John Connolly - El Ángel Negro

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A veces, hechos sin aparente conexión, y que ocu-rren en lugares muy distantes, se vinculan de un modo misterioso y forman una red de la que es difícil escapar. En El ángel negro, el detective Charlie «Bird» Parker -protagonista ya de cinco novelas policiacas de John Connolly- se ve sumido en una de estas situaciones, un enrevesado caso en que la realidad y la fantasmagoría se funden de manera inextricable.
Éstas son las piezas del rompecabezas: una prostituta llamada Alice desaparece en un sórdido barrio neoyorquino; una colección de misteriosas cajas de plata de origen medieval, dispersas por el mundo, guarda en cada ejemplar un fragmento de un extraño mapa; una subasta de objetos arcanos suscita una gran expectación en Boston; en Francia y la República Checa se profanan varias iglesias…
El detective Charlie Parker debe enfrentarse, además, a un conflicto de lealtades. Por un lado, su amigo Louis, ex asesino a sueldo, necesita ayuda en la violenta búsqueda de su prima, la prostituta desaparecida en Nueva York; por otro lado, su mujer, Rachel, ya no resiste la tensión del peligro ni la continua amenaza que implica la convivencia con él. Y esta vez el peligro es mayor que nunca, porque Charlie se encara a seres dudosamente humanos, seres arraigados en un pasado remoto, la encarnación misma del mal: el ángel negro.

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El piso de G-Mack estaba en la tercera planta, la más alta, de una casa de piedra rojiza con cornisas pintadas de un color vivo entre las avenidas R y S, cerca del Centro Islámico Thayba. El Thayba se hallaba separado del Keshet, el centro judío de atención diurna, por una ludoteca, cosa que a cierta gente podía parecerle señal de progreso pero que sacaba de quicio a G-Mack: ver tan cerca uno del otro a esos dos bandos opuestos; aunque más todavía lo irritaban los putos hasidim, instalados un poco más allá en la misma avenida, con sus raídos abrigos negros y aquellos niños pálidos con bucles que los amariconaban. No le extrañaba que fueran siempre en grupo, porque, sin ayuda, ni uno solo de esos judíos raros saldría airoso en una pelea.

Escuchó a dos de sus putas de cháchara en el cuarto de baño. En esos momentos tenía a nueve en su cuadra, y tres de ellas dormían allí en camastros que les alquilaba como parte de su «acuerdo». De las otras, un par vivía aún con sus madres, porque tenían hijos y necesitaban que alguien se los cuidase mientras ellas hacían la calle, y había alquilado a las demás espacio de suelo en su piso cerca del Point.

G-Mack lió un canuto y observó a la más joven de las tres mujeres, la blanca menuda que se hacía llamar Ellen, mientras se paseaba descalza por la cocina comiéndose una tostada con manteca de cacahuete untada de cualquier manera. Según ella, tenía diecinueve años, pero él no se lo creía. Tampoco le preocupaba. Muchos hombres las preferían jóvenes, y Ellen sacaba una buena pasta en las calles. G-Mack incluso había contemplado la posibilidad de instalarla en algún sitio privado, poner un anuncio en Voice o en Press y cobrar a cuatrocientos o quinientos dólares la hora. Se proponía hacerlo precisamente cuando se desató toda aquella mierda y se vio obligado a andarse con pies de plomo. Aun así, le gustaba catar sus encantos de vez en cuando, y por eso le gustaba tenerla cerca.

G-Mack, con veintitrés años, era más joven que la mayoría de sus mujeres. Había empezado vendiendo hierba a los niños en los colegios, pero era ambicioso y se imaginaba la expansión de su negocio hasta abarcar agentes de Bolsa, abogados y esos ávidos jóvenes blancos que frecuentaban los bares y clubes los fines de semana en busca de algo que les diera marcha para aguantar la larga noche que tenían por delante. G-Mack se veía a sí mismo con trapos elegantes, al volante de un coche trucado. Durante mucho tiempo soñó con tener un Cutlass Supreme del 71, tapizado en piel de color crema y con los rayos de las ruedas cromados, a pesar de que el Cutlass llevaba de serie unas llantas de mierda, de cuarenta y cinco centímetros, y G-Mack sabía que un paseo en él no era nada del otro mundo a menos que rodase con unas de cincuenta y cinco centímetros como mínimo, unas llantas de aleación Lexani o quizás incluso unas Jordan si quería restregárselo a otros hermanos por la cara. Pero un hombre que planeaba sentarse al volante de un Cutlass Supreme del 71 con llantas de cincuenta y cinco centímetros iba a tener que hacer algo más que trapichear con hierba entre quinceañeros llenos de granos. Así que G-Mack invirtió en un poco de éxtasis, junto con algo de coca, y poco a poco la pasta empezó a entrar como el agua.

