John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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Sólo había otra persona en el motel. Era un joven esbelto de ascendencia mexicana, que leía un libro sentado detrás del mostrador de recepción en la oficina. El libro se titulaba El camino del diablo y narraba la muerte de catorce mexicanos al tratar de cruzar la frontera ilegalmente a no muchos kilómetros de donde se hallaba el motel. El joven se indignaba con la lectura, y a la vez sentía alivio al pensar que sus padres habían conseguido labrarse una buena vida en este país y que él no estaba destinado a una muerte así.

Eran casi las tres de la madrugada, y se disponía a echar la llave y retirarse a la habitación de atrás para dormir un rato cuando vio acercarse a la oficina a dos hombres blancos. Como no había oído llegar el coche, supuso que habían aparcado a cierta distancia intencionadamente. Sin verle sentido a eso, se puso en guardia. Tenía una pistola detrás del mostrador, pero hasta entonces nadie le había dado motivos siquiera para enseñarla. Ahora que casi todo el mundo pagaba con tarjeta de crédito, los moteles proporcionaban escasas ganancias a los ladrones.

Uno de los hombres era alto y vestía de azul. Cuando entró en la oficina, se oyó el taconeo de sus botas camperas en las baldosas. Su acompañante era de una corpulencia aberrante. El recepcionista, que se llamaba Ruiz, no creía haber visto nunca a un hombre de aspecto tan poco saludable, y eso que a lo largo de su corta vida había visto a no pocos americanos obesos. A aquel gordo le caía la barriga entre los muslos de tal modo que, imaginó Ruiz, debía de verse obligado a levantársela cada vez que orinaba. Llevaba en la mano un sombrero de paja con una cinta blanca y vestía una ligera chaqueta sobre una camisa blanca y unos pantalones de color tostado. Calzaba unos zapatos marrones resplandecientes.

– ¿Qué tal? -saludó Ruiz.

– Bien -contestó el hombre delgado-. ¿Está lleno el motel?

– ¡Qué va! Cuando está lleno, encendemos el cartel de COMPLETO en la carretera para ahorrarle el viaje a la gente.

– ¿Eso puede hacerse desde aquí? -preguntó el hombre delgado, en apariencia con sincero interés.

– Claro -respondió Ruiz. Señaló una caja con hileras de interruptores en la pared. La función de cada uno constaba en un rótulo adhesivo escrito a mano-. Sólo tengo que darle a un interruptor.

– Asombroso -comentó el hombre delgado.

– Fascinante -convino su compañero, hablando por primera vez. A diferencia del otro hombre, no parecía interesado. Tenía la voz apagada, y de timbre algo más agudo de lo que cabía esperar en la voz de un hombre.

– ¿Quieren una habitación, pues? -preguntó Ruiz. Estaba cansado y quería inscribirlos en el registro y procesar sus tarjetas de crédito cuanto antes para poder irse a dormir. También quería, cayó en la cuenta, que salieran de la oficina. El gordo despedía un hedor peculiar. No había notado ningún olor en el de azul, pero la mole emanaba un tufo poco común. Olía a tierra, e involuntariamente Ruiz se representó gusanos blancuzcos a través de terrones húmedos y escarabajos negros escabulléndose para buscar refugio tras las piedras.

– Puede que necesitemos más de una -respondió el de azul.

– ¿Dos?

– ¿Cuántas habitaciones hay?

– Quince en total, pero tres ya están ocupadas.

– Por tres huéspedes.

– Cuatro.

Ruiz dejó de hablar. Allí ocurría algo raro. El de azul ya no escuchaba. Había cogido el libro de Ruiz y observaba la cubierta.

– Luis Urrea -leyó-. El camino del diablo. -Se volvió hacia su compañero y, enseñándole el libro, dijo-: Mira, quizá deberíamos comprarlo.

El gordo echó un vistazo a la portada.

– Yo ya conozco la ruta -comentó con ironía-. Si lo quieres, coge ese mismo y ahórrate el dinero.

