– ¿Sigues queriendo vengarte de él?
Valgerdur lo miró y asintió con la cabeza.
– Pero no todavía -dijo-. No puedo…
– No -dijo Erlendur-. Tienes razón. Claro.
– Cuéntame alguna de esas desapariciones que te interesan. De las que estás siempre leyendo.
Erlendur sonrió, pensó durante unos instantes y empezó a contarle una desaparición que se produjo a la vista de todos; la historia de la desaparición de Jón Bergthórsson, un ladrón de Skagafjórdur.
Había ido a la banquisa del fiordo a coger un tiburón que habían sacado por un agujero en el hielo el día anterior. De pronto empezó a soplar un fuerte viento del sur, se puso a llover, y el hielo se rajó y empezó a desplazarse mar adentro. Era imposible acudir a rescatar a Jón en una barca a causa del empeoramiento del tiempo, y el hielo se alejó hacia la salida del fiordo, empujado por el viento del sur.
La última vez que vieron a Jón fue a través de un catalejo: corría de acá para allá sobre un témpano de hielo que se perdía en el horizonte, hacia el norte.
La tranquila música del bar ejercía un efecto relajante sobre ellos, y permanecieron sentados en silencio hasta que Valgerdur se inclinó hacia él y le tomó la mano.
– Es mejor que me marche ya -dijo.
Erlendur asintió con la cabeza y los dos se pusieron en pie. Ella le besó en la mejilla y durante un instante se arrimó a él.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que Eva Lind había entrado en el bar y los miraba desde lejos. Los vio levantarse, vio que ella le besaba y parecía arrimarse a él. Eva Lind dio un respingo y se acercó a ellos con rapidez.
– ¿Quién cono eres tú, tía? -dijo Eva, mirándolos a los dos fijamente.
– Eva -dijo Erlendur secamente, sorprendido de ver a su hija en el bar así, de repente-. Sé amable.
Valgerdur alargó la mano. Eva Lind recorrió a la mujer con la mirada y luego la dirigió a la mano extendida. Erlendur miró a una y a la otra, y finalmente clavó los ojos en Eva.
– Se llama Valgerdur y es una buena amiga -dijo.
Eva Lind miró a su padre y luego otra vez a Valgerdur, pero no aceptó su mano. Valgerdur sonrió incómoda y dio medio vuelta. Erlendur la vio salir del bar y siguió mirándola mientras cruzaba el vestíbulo. Eva Lind se acercó a él.
– ¿Esto qué es? -dijo-. ¿Andas comprando tías en el bar?
– ¡Qué descarada eres! -exclamó Erlendur-. ¿Cómo se te ocurre comportarte de esta forma? Esto no es asunto tuyo. ¡Déjame en paz, cono!
– ¡Vaya! ¡Tú puedes andar metiendo las narices en mis asuntos todo el puto día y yo no puedo saber con quién follas tú en el hotel!
– ¡Deja de decir barbaridades! ¿Por qué te crees que puedes hablarme así?
Eva Lind calló, pero miró furiosa a su padre. Él clavó los ojos en ella con idéntico enfado.
– ¡¿Qué cono quieres de mí, niña?! -le gritó, y luego echó a correr detrás de Valgerdur. Ya había salido del hotel, y a través de la puerta giratoria la vio entrar en un taxi. Cuando llegó a la acera, delante del hotel, vio los rojos pilotos traseros del taxi alejarse y desaparecer por la esquina.
Erlendur se quedó mirando el taxi y maldijo en silencio. No le apetecía nada volver al bar, donde le esperaba Eva Lind, y con la mente en otro sitio entró y bajó por la escalera hacia el sótano, sin darse cuenta de lo que hacía hasta que se encontró en el pasillo del cuchitril de Gudlaugur. Encontró un interruptor, lo pulsó y las escasas bombillas que aún funcionaban arrojaron sobre el pasillo una fúnebre claridad. Fue hasta el cuartucho, abrió la puerta y encendió la luz. El póster de Shirley Temple apareció ante sus ojos.
La pequeña princesa.
Oyó pasos ligeros en el pasillo y supo quién era antes de que Eva Lind apareciese por la puerta.
