuesta posible.

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