Arnaldur Indriðason
La voz
«Ay, ¿dónde hallaré, llegado
el invierno, las flores, dónde
del sol la luz,
de la tierra las sombras?
Los muros se yerguen
mudos y fríos al viento,
gimen las veletas.»
Friedrich Holderlin, Mitad de la vida
NOTA SOBRE LOS NOMBRES PROPIOS ISLANDESES
Los islandeses siempre se tratan por el nombre de pila, puesto que la mayoría de ellos tienen un patronímico, que termina en -son en el caso de los hijos y en -dóttir en el caso de las hijas. Los nombres de las personas no se ordenan por el apellido, sino por el nombre, incluso en la guía telefónica. Aunque pueda parecer extraño, los policías, a pesar de las jerarquías, se llaman por el nombre de pila, y también entre policías y criminales.
El nombre completo de Erlendur es Erlendur Sveinsson, y el de su hija, Eva Lind Erlendsdóttir. Los matronímicos son excepcionales, aunque se dice que Audur significa Kolbrúnardóttir (la hija de Kolbrún). Sin embargo, algunas familias tienen apellidos tradicionales que derivan o se adaptaron directamente del danés como resultado del gobierno colonial que duró hasta principios del siglo XX. Briem es uno de esos apellidos tradicionales y por ello no revela el género. En el caso de Marión Briem, el ambiguo nombre de pila hace incrementar la intriga.
Por otra parte, los nombres islandeses son, en su gran mayoría, significativos, y los autores juegan frecuentemente con sus significados. Por ejemplo, Erlendur quiere decir «forastero».
Por fin llegó el gran momento. Se abrió el telón, pudo contemplar la sala y experimentó una sensación gloriosa al ver a toda aquella gente mirándole, y la timidez desapareció al instante. Vio a algunos de los chicos de la escuela y algunos profesores, y vio también al director del colegio, le pareció que le hacía un gesto de aprobación con la cabeza. Pero solo conocía a muy pocos de los presentes. Todas aquellas personas habían ido allí para escucharle a él y para oír su hermosa voz, que había despertado interés incluso más allá de las fronteras.
El murmullo fue apagándose poco a poco y todos los ojos se dirigieron a él, en callada expectación.
Vio a su padre en el centro de la primera fila, con las piernas cruzadas y sus gruesas gafas negras de montura de asta, y el sombrero en las rodillas. Le vio mirarle a través de sus lentes y sonreír para darle ánimos, era el gran momento de la vida de ambos. A partir de aquel momento, nada sería como antes.
El maestro de coro alzó las manos. El silencio se extendió por la sala.
Y él empezó a cantar con aquella voz límpida y bella que su padre consideraba celestial.
Elínborg los estaba esperando en el hotel.
En la puerta principal se alzaba un gran árbol de Navidad, rebosante de adornos navideños, cintas y bolas brillantes. Noche de paz, noche de amor, sonaba en una invisible red de altavoces. Grandes autobuses de viajeros estaban parados delante del hotel y la gente se apiñaba en recepción. Extranjeros con intención de pasar las navidades y el fin de año en Islandia, con la idea de que Islandia es país de aventuras y emociones. Acababan de aterrizar, pero al parecer algunos ya se habían comprado jerseys islandeses de lana y estaban registrándose emocionados en la ignota tierra del invierno. Erlendur se sacudió el aguanieve del abrigo. Sigurdur Óli miró hacia la entrada y descubrió a Elínborg al lado del ascensor. Le dio un golpecito a Erlendur en el brazo y los dos se dirigieron hacia ella. Ya había examinado el escenario. Los primeros policías en llegar al lugar se habían encargado de que nadie tocara nada.
El director del hotel les pidió que no hubiera revuelo. Es la palabra que utilizó cuando telefoneó. Aquello era un hotel y la prosperidad de un hotel se apoya en su reputación. Les pidió que lo tuvieran en cuenta. Por eso no sonaban sirenas ni había agentes uniformados entrando por la puerta principal a todo correr. El director dijo que bajo ningún concepto debían alarmar a los clientes del hotel.
No había que exagerar las aventuras y emociones de Islandia.
Estaba al lado de Elínborg, que saludó a Erlendur y Sigurdur Óli con un apretón de manos. El director del hotel era tan gordo que apenas cabía en el traje. Llevaba la americana abrochada en el vientre con un solo botón, que parecía a punto de reventar. El cinturón desaparecía bajo la inmensa barriga que rebosaba de la chaqueta, y el hombre sudaba de tal modo que no podía dejar de pasarse un gran pañuelo blanco por la frente y la nuca. El blanco cuello de la camisa estaba empapado en sudor. Erlendur estrechó su mano húmeda y fría.
– Muchas gracias -dijo el director del hotel, resoplando como una ballena, agobiado por aquella contrariedad. Llevaba veinte años al frente del hotel y jamás se había encontrado con algo parecido.
– En pleno frenesí navideño -suspiró-. ¡No comprendo cómo puede suceder algo así! ¿Cómo puede suceder algo así? -repitió, y los policías se dieron perfecta cuenta de que se sentía totalmente superado por la situación.
– ¿Está arriba o abajo? -preguntó Erlendur.
– ¿Arriba o abajo? -resopló el obeso director del hotel-. ¿Te refieres [1]a si ya está en el reino de los cielos?
– Sí -dijo Erlendur-. Tenemos que saberlo.
– ¿Subimos en el ascensor? -preguntó Sigurdur Óli.
– No -dijo el director del hotel, y miró irritado a Erlendur-, está ahí abajo, en el sótano. Tiene una habitación pequeña. No le hemos querido echar a la calle. Y ahora pagamos las consecuencias.
– ¿Por qué ibais a querer echarle? -preguntó Elínborg.
El director del hotel la miró, pero no respondió.
Bajaron lentamente por una escalera que había al lado del ascensor. El director iba delante. Le costaba un considerable esfuerzo bajar la escalera, y Erlendur se quedó pensando en cómo se las arreglaría cuando tuviera que volver a subir.
Se habían puesto de acuerdo para mostrar cierta consideración. Excepto Erlendur. Intentaban actuar con todo el tacto posible hacia el hotel. Detrás del edificio había tres coches de policía y una ambulancia. La policía y los camilleros entraron por la puerta trasera. El forense estaba de camino. Confirmaría la defunción y avisaría a un coche fúnebre.
Recorrieron un largo pasillo con la ballena resoplando delante. Agentes de policía uniformados les saludaron. El pasillo era más oscuro cuanto más se adentraban en él, porque las bombillas estaban fundidas y nadie se había tomado la molestia de cambiarlas. Finalmente llegaron a una puerta abierta, en medio de la oscuridad, que daba a una pequeña habitación. Parecía más un trastero que un alojamiento, pero contenía una cama estrecha y un pequeño escritorio, y en el suelo había una alfombrilla deshilachada, sobre unas baldosas sucias. Junto al techo había un ventanuco.
El hombre estaba sentado en la cama, apoyado contra la pared. Llevaba puesto un rojo disfraz de Papá Noel y aún tenía el gorro en la cabeza, aunque medio caído sobre el rostro. La abundante barba blanca le ocultaba la cara. El enorme cinturón estaba suelto y la chaqueta desabrochada. Por dentro llevaba una camiseta blanca de tirantes. A la altura del corazón tenía una herida de carácter letal. Había otras heridas en el torso, pero la del corazón era la definitiva. Las manos estaban llenas de cortes, como si hubiera intentado defenderse del ataque.
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