– La de arriba me dijo que te había visto bajar al sótano -dijo Eva mirando la habitación. Sus ojos se detuvieron en la mancha de sangre de la cama-. ¿Fue aquí donde sucedió? -preguntó.
– Sí -dijo Erlendur.
– ¿Qué póster es ese?
– No lo sé -dijo Erlendur-. No comprendo cómo puedes comportarte así. No debiste llamarla «tía» y negarte a darle la mano. Ella no te ha hecho nada.
Eva Lind calló.
– Debería darte vergüenza -dijo Erlendur.
– Perdona -dijo Eva.
Erlendur no respondió. Estaba allí, en pie, contemplando el póster. Shirley Temple con un precioso vestido de verano y un lazo en el pelo, sonriendo en colores. The Little Princess. Filmada en 1939, sobre una historia de Francés Hodgson Burnett. Temple hacía el papel de una niña muy despierta a la que mandaban a un internado de Londres porque su padre tenía que viajar al extranjero; y la abandonaba en manos del severo director del centro.
Sigurdur Óli había buscado datos sobre la película en internet. La información disponible no les desveló el motivo por el que Gudlaugur guardaba aquel póster colgado en su cuarto.
La pequeña princesa, pensó Erlendur.
– De pronto me puse a pensar en mamá -dijo Eva Lind detrás de él-. Cuando vi a esa mujer contigo en el bar. Y en Sindri y en mí, por quienes no has mostrado nunca el más mínimo interés. Me puse a pensar en todos nosotros. En nosotros como familia, porque se mire como se mire seguimos siendo una familia. Al menos, así es como yo lo veo.
Erlendur se volvió hacia ella.
– No comprendo por qué nos abandonaste -continuó Eva-. Sobre todo a mí y a Sindri. No consigo entenderlo. Y tú no ayudas mucho, precisamente. Nunca quieres hablar de nada que tenga que ver contigo. Nunca dices nada. Es como hablar con una pared.
– ¿Por qué necesitas explicaciones para todo? -dijo Erlendur-. Hay cosas que no tienen explicación. Y cosas que no necesitan explicarse.
– ¡Ya habló el madero!
– La gente habla demasiado -dijo Erlendur-. Deberían callar más. Sería mejor para ellos.
– Estás hablando de criminales. Siempre estás pensando en crímenes. ¡Nosotros somos tu familia!
Callaron.
– Probablemente cometí un error -dijo luego Erlendur-. No con vuestra madre, creo. Aunque tal vez sí. No lo sé. La gente se divorcia, y a mí me resultaba insoportable la vida con ella. Pero seguramente hice mal con Sindri y contigo. Y quizá no me di cuenta hasta que tú me encontraste y luego empezaste a visitarme, y algunas veces traías a tu hermano. No me había dado cuenta cabal de que tenía dos hijos con los que no había estado en contacto en toda su infancia y que, siendo tan jóvenes aún, estaban llevando ya una vida caótica, y empecé a darle vueltas a la idea de si mi indiferencia habría podido ser la causa de aquello. He pensado mucho en por qué fueron así las cosas. Igual que tú, exactamente igual. Por qué no acudí a los tribunales para conseguir un régimen de visitas y por qué no peleé como una fiera para teneros conmigo. O por qué no intenté hablar con vuestra madre para llegar a un acuerdo. O simplemente, presentarme en la puerta de vuestro colegio y raptaros.
– Simplemente, porque no sentías el más mínimo interés por nosotros -dijo Eva Lind-. ¿No es esa la realidad?
Erlendur calló.
– ¿No es esa la realidad? -repitió Eva.
Erlendur sacudió la cabeza.
– No -dijo-. Me gustaría que todo fuera más sencillo.
– ¿Sencillo? ¿Qué quieres decir?
– Creo…
– ¿Qué?
– No sé cómo expresarlo. Creo…
– Sí.
– Creo que yo también me morí en el páramo.
– ¿Cuándo murió tu hermano?
– Es difícil explicarlo, y puede que hasta imposible. Tal vez sea imposible explicar todas las cosas, y quizá haya algunas cosas que es mejor dejarlas sin explicar.
– ¿Qué quiere decir eso de que te moriste en el páramo?
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