John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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En el fondo, Danny quería ser la persona que Melanie creía que era. Cada vez que se descarriaba, se decía que ésa era la última. En ocasiones aguantaba semanas, incluso meses, sin estar con otra mujer, pero al final se encontraba solo durante cierto tiempo, o en una ciudad desconocida, y el impulso de salir de caza volvía a apoderarse de él.

Pero quería a Melanie, y si hubiese podido retrasar el reloj de su vida y tomar sus decisiones otra vez -la primera puta, y la vergüenza que sintió después; la primera vez que engañó a alguien, y la posterior culpabilidad-, pensaba que viviría de una manera distinta y, en consecuencia, sería un hombre mejor y más feliz.

«Volveré a empezar», se mintió. Era como el alcoholismo, o como cualquier otra adicción. Había que ir poco a poco, y cuando dabas un traspié, recobrabas el equilibrio y empezabas a contar desde uno.

Alargó el brazo para acariciarle la espalda a Melanie y oyó llamar a la puerta.

Melanie Gardner temía que Danny la engañara. No sabía por qué, pues ninguna de sus amigas lo había visto nunca con otra mujer y jamás había encontrado indicios reveladores en su ropa o en sus bolsillos. Una vez, mientras Danny dormía, ella intentó leer sus mensajes de correo electrónico, pero él se cuidaba de borrarlos todos, tanto los de salida como los de entrada, excepto aquellos relacionados con el trabajo. En su agenda aparecían muchas mujeres, pero no reconoció ningún nombre. Además, a Danny se le consideraba uno de los mejores electricistas del pueblo, y por experiencia sabía que en la mayoría de los casos eran mujeres quienes lo llamaban por razones de trabajo, probablemente porque a sus maridos les daba vergüenza admitir que eran incapaces de reparar ellos mismos algo en la casa.

De pronto, sentada en la cama, mientras el calor de Danny se desvanecía gradualmente, sintió el impulso de encararse a él. Quería preguntarle si se veía con alguien, si había estado con otra mujer en el tiempo que llevaban juntos. Quería mirarlo a los ojos cuando contestara, convencida de que se daría cuenta si mentía. Lo quería. Lo quería tanto que no se atrevía a preguntar, pues si mentía, ella lo sabría y le partiría el corazón, y si le decía lo que ella temía que era la verdad, también se lo partiría. La tensión acumulada había estallado por fin en una discusión absurda sobre música un rato antes esa noche, y luego habían hecho el amor pese a que en realidad a Melanie no le apetecía. Eso le había permitido aplazar el enfrentamiento, del mismo modo que pintarse las uñas se le había antojado de pronto una cuestión de la máxima urgencia.

Melanie aplicó el esmalte con esmero en la última porción de uña del dedo meñique y, tras introducir el pincel en el frasco, se volvió hacia Danny. Lo vio tender la mano hacia ella.

Justo cuando por fin abría la boca para hablar, oyó que llamaban a la puerta.

Edgar Certaz pulsaba despreocupadamente los botones del mando a distancia pasando de un canal a otro. Había tantos que, cuando acabó de verlos todos, no recordaba ya si alguno ofrecía algo que mereciera su atención. Al final se conformó con una película del Oeste. Le pareció muy lenta. Tres hombres esperaban un tren. Llegaba el tren. Se apeaba un hombre con una armónica. Mataba a los tres hombres. Un italiano hacía el papel de irlandés, y un actor americano cuya cara le sonaba hacía de malo, cosa que desconcertó un tanto a Certaz, ya que sólo lo había visto en papeles de bueno. Por lo que vio, salían pocos mexicanos, y mejor así. Certaz estaba harto de ver campesinos vestidos de blanco con sombreros de ala ancha entre las manos pidiendo ayuda contra los bandidos a pistoleros de negro, como si todos los mexicanos fuesen víctimas o caníbales que se alimentaban de los suyos.

