John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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Ap á rtate de mi camino. Ap á rtate de mi camino o lo lamentar á s.

La cara del hombre se desdibujó, su cuerpo no dejaba de saltar de un lado al otro, y su voz resonaba insistentemente en la cabeza de Harry. Harry sintió náuseas. Quería que aquello acabase. ¿Por qué no intervenía nadie en su ayuda? ¿Dónde estaba Miguel?

Harry alargó el brazo en un intento de apoyarse en la barra.

Y de pronto el movimiento cesó.

Harry oyó crujir la cáscara del cacahuete. El gordo seguía donde estaba antes, a cinco o seis metros de la barra, y su acompañante detrás de él. Los dos miraban a Harry, y el gordo sonreía ligeramente, conociendo un secreto que sólo compartían él y Harry.

Ap á rtate de mi camino.

En un rincón al fondo, Harry vio levantarse una mano: Octavio, que estaba a cargo de las putas, se embolsaba parte de sus ingresos a cambio de protección y a su vez entregaba un poco a Harry.

Aquello no era asunto de Harry. Éste asintió una vez y continuó limpiando la cerveza derramada de los surtidores. Consiguió acabar esa tarea y luego se retiró en silencio al pequeño lavabo detrás de la barra, donde se sentó un rato en la tapa del inodoro, las manos temblorosas, antes de vomitar violentamente en el lavabo. Al regresar a la cantina, el gordo y su compañero no estaban. Sólo lo esperaba Octavio. Por su aspecto, no parecía encontrarse mucho mejor que Harry.

– ¿Estás bien? -preguntó.

Harry tragó saliva. Todavía notaba el sabor a bilis en la boca.

– Mejor olvidarnos, ¿lo entiendes? -dijo Octavio.

– Sí, entendido.

Octavio señaló más allá de la barra, en dirección a la botella de coñac en el último estante. Harry cogió la botella y sirvió el licor en un vaso alto de whisky. Pensó que Octavio no necesitaría una copa para el coñac, no esa vez. El mexicano dejó un billete de veinte dólares en la barra.

– Tú también lo necesitas -dijo.

Harry se sirvió un vaso, la mano seguía pesándole.

– Hay una chica… -dijo Octavio-. No de aquí. Una mexicana negra. -Ya me acuerdo -respondió Harry-. Ha estado aquí esta noche. Es nueva. He supuesto que era una de las tuyas.

– No volverá -dijo Octavio.

Harry se llevó el vaso a los labios, pero descubrió que era incapaz de beber. El sabor a bilis le volvió a la boca. Vera, ése era el nombre de la chica, o el nombre que ella había dado cuando Harry le preguntó. Pocas de esas mujeres usaban su verdadero nombre en el trabajo. Había hablado con ella una o dos veces, de pasada. La había visto quizá tres veces en total, pero no más. Le había parecido bastante simpática para ser puta.

– Bien -dijo Harry.

– Bien -dijo Octavio.

Y así, sin más, la chica desapareció.

En el motel Spyhotel sólo había tres habitaciones ocupadas. En la primera, una joven pareja de camino a México discutía, todavía crispada después del largo e incómodo viaje por carretera. Pronto caerían en un embarazoso e irritante silencio, hasta que el chico diese el primer paso hacia la reconciliación, saliendo a la noche del desierto y regresando con refrescos de la máquina instalada junto a la oficina. Rozaría la espalda de la chica con una de las latas, y ella reaccionaría con un escalofrío. Él la besaría y se disculparía. Ella le devolvería el beso. Beberían, y pronto el calor y las discusiones parecerían olvidados.

En la habitación contigua, un hombre con chaleco, sentado en la cama, veía un programa concurso mexicano. Había pagado por la habitación en efectivo. Podría haberse quedado en Yuma, ya que tenía allí un asunto pendiente por la mañana, pero su cara era conocida y no le gustaba permanecer en la ciudad más tiempo del necesario. Prefería alojarse en un motel lejano y ver a las parejas abrazarse al ganar premios que no valían ni el dinero que llevaban en la cartera.

