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Arnaldur Indriðason: La voz

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Arnaldur Indriðason La voz

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Gulli, el viejo portero de uno de los más conocidos hoteles de Reykjavik, aparece desnudo y acuchillado hasta morir en su miserable habitación en el sótano. Pero Gulli es mucho más que un simple portero que se disfrazaba de Papa Noel todas las navidades, es un completo misterio. Veinte años en el hotel y nadie le conoce realmente. Erlendur Sveinsson decide alojarse en el mismo hotel en busca de la asesina, que, también de eso cree estar convencido, aún debe permanecer muy cerca, pese a que las vacaciones de Navidad están ya encima y el hotel completo. Mientras que al director tan sólo le importa que el asesinato permanezca oculto y su reputación intacta. Erlendur, sin embargo, recibe la visita de su hija, que de nuevo se adentra entre las brumas de la droga y el alcohol, dejando al inspector al borde de la desesperación y la impotencia.

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– ¿Y si no son tan simples? -preguntó Elínborg.

– No creo que ninguno de los huéspedes del hotel sepa que se ha cometido un crimen -dijo Sigurdur Óli, que también quería volver a casa. Su mujer, Bergthóra, lo había llamado esa tarde para preguntarle si no pensaba volver ya. Ahora era el momento adecuado. Sigurdur Óli sabía exactamente lo que quería decir con eso del momento adecuado. Estaban intentando tener un hijo pero no había forma, y Sigurdur Óli le había dicho a Erlendur que habían empezado a hablar de fertilización in vitro.

– ¿Y tenéis que llevar un tubo de esos? -preguntó Erlendur.

– ¿Un tubo?-dijo Sigurdur Óli.

– Un frasco de esos. Por la mañana.

Sigurdur Óli se quedó mirándolo hasta que comprendió por fin a qué se refería Erlendur.

– Nunca debería haberte hablado de eso -exclamó con brusquedad.

Erlendur bebía a sorbitos un café de pésimo gusto. Estaban sentados los tres solos en la cantina de personal, en el sótano. El operativo había concluido, policías y especialistas habían desaparecido, la habitación estaba precintada. A Erlendur le daba igual. Si se marchaba, el único lugar al que podía ir era su casa, en un oscuro bloque de apartamentos. Para él, la Navidad no significaba nada. Tendría unos días libres en los que no sabría qué hacer. Tal vez viniera su hija de visita, y entonces guisarían el típico tasajo de cordero ahumado. A veces la acompañaba su hermano. Y Erlendur se sentaba a leer, que era lo que hacía siempre.

– Deberíais marcharos a casa -dijo-. Yo me voy a quedar aquí un poco más. A ver si consigo charlar con el jefe de recepción cuando esté menos liado.

Elínborg y Sigurdur Óli se pusieron en pie.

– ¿Estás bien? -preguntó Elínborg-. ¿No prefieres marcharte a casa? Se acerca la Navidad y…

– ¿Qué os pasa a ti y a Sigurdur Óli? ¿Por qué no me dejáis en paz?

– Es Navidad -dijo Elínborg con un suspiro. Vaciló-. Olvídalo -dijo a continuación. Sigurdur Óli y ella se dieron la vuelta y abandonaron la cantina.

Erlendur se quedó un buen rato allí sentado, pensativo. Intentaba entender por qué le había preguntado Sigurdur Óli dónde pensaba pasar la Navidad, y pensó en el interés mostrado por Elínborg. Vio en su mente su apartamento, la butaca, el viejo televisor y los libros que tapizaban las paredes.

A veces, en Navidad, se compraba una botella de Chartreuse y se ponía un vaso al lado, mientras leía sobre las penurias y las muertes de los tiempos en que había que hacer a pie todos los viajes y las navidades eran una época peligrosa. La gente no dejaba que ningún obstáculo les impidiera llegar a sus seres queridos, y se enfrentaban a las fuerzas de la naturaleza, se extraviaban y perecían mientras que, en el establo, la celebración del nacimiento del Salvador se convertía en una pesadilla. A algunos los encontraban. A otros, no. Nunca.

Aquellas eran las historias navideñas de Erlendur.

El jefe de recepción se había quitado el uniforme del hotel y estaba ya poniéndose el abrigo cuando Erlendur lo abordó en el guardarropa. El hombre dijo que estaba muerto de cansancio y que quería llegar a casa para estar con su familia, como todo el mundo. Había oído hablar del crimen, sí, horrible, pero no sabía en qué podía ser de utilidad.

– Tengo entendido que, de la gente del hotel, tú eres quien mejor lo conocía -dijo Erlendur.

– No, creo que eso no es correcto -dijo el recepcionista jefe, envolviéndose el cuello en una gruesa bufanda-. ¿Quién te dijo eso?

