John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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En nuestra vida secreta, fuimos ángeles. Adoramos y fuimos adorados. Y cuando caímos, el último gran castigo fue marcarnos para siempre con todo lo que habíamos perdido, y atormentarnos con el recuerdo de todo lo que una vez fue nuestro. Ya que no somos como los demás. Todo nos ha sido revelado, y en esa revelación reside la libertad.

Ahora vivimos nuestra vida secreta.

Al despertar, descubrí que me hallaba solo en la cama. La cuna de Sam estaba vacía y en silencio, y noté el colchón frío al tacto, como si ningún niño hubiese dormido jamás allí. Me acerqué a la puerta y oí ruidos abajo, en la cocina. Me puse un pantalón de chándal y bajé.

Dentro de la cocina se deslizaban sombras, visibles a través de la puerta entornada, y oí abrirse y cerrarse armarios. Habló una mujer. Rachel, pensé: «Ha bajado a Sam para darle de comer, y habla con ella como siempre habla con ella, compartiendo con la pequeña sus pensamientos y esperanzas mientras hace lo que tiene que hacer». Vi cómo mi mano se movía y empujaba la puerta, y la cocina apareció ante mí.

Había una niña sentada a un extremo de la mesa. Tenía la cabeza un poco gacha, y su pelo largo y rubio rozaba la madera y el plato vacío que tenía delante, la cenefa azul ahora mellada. Permanecía inmóvil. Algo goteaba de su cara y caía en el plato, formando en él una mancha roja en expansión.

¿ A qui é n buscas?

La voz no salió de la niña. Parecía llegarme de un lugar lejano y tenebroso, y también de cerca, un frío susurro junto a mi oído.

Han vuelto. Quiero que se vayan. Quiero que me dejen en paz.

Contesta.

A vosotras no. Os quise, y siempre os querré, pero ya os habéis ido.

No. Estamos aqu í . Dondequiera que t ú est é s, ah í estaremos nosotras.

Por favor, necesito dejaros atrás de una vez. Todo se viene abajo. Estáis destrozándome la vida.

Ella no se quedar á . Te dejar á .

La quiero. La quiero como antes os quise a vosotras.

¡ No! No digas eso. No tardar á en irse, y cuando te deje, nosotras seguiremos aqu í . Nos quedaremos contigo y yaceremos junto a ti en la oscuridad.

En la pared, a mi derecha, apareció una grieta, y en el suelo se abrió una fisura. La ventana se hizo añicos y los fragmentos de cristal estallaron hacia dentro, reflejándose en cada esquirla los árboles, las estrellas y la luna, como si el mundo entero se desintegrase en torno a mí.

Oí a mi hija arriba, eché a correr y subí de dos en dos los peldaños de la escalera. Abrí la puerta del dormitorio y Rachel estaba al lado de la cuna con Sam en brazos.

– ¿Dónde estaba? -pregunté-. Me he despertado y no te he visto.

Me miró. Se la notaba cansada y tenía manchado el camisón.

– Había que cambiarla. La he llevado al cuarto de baño para no despertarte.

Rachel dejó a Sam en la cuna. Tras asegurarse de que nuestra hija estaba tranquila y a gusto, se preparó para volver a la cama. De pie junto a Sam, me agaché y la besé en la frente con delicadeza.

Una gota de sangre cayó en su cara. Se la limpié con el pulgar y me acerqué al espejo del rincón. Tenía un pequeño corte debajo del ojo izquierdo. Al tocármelo, sentí una punzada de dolor. Abrí la herida con los dedos y me la exploré hasta localizar y extraer un diminuto fragmento de cristal. Una única lágrima de sangre resbaló por mi mejilla.

– ¿Estás bien? -preguntó Rachel.

– Me he cortado.

– ¿Mucho?

Al pasarme el brazo por la cara, me la embadurné de sangre.

– No -mentí-. No es nada.

Salí hacia Nueva York a la mañana siguiente temprano. Rachel estaba sentada a la mesa de la cocina, en la misma silla que la noche anterior ocupaba una niña con un plato delante sobre el que lentamente se formaba un charco de sangre. Sam se había despertado hacía dos horas, y en ese momento berreaba sin parar. Por lo general, despierta y con el estómago lleno, se conformaba con ver pasar la vida plácidamente. Sentía especial fascinación por Walter y se le iluminaba la cara cada vez que éste aparecía. El perro, a su vez, siempre andaba cerca de la niña. Yo sabía que, a veces, la llegada de un recién nacido a una casa desconcertaba a los perros, confusos por los efectos de ese cambio en la jerarquía. Como consecuencia, algunos adoptaban una actitud resueltamente hostil, pero ése no fue el caso de Walter. Si bien era un perro joven, parecía reconocer cierto deber de protección hacia el pequeño ser que había entrado en su territorio. Incluso el día anterior, durante el revuelo que siguió al bautizo, le había costado separarse de Sam. Sólo cuando se aseguró de que la madre de Rachel se hallaba en las inmediaciones pareció relajarse, y entonces pasó a rondar a Ángel y Louis.