Certaz era intermediario. Como la mujer de la habitación contigua, también él tenía contactos en Juárez, y él y otros narcotraficantes habían sido responsables de muchas muertes en la ciudad. El suyo era un trabajo peligroso, pero bien pagado. Al día siguiente se reuniría con dos hombres y organizaría una entrega de cocaína por valor de dos millones de dólares, que a sus socios y a él les representaría una comisión del cuarenta por ciento. Si la entrega se realizaba sin percances, el siguiente envío sería considerablemente mayor, y su recompensa sería también mayor en igual proporción. Certaz organizaría la operación hasta el último detalle, pero en ningún momento tendría en su poder drogas ni dinero. Edgar Certaz había aprendido a protegerse del riesgo.

Los colombianos controlaban aún el proceso de elaboración de la cocaína, pero ahora eran los mexicanos los principales traficantes de esa droga en el mundo. Sin proponérselo, los colombianos habían introducido en el negocio a los traficantes mexicanos al pagarles con cocaína en lugar de dinero. A veces, hasta la mitad de cada cargamento llegado a Estados Unidos acababa en manos mexicanas. Certaz fue una de las primeras muías y ascendió rápidamente a una posición destacada en el cártel de Juárez bajo el control de Amado Carrillo Fuentes, apodado «el Señor de los Cielos» por ser el primero en emplear aviones jumbo para el transporte de grandes cargamentos de droga entre territorios.

En noviembre de 1999, durante una redada conjunta de las fuerzas del orden mexicanas y estadounidenses, se descubrió una fosa común en un rancho del desierto llamado La Campana, cerca de Juárez. La fosa contenía doscientos cadáveres, quizá más. La Campana había sido en otro tiempo propiedad de Fuentes y su lugarteniente, Alfonso Corral Olaguez. Carrillo había muerto en el verano de 1997, debido a una sobredosis de anestesia administrada en el transcurso de una operación de cirugía plástica destinada a cambiar su aspecto. Corría el rumor de que sus proveedores colombianos, envidiosos de su influencia, habían pagado a los médicos. Dos meses después, Corral fue asesinado a tiros en el restaurante Maxfim de Juárez, lo que provocó una cruenta guerra territorial encabezada por el hermano de Carrillo, Vicente. Entre los cadáveres de La Campana, amontonados en los narcobúnkeres excavados por toda la finca, se encontraban los de aquellos que habían contrariado a Carrillo, incluidos los miembros del cártel rival de Tijuana, así como los desventurados campesinos que habían tenido la mala suerte de estar donde no debían en el momento menos oportuno. Certaz lo sabía, porque él mismo había ayudado a enterrar a más de uno. Con el descubrimiento de los cadáveres, había aumentado la presión sobre los traficantes mexicanos obligándolos a extremar la cautela en sus actividades, y de ahí que los hombres con la experiencia de Certaz fuesen cada vez más necesarios. Había sobrevivido a las investigaciones y las recriminaciones, y había salido más fuerte y seguro que nunca.

En la película, una mujer llegaba en tren. Esperaba que alguien fuese a recogerla, pero no había nadie en la estación. Iba a una casa, donde el irlandés interpretado por el italiano aparecía muerto sobre una mesa de picnic junto a sus hijos.

Certaz se aburría. Pulsó el botón del mando para quitar la película, y en ese preciso instante oyó llamar a la puerta.

Danny Quinn, con una toalla ceñida a la cintura, se acercó a la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó.

– Policía.

Fue un error, pero Brightwell no estaba en su mejor momento. Había sido un largo viaje y le pesaba el cansancio. El calor diurno lo había agotado, y ahora las temperaturas nocturnas del desierto, muy bajas en comparación, lo habían pillado por sorpresa.

Danny miró a Melanie. Ella agarró el bolso, se fue al baño y cerró la puerta. Tenían un poco de hierba en una bolsa de plástico de cierre hermético, pero Melanie la tiraría por el váter. Aunque era una lástima perderla, Danny podía conseguir más.

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