– Estaba a tus órdenes, ¿no? -dijo Erlendur, dejando sin respuesta la pregunta.

– Sí, estaba a mis órdenes, probablemente sí. Él era portero, yo me encargo de la recepción, del registro de huéspedes, quizá ya lo sabes. Por cierto, ¿no sabrás hasta qué hora abren las tiendas esta tarde?

No parecía estar muy interesado en Erlendur ni en sus preguntas, y el policía se sintió indignado. Y lo que le indignaba más aún era que a todos les resultara indiferente lo que le había sucedido al hombre del sótano.

– Las veinticuatro horas, no lo sé. ¿Quién iba a querer apuñalar a tu portero?

– ¿Mi portero? No era mi portero. Era el portero del hotel.

– ¿Y por qué tenía los pantalones bajados y un condón en la polla? ¿Quién estuvo con él? ¿Quiénes solían ir a visitarlo? ¿Quiénes eran sus amigos en el hotel? ¿Quiénes eran sus amigos fuera del hotel? ¿Quiénes eran sus enemigos? ¿Por qué vivía en el hotel? ¿Qué tipo de acuerdo era ese? ¿Qué intentas ocultar? ¿Por qué no puedes responderme como una persona normal?

– Oye, yo, ¿qué dices…? -el recepcionista jefe calló-. Lo único que quiero es irme a casa -dijo por fin-. No sé las respuestas a todas esas preguntas. Está a punto de llegar la Navidad. ¿No podríamos hablar mañana? No he tenido ni un momento de descanso en todo el día.

Erlendur lo miró.

– Hablaremos mañana -dijo. Salió del guardarropa, pero de repente recordó la pregunta que le rondaba por la cabeza desde su conversación con el director. Dio media vuelta. El jefe de recepción estaba saliendo por la puerta cuando Erlendur le dijo que esperara un momento.

– ¿Por qué queríais echarlo a la calle?

– ¿Qué?

– Queríais echarlo a la calle. A Papá Noel. ¿Por qué?

– Lo habían despedido -dijo por fin.

El director del hotel estaba comiendo cuando Erlendur fue a hablar con él. Estaba sentado a una gran mesa de la cocina, acababa de ponerse un delantal de cocinero y se engullía los restos de las bandejas medio vacías que habían traído del bufé.

– No puedes ni imaginarte cómo me gusta comer -dijo, limpiándose los labios, cuando se dio cuenta de que Erlendur lo miraba fijamente-. En paz y tranquilidad -añadió.

– Sé exactamente lo que quieres decir -repuso Erlendur.

Estaban solos en la amplia y reluciente cocina. Erlendur no pudo menos que admirar a aquel hombre. Comía deprisa pero con gran elegancia y sin ansia. Casi había algo refinado en los movimientos de sus manos. Un bocado desaparecía tras el anterior, con profesionalidad y pasión evidente.

Estaba más tranquilo ahora que ya habían retirado el cadáver y se había marchado la policía, así como la gente de los medios, que se habían instalado delante del hotel; la policía lo había organizado todo para que no pudieran entrar en el hotel, pues el edificio entero pasó a considerarse escenario del crimen. Tampoco se vio afectada la actividad del hotel. Solo un par de huéspedes extranjeros sabían lo del crimen en el sótano. Pero la mayoría de ellos se percató de las idas y venidas de la policía y preguntaron. El director del hotel ordenó a sus empleados decirles que un anciano había sufrido un ataque al corazón.

– Sé lo que estás pensando, crees que soy un cerdo, ¿verdad? -dijo al dejar de masticar para tomar un sorbo de vino tinto. Un dedo meñique del tamaño de una salchichita se alzó en el aire.

– No, pero comprendo por qué quieres ser director de hotel -dijo Erlendur. Y no pudo reprimirse-: Te estás matando y lo sabes -añadió con toda brusquedad.

– Peso 180 kilos -dijo el director-. Los cerdos de engorde no alcanzan a pesar mucho más. Siempre he sido gordo. Nunca he conocido otra cosa. Nunca me he puesto a dieta. Nunca he podido ni pensar en cambiar de estilo de vida, como lo llaman. Me encuentro bien así. Mejor que tú, me da la impresión -añadió.

Erlendur recordó haber oído decir que los gordos son más felices que los flacos. Aunque él no creía demasiado en semejante sentencia.

– ¿Mejor que yo? -preguntó Erlendur con una sonrisa apagada-. De eso no tienes ni idea. ¿Por qué echaste al portero?

El director se había puesto a comer de nuevo y pasaron unos momentos antes de que dejara los cubiertos en la mesa. Erlendur esperó pacientemente. Vio que el director estaba pensando en cuál sería la mejor respuesta, qué palabras usar, visto que Erlendur se había enterado del despido.

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