– En las películas, los polis nunca pueden beber cuando están de servicio -dijo.
– Yo no voy al cine -dijo Erlendur, sonriente.
– No -dijo ella-. Lees libros sobre accidentes y muertes.
Se sentaron en un rincón del bar y miraron en silencio el movimiento de los clientes. A medida que se iba aproximando la Navidad, Erlendur tenía la sensación de que aumentaba el ruido que producían los huéspedes, las canciones navideñas sonaban sin pausa en la red de altavoces, y los extranjeros acarreaban paquetes muy adornados y bebían cerveza como si no supieran que era más cara que en cualquier otro sitio de Europa, si no del mundo entero.
– Al fin conseguisteis tomar las muestras a Wapshott -dijo.
– ¿Pero qué clase de tío es ese? Tuvieron que tirarlo al suelo y abrirle la boca a la fuerza. Era penoso ver cómo se movía, cómo peleaba contra todos los que había en la celda.
– No me aclaro muy bien con él -dijo Erlendur-. No sé que está haciendo exactamente aquí y no tengo ni idea de lo que oculta.
No quería entrar en más detalles sobre Wapshott, ni referirse a la pornografía infantil ni a los juicios por delitos sexuales en el Reino Unido. No le parecía apropiado hablar de ello con Valgerdur, aparte de que Wapshott, pese a todo, tenía pleno derecho a que no le contasen su vida privada al primero que apareciera por allí.
– Supongo que tú estarás mucho más acostumbrado que yo a esas cosas -dijo Valgerdur.
– Yo nunca le he tomado una muestra de saliva a alguien tirado en el suelo mientras se retuerce y vocifera.
Valgerdur rió.
– No era de eso de lo que quería hablar -dijo-. No había salido así con nadie que no fuera mi marido durante… creo que treinta años. Así que tendrás que perdonarme si parezco… patosa.
– Pues entonces somos igual de patosos -dijo Erlendur-. Yo tampoco tengo mucha experiencia. Pronto hará un cuarto de siglo que me divorcié de mi mujer. Las mujeres de mi vida se pueden contar con tres dedos de la mano.
– Creo que me voy a divorciar de él -dijo Valgerdur con tristeza, y Erlendur la miró.
– ¿Qué quieres decir? -dijo-. ¿Te vas a divorciar de tu marido?
– Creo que todo ha acabado ya entre nosotros, y quería pedirte perdón.
– ¿A mí?
– Sí, a ti -dijo Valgerdur-. Soy idiota -suspiró-. Pensaba utilizarte para vengarme de él.
– No comprendo adonde quieres llegar -dijo Erlendur.
– Yo tampoco lo sé demasiado bien. Ha sido horrible desde que me enteré.
– ¿De qué?
– De que me engaña.
Lo dijo como si estuviera hablando de una realidad con la que no tenía más remedio que vivir, y Erlendur no comprendía cuáles eran sus sentimientos en aquel momento. En sus palabras solo halló el vacío.
– No sé ni cuándo ni por qué empezó -dijo ella.
Calló y Erlendur no supo qué decir, así que guardó silencio él también.
– ¿Tú engañabas a tu mujer? -preguntó ella de repente.
– No -dijo Erlendur-. No tuvo nada que ver con algo por el estilo. Éramos jóvenes y no teníamos nada en común.
– Nada en común -repitió Valgerdur, con la mente en algún otro sitio-. ¿Qué es tener algo en común?
– ¿Y tienes intención de separarte de él?
– Estoy intentando poner en orden las cosas -dijo-. Quizá dependerá también de lo que haga él.
– ¿Qué clase de infidelidad es la suya?
– ¿Qué clase? ¿Es que hay diferencia entre una infidelidad y otra?
– ¿Ha sido cosa de muchos años seguidos, o es algo reciente? ¿O quizás ha estado con más de una?
– Dice que lleva dos años con la misma mujer. No he sido capaz de preguntarle por el pasado, ni si ha habido otras mujeres, de las que yo no sepa nada. Nunca se sabe. Una confía en su gente, en su marido, hasta que un día él se pone a hablar del matrimonio y dice que conoce a esa mujer y que lleva dos años con ella, y una se siente como una idiota. No tienes ni idea de lo que te está diciendo. Y luego resulta que han estado viéndose en hoteles como este…
Valgerdur calló.