Ruiz se disponía a decir algo cuando el gordo lo golpeó en la garganta y lo lanzó de espaldas contra la pared. Ruiz experimentó una sensación de dolor y opresión en el momento en que partes pequeñas y delicadas de su cuerpo quedaban aplastadas por efecto del golpe. Le costaba respirar. Intentó articular palabras, pero no le salieron. Tras chocar contra la pared, llegó un segundo impacto. Se deslizó lentamente hacia el suelo. Con la tráquea destrozada, su cara se oscureció a causa de la asfixia. Ruiz empezó a arañarse la boca y el cuello. Oyó una sucesión de chasquidos, como el tictac de un reloj que contara sus últimos segundos. Los dos hombres permanecieron ajenos a su sufrimiento. El gordo circundó el escritorio pasando con cuidado por encima de Ruiz. El moribundo volvió a percibir su olor cuando encendió el cartel de COMPLETO de la carretera. Entretanto, su compañero echó un vistazo a las fichas en el registro de huéspedes.

– Una pareja en la dos -informó al gordo-. Un hombre en la tres. Por el nombre, parece mexicano. Una mujer en la doce, registrada con el nombre de Vera Gooding.

El gordo no dio señal de haberlo oído. De pie junto a Ruiz, observaba los hilos de sangre y baba que le caían de las comisuras de los labios.

– Yo me ocupo de la pareja -dijo-. Tú ve a por el mexicano.

Se agachó al lado de Ruiz. Fue un movimiento de una agilidad sorprendente, como el de un cisne al hundir la cabeza. Alargó -el brazo derecho y le apartó el pelo de la frente al joven. El gordo tenía una marca en la cara interna del antebrazo. Parecía un tenedor de dos púas, grabado a fuego en su carne recientemente. El gordo giró la cabeza de Ruiz de izquierda a derecha.

– ¿Crees que deberíamos llevárselo a nuestro amigo mexicano? -preguntó el de azul-. Trabaja bien el hueso.

– Demasiado complicado -respondió el gordo con desdén.

Agarró a Ruiz por el pelo y le volvió la cabeza ligeramente; a continuación se inclinó sobre él. Abrió un poco la boca, y Ruiz vio una lengua rosada y unos dientes de puntas romas. A Ruiz se le salían los ojos de las órbitas y tenía la cara amoratada. Escupió un líquido rojo; en ese preciso momento, el gordo acercó los labios a los suyos, envolvió la boca de Ruiz por completo con la suya y, sujetando la cara y la barbilla de Ruiz con la mano, lo obligó a mantener separados los maxilares. El mexicano forcejeó, pero no podía ofrecer resistencia simultáneamente al gordo y al final que se acercaba. Una palabra cobró forma en su cabeza, y pensó: «Brightwell. ¿Qué es Brightwell?».

Ruiz soltó el hombro del gordo, se le aflojaron las piernas, y el gordo se apartó de él y se irguió.

– Tienes sangre en la camisa -dijo el de azul a Brightwell.

Parecía aburrido.

Danny Quinn observaba a su novia mientras ella se pintaba cuidadosamente las uñas de los pies con un pequeño pincel. El esmalte era una mezcla de morado y rojo. Con ese color, daba la impresión de que tuviese magullados los dedos de los pies, pero Danny decidió reservarse su opinión. Prefería recrearse un rato en el bienestar posterior al sexo, absorto en la concentración y la postura de ella. En momentos como ése, Danny sentía un profundo amor por Melanie. La había engañado, y probablemente volvería a engañarla, pese a que cada noche rezaba pidiendo la fortaleza necesaria para serle fiel. A veces se preguntaba qué pasaría si ella se enteraba de su otra vida. A Danny le gustaban las mujeres, pero distinguía entre el sexo y hacer el amor. Para él, el sexo no significaba gran cosa, salvo la satisfacción de un impulso. Era como rascarse cuando le picaba: si tenía rota la mano derecha y le picaba la espalda, utilizaba la izquierda. En circunstancias normales preferiría usar la mano derecha, pero un picor era un picor, ¿o no? Si Melanie no estaba a mano -y su trabajo con el banco lo obligaba a veces a pasar fuera un par de días-, Danny iba a buscar placer en otra parte. Por lo general, decía a las mujeres en cuestión que era soltero. Algunas ni siquiera se lo preguntaban. Una o dos se habían encaprichado un poco de él y eso le había acarreado ciertos problemas, pero los había resuelto. Danny incluso había recurrido a putas alguna que otra vez. Con éstas, el sexo era distinto; pero para él esa clase de sexo no era engañar a Melanie. No intervenía emoción alguna y, a juicio de Danny, sin emoción no traicionaba realmente sus sentimientos hacia Melanie. Era algo frío y clínico, y él siempre practicaba el sexo seguro, incluso con las que ofrecían algún extra.

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