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Arnaldur Indriðason: La voz

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Arnaldur Indriðason La voz

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Gulli, el viejo portero de uno de los más conocidos hoteles de Reykjavik, aparece desnudo y acuchillado hasta morir en su miserable habitación en el sótano. Pero Gulli es mucho más que un simple portero que se disfrazaba de Papa Noel todas las navidades, es un completo misterio. Veinte años en el hotel y nadie le conoce realmente. Erlendur Sveinsson decide alojarse en el mismo hotel en busca de la asesina, que, también de eso cree estar convencido, aún debe permanecer muy cerca, pese a que las vacaciones de Navidad están ya encima y el hotel completo. Mientras que al director tan sólo le importa que el asesinato permanezca oculto y su reputación intacta. Erlendur, sin embargo, recibe la visita de su hija, que de nuevo se adentra entre las brumas de la droga y el alcohol, dejando al inspector al borde de la desesperación y la impotencia.

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– No nos ha ido muy bien últimamente -respondió por fin-. Tenemos overbooking en verano y cada vez hay más afluencia de público durante las navidades y fin de año, pero luego hay temporadas muertas que pueden llegar a ser de lo más difíciles. Los propietarios dijeron que había que hacer recortes. Disminuir el número de empleados. Me pareció innecesario disponer de un portero a tiempo completo los doce meses del año.

– Pero tengo entendido que era mucho más que un simple portero. Hacía de Papá Noel, por ejemplo. Y era chico para todo. Un tío manitas. Arreglaba cosas. Era más como un conserje.

El director seguía concentrado en su banquete y se produjo una nueva pausa en la conversación. Erlendur miró a su alrededor. La policía había autorizado a los empleados que ya habían concluido su jornada a marcharse a casa, tras haber anotado sus nombres y direcciones. Aún se desconocía quién había sido la última persona en hablar con la víctima, o qué le había sucedido en sus últimos días. Nadie había visto en Papá Noel nada desacostumbrado que le llamara la atención. Nadie había visto a nadie bajar al sótano. Nadie sabía si Papá Noel había recibido allí alguna visita. Solo unos pocos sabían siquiera que vivía allí, que ese cuchitril del sótano era su único hogar, y todo parecía indicar que no querían relacionarse con él más de lo necesario. Solo unos cuantos confesaron que lo conocían, y no parece que tuviera amigo alguno en el hotel. Los empleados desconocían también si los tenía fuera.

«Un auténtico niño perdido», pensó Erlendur.

– Nadie es imprescindible -dijo el director, estirando la salchichita al tomar un trago de vino-. Naturalmente, nunca es agradable despedir a alguien, pero no tenemos trabajo suficiente en portería los doce meses del año. Por eso prescindimos de sus servicios. No hubo ningún otro motivo. Y en realidad tampoco había mucho que hacer en portería. Se ponía el uniforme cuando llegaban estrellas del cine o políticos extranjeros, y echaba a la gente que intentaba colarse.

– Cuando le informaron del despido, ¿se lo tomó a mal?

– Creo que lo entendió.

– ¿Falta algún cuchillo en la cocina? -preguntó Erlendur.

– No lo sé. Cada año se pierden miles de cuchillos, tenedores y vasos. También toallas y… ¿Crees que lo mataron con un cuchillo del hotel?

– No lo sé.

Erlendur miró comer al director del hotel.

– Trabajó aquí durante veinte años y nadie lo conocía. ¿No te parece extraño?

– Los empleados van y vienen -dijo el director, encogiéndose de hombros-. Así suelen ser las cosas donde cambia mucho la gente. Creo que la gente era consciente de su existencia, pero ¿quién conoce a alguien? En realidad, yo no conozco a nadie, aquí.

– Tú pareces haber sobrevivido a todos esos cambios de personal.

– A mí es difícil echarme.

– ¿Por qué usaste la expresión «echarlo a la calle»?

– ¿Eso dije?

– Sí.

– Era una forma de decirlo, como otra cualquiera. No implicaba nada especial.

– Pero acababas de despedirlo e ibas a echarlo a la calle -dijo Erlendur-. Y entonces viene alguien y lo mata. Últimamente no tuvo una buena época el pobre hombre.

El director del hotel hizo como si Erlendur no existiera, mientras engullía pasteles y mousse con delicados movimientos de gourmet, intentando saborear lo mejor posible aquellas exquisiteces.

– ¿Por qué no se había marchado si ya lo habíais despedido?

– Tenía que haberse ido a finales del mes pasado. Estuve insistiéndole pero no lo hice con suficiente energía. Tendría que haberle obligado. Y entonces no habría pasado todo este horror.