– ¿Está casada esa mujer? -preguntó Erlendur.
– Divorciada. Es cinco años más joven que él.
– ¿Te ha dado alguna explicación por su infidelidad? ¿Por qué…?
– ¿Quieres decir que si es culpa mía? -le interrumpió Valgerdur.
– No, yo preten…
– A lo mejor es culpa mía -dijo ella-. No lo sé. No ha aparecido ninguna explicación. Solo enfado e incomprensión, creo.
– ¿Y vuestros dos hijos?
– No les hemos dicho nada. Ninguno de los dos vive ya en casa. Quizá sea esa la explicación. Muy poco tiempo para nosotros mientras estaban en casa, demasiado tiempo desde que se marcharon. Tal vez acabamos convirtiéndonos en unos desconocidos el uno para el otro, después de tantos años.
Callaron.
– No necesitas pedirme disculpas, en absoluto -dijo Erlendur finalmente, mirándola-. De ninguna manera. Soy yo quien tendría que pedirte excusas por no haber sido sincero contigo. Por mentirte.
– ¿Por mentirme? ¿A mí?
– Preguntaste por qué tenía tanto interés por las muertes en las montañas, por los que se extravían en páramos y barrancos, y no te dije la verdad. Es porque casi nunca he hablado de ello y me cuesta mucho hacerlo, supongo. Tengo la sensación de que es algo que no le importa a nadie. Ni siquiera a mis hijos. Mi hija corrió peligro de muerte y pensé que se iba a morir; solo entonces sentí la necesidad de hablarle de ello. De contárselo todo.
– ¿Hablar de qué? -preguntó Valgerdur con gran tacto-. ¿De algo que sucedió?
– Mi hermano se perdió en la montaña -dijo Erlendur-. Cuando tenía ocho años. Jamás lo encontraron.
Le había dicho en voz alta a una mujer completamente desconocida en el bar de un hotel lo que había guardado oculto en su corazón desde que podía recordar. Quizá se trataba de un sueño largamente ansiado. Quizá ya no quería continuar sintiéndose solo en medio de la ventisca.
– Hay un relato que habla de nuestro caso en uno de esos libros sobre personas desaparecidas que estoy siempre leyendo -continuó-. Un relato de lo que sucedió cuando mi hermano se extravió, de la búsqueda y del profundo dolor que se abatió sobre toda la familia. Una descripción curiosamente exacta, tomada de labios de una de las personas más importantes de la comarca, y escrita por un amigo de mi padre. Aparecen nuestros nombres y todos los detalles sobre nuestra forma de vivir y la reacción de mi padre, que parecía extraña, porque quedó hundido en la más absoluta desesperación y atenazado por un terrible sentimiento de culpa; se recluyó en su habitación, sentado, con la mirada perdida, y no se movió mientras los demás hacían todo lo posible por encontrar al niño. No nos pidieron permiso para editar el relato, y mis padres se sintieron profundamente heridos. Te lo puedo enseñar, si quieres.
Valgerdur asintió.
Erlendur empezó a contárselo. Ella le escuchaba en silencio, y cuando acabó su relato, se echó hacia atrás en su silla y suspiró.
– Entonces, ¿nunca lo encontrasteis? -dijo.
Erlendur sacudió la cabeza.
– Mucho tiempo después de que sucediera eso, e incluso a veces hoy día, me imagino que no está muerto. Que pudo bajar del páramo, perdido y amnésico, y que un día me encontraré con él por casualidad. A veces lo busco entre la gente e intento imaginar qué aspecto tendría ahora. No es una reacción excepcional, cuando no se han hallado los restos mortales. Lo sé por la policía. La gente se aferra a la esperanza cuando ya no queda nada más.
– Os queríais mucho tu hermano y tú -dijo Valgerdur.
– Nos llevábamos muy bien -dijo Erlendur.
Estaban sentados en silencio viendo el ajetreo del hotel, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos. Los vasos estaban vacíos y a ninguno de los dos se le ocurrió pedir más bebidas. Transcurrió así un tiempo considerable, hasta que Erlendur carraspeó, se inclinó hacia ella y con un tono vacilante le hizo la pregunta que le rondaba desde que ella empezó a hablar de la infidelidad de su esposo.
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