La madre de Rachel no se había despertado aún. Aunque Frank había vuelto a trabajar esa mañana logrando eludirme antes de marcharse, Joan se había ofrecido a quedarse con Rachel mientras yo estaba fuera. Rachel había aceptado sin dudar, y yo le estaba agradecido por ello. La casa se hallaba bien protegida: inducido por los recientes acontecimientos, habíamos instalado un sistema de sensores de movimiento que nos alertaba de la presencia de cualquier cosa mayor que un zorro en nuestra propiedad, y unas cámaras vigilaban la verja de entrada y el jardín, así como la marisma que se extendía más allá, mandando imágenes a dos monitores idénticos en mi despacho. La inversión era considerable, pero merecía la pena por la tranquilidad que proporcionaba.

Di un beso de despedida a Rachel.

– Será sólo un par de días -dije.

– Lo sé. Lo entiendo.

– Te llamaré.

– Bien.

Rachel tenía a Sam apoyada en el hombro e intentaba calmarla, pero la niña no se dejaba consolar. Besé también a Sam y sentí el calor de Rachel, el contacto de su pecho en mi brazo. Recordé que no habíamos hecho el amor desde antes de nacer Sam, y a causa de eso la distancia entre nosotros parecía aún mayor.

A continuación, las dejé, cogí el coche y fui al aeropuerto en silencio.

El chulo de nombre G-Mack estaba sentado a oscuras en el piso de Coney Island Avenue que compartía con varias de sus mujeres. Tenía otro en el Bronx, más cerca del Point, pero últimamente, desde que se presentaron aquellos hombres buscando a sus dos putas, lo usaba cada vez menos. La llegada de la vieja negra lo había asustado más aún, así que se había retirado a su nido privado y se aventuraba a ir al Point sólo de noche y manteniéndose alejado de las calles principales en la medida de lo posible.

G-Mack dudaba que fuera muy sensato vivir en Coney Island Avenue. Había sido una zona peligrosa ya en épocas pasadas, incluso en el siglo XIX, cuando los bandidos se cebaban en los turistas que volvían de las playas. En la década de 1980, busconas y camellos colonizaron los alrededores de Foster Avenue, y su presencia se ponía de manifiesto más aún gracias a la viva iluminación de la gasolinera cercana. En la actualidad todavía quedaban traficantes y fulanas, pero eran mucho menos conspicuos y se disputaban el espacio de acera con judíos, paquistaníes, rusos y gente de países que G-Mack ni siquiera conocía. Los paquistaníes habían pasado momentos difíciles en los meses posteriores al 11-S y, por lo que G-Mack había oído, muchos fueron detenidos por los federales, en tanto que otros se marcharon a Canadá o regresaron definitivamente a su país. Algunos incluso cambiaron de nombre, y a veces G-Mack tenía la impresión de que había entrado en su mundo una súbita afluencia de paquistaníes llamados Eddie y Steve, como el fontanero al que se había visto obligado a avisar cuando una de las zorras atascó la cañería tirando algo al váter, y G-Mack prefería no saber qué. Hasta entonces el fontanero se llamaba Amir, o eso constaba en su antigua tarjeta de visita, la que G-Mack guardaba prendida de la puerta de la nevera con un imán de Simbad; ahora, en su nueva tarjeta, se leía «Frank». Frank Shah, como si eso fuera a engañar a alguien. Incluso los tres números, el «786» que antes acompañaba su dirección y que, según le explicó Amir una vez, significaba «En nombre de Alá», habían desaparecido. A G-Mack todo eso le traía sin cuidado. Por lo que había visto, Amir era un buen fontanero, y él no tenía la menor intención de alimentar rencores contra un hombre que hacía bien su trabajo, y menos si pensaba que quizá podía volver a necesitar sus servicios en alguna otra ocasión. Sin embargo, no le gustaba el olor de las tiendas paquistaníes, ni la comida que servían en sus restaurantes, ni cómo vestían, a veces muy acicalados, a veces demasiado informales. Desconfiaba de su ambición y de su obsesiva insistencia en que sus hijos mejorasen en la vida. G-Mack sospechaba que los hijos del bueno de Frank, llamado en realidad Amir, se aburrían como ostras cuando su padre les soltaba un sermón sobre el sueño americano, señalando tal vez a personas como G-Mack para que no siguieran su ejemplo, por más que G-Mack fuese mejor hombre de negocios de lo que sería Amir en su vida y por más que no fuese el pueblo de G-Mack el que había estrellado dos aviones contra los edificios más altos de Nueva York. G-Mack no tenía nada personal contra los paquistaníes del vecindario, aparte de la comida y la indumentaria, pero cabronadas como las del 11-S eran cosa de todos, y a Frankie-Amir y su gente les convenía dejar claro de qué bando estaban.

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