El problema de G-Mack era que no tenía madera para meterse en el juego a lo grande. G-Mack no quería volver a la cárcel. Había cumplido seis meses de condena en Otisville por agresión a los diecinueve recién cumplidos, y aún se despertaba por las noches gritando a causa del recuerdo. G-Mack era un negro bien parecido, y los primeros días se lo habían pasado en grande con él, hasta que se unió a la Nación de Islam, que incluía entre sus filas a algún que otro cabrón de buen tamaño y no veía con buenos ojos a quienes andaban acogotando a sus potenciales conversos. G-Mack se pasó el resto de los seis meses que le quedaban en prisión agarrado a la Nación como a una tabla después de un naufragio, pero al salir se apartó de esa mierda como si fuese mercancía estropeada. Fueron a buscarlo, para hacerle preguntas y agobiarlo, pero G-Mack había terminado con ellos. Recibió amenazas, claro, pero fuera de la cárcel era más valiente, y al final la Nación lo dejó ir al considerarlo un mal negocio. Aún ponía por todo lo alto a la Nación si surgía la necesidad y se encontraba en compañía de gente que no conocía la historia, pero en esencia sólo le atraía el hecho de que el ministro Farrakhan no toleraba gilipolleces a los blancos, y que éstos se cagaban de miedo ante la presencia de sus seguidores, con sus trajes impecables y sus gafas de sol.

Pero si G-Mack quería reunir dinero para financiar la forma de vida que tanto anhelaba, debía apuntar más alto, y no le gustaba la idea de guardar material en gran cantidad. Si lo cogían en posesión de drogas, habría incurrido en un delito de la máxima gravedad, y eso implicaba entre quince años y cadena perpetua. Aun con suerte, y si el fiscal no tenía conflictos domésticos ni problemas de próstata y le permitía presentar el caso como delito de segundo grado, se pasaría entre rejas hasta los treinta años como mínimo, y a la mierda quienquiera que dijese que a esa edad todavía se es joven, porque él había envejecido más en seis meses de lo que deseaba creer, y no se veía con fuerzas para sobrevivir entre cinco y diez años allí dentro, por mucho que la prisión fuese de clase B, clase C, o de la puta clase Z.

Se reafirmó por fin en la convicción de que la vida del camello no estaba hecha para él cuando un par de estupas, cabrones a más no poder, se plantaron ante su puerta con una orden de registro. Por lo visto habían pillado a alguien que le tenía aún más miedo a la cárcel que G-Mack, y el nombre de éste había salido en el transcurso de la conversación. Sin embargo, los polis no encontraron nada. G-Mack siempre se escabullía por el mismo atajo en la calle, a través de las ruinas calcinadas de otro edificio de tres plantas justo detrás del suyo, que a su vez daba a un solar. Allí había una vieja chimenea, y G-Mack ocultaba su alijo dentro, detrás de un ladrillo suelto. Los polis se lo llevaron a la comisaría, pero se quedaron con dos palmos de narices. G-Mack sabía que no tenían nada de que acusarlo, así que guardó silencio y esperó a que lo dejaran marchar. Tardó tres días en hacer acopio de valor para volver a su alijo, y se lo quitó de encima cinco minutos después por la mitad de su valor en la calle. Desde entonces se había mantenido alejado de las drogas, que sustituyó por otra posible fuente de ingresos, pues si G-Mack no sabía un carajo de trapicheo, sí entendía de titis. Había conocido a no pocas y nunca había pagado por ellas, al menos no a las claras y en dinero contante y sonante, pero sabía que muchos hombres sí pagaban. De hecho, hasta conocía ya a un par de zorras que se vendían, pero no tenían a nadie que cuidara de ellas, y esa clase de mujeres se hallaban en una situación vulnerable. Necesitaban a un hombre que velara por ellas, y G-Mack no tardó en convencerlas de que él era el hombre indicado. Sólo tenía que sacudirle a alguna de vez en cuando, y ni siquiera demasiado fuerte, y todas entraban en vereda. Al cabo de un tiempo murió Free Billy, un chulo viejo, y algunas de sus mujeres acudieron a G-Mack y ampliaron aún más su cuadra.

Volviendo la vista atrás, no recordaba por qué había admitido entre sus putas a Alice, la yonqui. La mayoría de las otras chicas de Free Billy sólo consumían hierba, o acaso un poco de coca si un tío les ofrecía, o tenían la suerte de cara y conseguían esconderle algo a G-Mack, aunque él las registraba a fondo con regularidad para reducir al mínimo esa clase de hurtos. Las yonquis eran imprevisibles, y sólo por su aspecto podía ahuyentar a los puteros. Pero Alice tenía algo especial, eso no podía negarse. Estaba justo en el límite. Consumida parte de la grasa por la droga, le había quedado un cuerpo casi perfecto y una cara como la de esas zorras etíopes, las que tanto gustaban a las agencias de modelos porque sus facciones, con la nariz recta y la tez de color café, no parecían tan africanas. Además, era amiga de Sereta, la mexicana con una gota de sangre negra, y ésa era una mujer de muy buen ver. Sereta y Alice habían sido chicas de Free Billy, y le dejaron claro que eran inseparables, así que G-Mack tuvo que aceptar el apaño.

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