Erlendur miró al director del hotel, que masticaba con deleite, y calló. A lo mejor fue por el bufé. A lo mejor por su oscuro bloque de apartamentos. A lo mejor por la época del año. Por la comida enlatada que le esperaba en casa. Por unas Navidades en soledad. Erlendur no lo sabía. La pregunta brotó de sus labios casi por sí sola. Antes de que él se diera cuenta.

– ¿Una habitación? -dijo el director del hotel como si fuera incapaz de comprender de qué le estaba hablando Erlendur.

– No tiene que ser nada especial -dijo Erlendur.

– ¿Para ti, quieres decir?

– Una habitación individual -dijo Erlendur-. No hace falta que tenga televisión.

– Lo tenemos todo ocupado. Lo siento -el director del hotel se quedó mirando a Erlendur. No estaba dispuesto a que aquel policía anduviera revoloteando por allí día y noche.

– El encargado de recepción dijo que quedaban habitaciones vacías -mintió Erlendur, ya más decidido-. Dijo que no habría problema, pero que tenía que hablar primero contigo.

El director del hotel lo miró fijamente. Bajó la vista a su mousse, que aún no había terminado. Luego apartó el plato, había perdido el apetito.

Hacía frío en la habitación. Erlendur estaba de pie junto a la ventana mirando, pero lo único que veía era su propio reflejo en el oscuro vidrio. Hacía tiempo que no miraba a aquel hombre cara a cara, y allí, en la penumbra, pudo comprobar que había empezado a envejecer. A su lado y a su alrededor caían copos de nieve, parsimoniosos, como si los cielos se hubieran quebrado y su polvo estuviera regando el mundo.

Acudió a su mente un pequeño volumen de poesía que tenía en casa, traducciones de algunos poemas de Hölderlin. Dejó a su mente vagar sin rumbo por los poemas hasta que se detuvo en una frase que comprendió que estaba relacionada con aquel hombre que lo miraba a los ojos desde la ventana.

Los muros se yerguen mudos y fríos al viento, gimen las veletas.

4

Estaba quedándose dormido cuando tocaron suavemente a la puerta de su habitación y oyó pronunciar su nombre en voz baja.

Supo al momento quién era. Cuando abrió vio a su hija, Eva Lind, en el pasillo. Se miraron y ella le sonrió y entró escurriéndose por el hueco que quedaba libre en la puerta. Erlendur cerró. Eva Lind se sentó junto al pequeño escritorio y sacó un paquete de cigarrillos.

– Creo que aquí está prohibido fumar -dijo Erlendur, que obedecía la prohibición.

– Sí -respondió Eva Lind, extrayendo un cigarrillo del paquete-. ¿Por qué hace tanto frío aquí?

– Estará estropeado el radiador.

Erlendur se sentó en el borde de la cama. Estaba en calzoncillos y se echó el edredón sobre los hombros y la cabeza, lo que le confería cierto aspecto de hombre de las cavernas.

– ¿Qué haces? -dijo Eva Lind.

– Tengo frío -preguntó Erlendur.

– Quiero decir qué haces aquí, en una habitación de hotel; ¿por qué no te vas a casa? -absorbió el humo hasta el fondo de los pulmones, quemó casi un tercio del cigarrillo, y luego exhaló y, en un instante, la habitación se llenó de humo.

– No lo sé. No tengo… -Erlendur calló.

– ¿Ya no tienes ganas de volver a casa?

– Me pareció lo más indicado. Asesinaron a un hombre aquí en el hotel hoy mismo, ¿te enteraste?

– Un Papá Noel, ¿no? ¿Lo asesinaron?

– El portero. Iba a hacer de Papá Noel en la fiesta infantil del hotel. ¿Y tú, cómo andas?

– Muy bien -dijo Eva Lind.

– ¿Sigues con el trabajo?

– Sí.

Erlendur la miró. Tenía mejor aspecto. Seguía igual de flacucha, pero las ojeras debajo de sus bellos ojos azules se habían desdibujado un poco y las mejillas no estaban ya tan hundidas. Pensaba que su hija llevaba ya casi ocho meses sin tocar las drogas. Desde que tuvo el aborto y pasó un tiempo en el hospital, en coma, entre la vida y la muerte. Cuando salió del hospital se fue a vivir a casa de Erlendur, donde pasó seis meses, y encontró un trabajo fijo, algo que no había sucedido durante dos años. Desde hacía unos meses vivía en una habitación alquilada en el centro.

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