La última habitación de esa sección del motel la ocupaba otra viajera solitaria. Era joven, de poco más de veinte años, y huía. En el Harry's Best Rest la llamaban Vera, pero quienes la buscaban la conocían por Sereta. Ninguno de los dos era su auténtico nombre, pero a ella poco le importaba ya llamarse de una manera u otra. No tenía familia, al menos a alguien que se preocupase por ella. Al principio mandaba dinero a su madre, en Ciudad Juárez, complementando así el exiguo sueldo que ganaba ésta con su trabajo en una de las grandes maquiladoras de la Avenida Tecnológico. Sereta y su hermana mayor, Josefina, también habían trabajado allí, hasta aquel día de noviembre en que todo cambió para ellas.

Cuando telefoneaba a casa, Sereta contaba a Lilia, su madre, que trabajaba de camarera en Nueva York. Lilia no lo ponía en duda, si bien sabía que a su hija, antes de partir hacia el norte, la habían visto con frecuencia al salir de las comunidades cerradas de Campestre Juárez, donde vivían los americanos ricos y las únicas lugareñas admitidas en esos lugares eran criadas y putas. De pronto, en noviembre de 2001, el cuerpo de Josefina fue uno de los ocho hallados en un algodonal abandonado cerca del centro comercial de Sitio Colosio Valle. Los cadáveres presentaban brutales mutilaciones, y el volumen de las protestas de los pobres aumentó porque ésas no eran las primeras muchachas que morían allí, y corrían rumores de que los ricos aislados tras verjas habían añadido los asesinatos por placer a su lista de pasatiempos. Lilia dijo a Sereta que se marchara y no volviera nunca más. No le mencionó Campestre Juárez, ni a los hombres ricos en sus coches negros, pero lo sabía.

Un año después, también Lilia había muerto. Se la llevó un cáncer que, a juicio de su hija, era la manifestación física de la pena y el dolor, y ahora Sereta estaba sola. En Nueva York había encontrado un alma gemela en Alice, pero también esa amistad se había roto. Alice debería haberse quedado a su lado, pero la enfermedad había arraigado en ella con fuerza, y había decidido permanecer cerca de la gran ciudad. Sereta, en cambio, se había dirigido al sur. Conocía esos establecimientos del desierto y sabía cómo funcionaban. Quería que sus perseguidores pensaran que había pasado a México. En lugar de eso, se proponía bordear la frontera en dirección a la Costa Oeste, donde esperaba perderse de vista durante un tiempo hasta planear su siguiente paso. Sabía que lo que tenía era valioso. Al fin y al cabo, había oído morir a un hombre por ello.

También Sereta veía la televisión, pero sin volumen. Su resplandor la reconfortaba, pero no quería que el parloteo perturbase sus pensamientos. El problema era el dinero. El problema siempre había sido el dinero. Se había visto obligada a huir tan repentinamente que no había tenido tiempo de planear nada, ni de reunir los escasos fondos a su nombre. Pidió a una amiga que le llevase el coche y se marchó, poniendo toda la distancia que le fue posible entre la ciudad y ella.

Ya en otro tiempo había oído hablar del Best Rest. Era un establecimiento donde nadie hacía muchas preguntas y donde una chica podía ganar dinero deprisa y luego seguir su camino sin mayores obligaciones, siempre y cuando pagase su parte a quien correspondía. Negociando un buen precio, tomó una habitación en el Spyhole, y ya había reunido cerca de dos mil dólares en pocos días, gracias en gran medida a una propina especialmente generosa de un camionero cuyos gustos sexuales, sucios pero inocuos, había consentido la noche anterior. No tardaría en marcharse de allí. Quizá se quedaría sólo una noche más, pensaba mientras, sin saberlo ella, su existencia ya se hallaba ligada a las vidas de aquellos que se habían llevado a su hermana.

Pues, más al norte, el mexicano García quizás habría esbozado una sonrisa de familiaridad al oír el nombre de Josefina, recordando sus últimos momentos mientras él se ocupaba de los restos de otra muchacha…

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