Arnaldur Indriðason
Silencio Sepulcral
Erlendur, 4
© Arnaldur Indriðason, 2002
Título de la edición original: Grafarþögn
Traducción del islandés: Enrique Bernárdez
Sobre los nombres propios
Los nombres islandeses son, en su gran mayoría, significativos, y los autores juegan a menudo con sus significados, fácilmente reconocibles por cualquier lector.
En esta novela vale la pena tener presentes tres de ellos:
Grafarhoít significa «colina de la tumba»; el título original islandés es Grafarþögn, «silencio sepulcral» o «silencio de la tumba».
Para el lector islandés, Grímur, nombre de orígenes mitológicos, remite a dos palabras: una significa «máscaras», otra es el adjetivo grimmur, «cruel, feroz».
Finalmente, Erlendur es «forastero».
Vio que se trataba de un hueso humano en cuanto se lo quitó a la niña, que estaba sentada en el suelo jugueteando con él.
El cumpleaños acababa de alcanzar su clímax con un estrépito horroroso. El de la pizzería había llegado y se había marchado, y los chicos ya habían devorado las porciones de pizza y se habían bebido los refrescos, sin parar de gritarse unos a otros ni un momento. Luego se largaron pitando de la mesa, como si hubieran dado una señal para salir, unos armados de ametralladoras y escopetas y otros, los más pequeños, con cochecitos o dinosaurios de goma. No comprendía de qué iba el juego. Para él, todo aquello no era sino un estruendo atronador.
La madre del cumpleañero se había puesto a hacer palomitas en el microondas. Le dijo que iba a calmar a los niños encendiendo el televisor y poniendo un vídeo. Si aquello no servía, los haría salir afuera. Era ya la tercera vez que celebraba el octavo cumpleaños de su hijo, y sus nervios no aguantaban más. ¡La tercera fiesta de cumpleaños, una tras otra! Primero salieron a comer fuera, toda la familia, a una hamburguesería carísima donde sonaba una enervante música de rock. Luego habían celebrado una fiesta de cumpleaños con parientes y amigos, que era como si estuvieran celebrando una confirmación. Hoy, el chico había invitado a sus compañeros de colegio y a sus amigos del barrio.
Abrió el microondas, sacó la bolsa hinchada de palomitas, metió otra y pensó que la próxima vez no haría más que una fiesta como ésta. Solamente una fiesta de cumpleaños, y vale. Como cuando ella era pequeña.
Tampoco mejoraba mucho las cosas que el joven que estaba allí sentado en el sofá permaneciera silencioso como una tumba. Había intentado charlar con él pero lo dejó por imposible, y le resultaba estresante tenerlo allí delante en el sofá. No había posibilidad alguna de ponerse a charlar; el ruido y el alboroto de los niños la superaban. Y él no se había ofrecido a ayudarla. Se limitaba a estar allí sentado en silencio. «La timidez lo está matando», pensó.
No lo había visto nunca. Aquel chico tendría unos veinticinco años y era hermano de un amigo de su hijo, que había acudido a la fiesta. Debía de haber veinte años de diferencia entre los dos. Era muy delgado y cuando le dio la mano en la puerta, ella notó que tenía los dedos largos y la palma fría y húmeda, y que era muy tímido. Venía a recoger a su hermano, pero el pequeño se negó tajantemente a marcharse, ya que la fiesta estaba en su apogeo. Decidieron que se quedara un ratito. «Terminan enseguida», dijo ella. Él le explicó que sus padres, que vivían en un edifico de apartamentos más abajo, en la misma calle, estaban en el extranjero y entretanto él se encargaba de su hermano pequeño; habitualmente vivía en el centro de la ciudad. Se movía inquieto en la puerta delantera. El hermano pequeño había vuelto a meterse en el jaleo.
Se sentó en el sofá mirando a la hermana del cumpleañero, una niña de un año que gateaba hacia una de las habitaciones de los niños. Llevaba un vestidito blanco de blonda y una cinta en el pelo y hacía gorgoritos. Pero él maldijo a su propio hermano en silencio. Le resultaba de lo más incómodo estar allí sentado en una casa desconocida. Estuvo pensando si sería conveniente ofrecerse a ayudar. La mujer le había dicho que el padre trabajaba hasta tarde. Él asintió con la cabeza e intentó sonreír. Rechazó una Coca-Cola y pizza.
Se dio cuenta de que la niña tenía en la mano una especie de juguete que se puso a chupar y mordisquear con gran dedicación dejándose caer sobre el trasero. Era como si le dolieran las encías, y el joven pensó que le estarían saliendo los dientes.
La niña se acercó con su juguete en la mano y él intentó averiguar qué podía ser aquello. La niña se detuvo, se dejó caer sobre el trasero y se quedó sentada en el suelo con la boca abierta, mirándolo. Un hilillo de saliva le bajaba por el pecho. Levantó el juguete y lo mordió y luego volvió a gatear hacia él con el objeto en la boca. Se estiró, hizo una mueca y el juguete se le cayó de la boca. Volvió a encontrarlo con ciertas dificultades y lo cogió con la mano y se agarró al brazo del sofá hasta que consiguió ponerse en pie al lado del joven, insegura pero orgullosa.
Él le cogió el objeto y lo observó. La niña le miró como si no pudiera dar crédito a sus ojos y al cabo se puso a berrear como si le fuera la vida en ello. El joven no tardó mucho en darse cuenta de que lo que tenía en la mano era un hueso humano, el extremo de una costilla, de unos diez centímetros de largo. Era de color amarillento, sometida a tantos años de erosión que los bordes ya no eran afilados, y en el corte había unas manchitas como de tierra.
Pensó que debía de tratarse de la parte delantera de la costilla, y que era muy antigua.
La madre oyó a la niña llorar a gritos, y cuando miró hacia la sala la vio de pie junto al sofá, al lado del desconocido. Dejó el cuenco de palomitas y fue hacia su hija, la cogió en brazos y luego lo miró a él, que parecía no darse ni cuenta de la presencia de madre e hija.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó la madre en voz alta intentando hacerse oír por encima del ruido que hacían los chicos, preocupada, intentando consolar a su hija.
Él levantó la cabeza, se puso de pie lentamente y acercó el hueso a la madre.
– ¿De dónde ha sacado esto? -preguntó.
– ¿El qué? -respondió la madre.
– El hueso -dijo él-. ¿De dónde ha sacado este hueso?
– ¿Qué hueso? -preguntó la madre.
La niña dejó de llorar al volver a ver el hueso y se esforzó por cogerlo, sacándose de la boca el pulgar lleno de babas. Lo agarró, se lo apropió y miró a su alrededor.
– Creo que es un hueso -dijo el chico.
La niña se lo introdujo en la boca y se calmó.
– ¿Qué dices de un hueso [1]? -preguntó la madre.
– Eso que está mordiendo -dijo él-. Creo que es un hueso humano.
La madre miró a su hija, que mordisqueaba el hueso.
– Nunca lo había visto. ¿Qué quieres decir? ¿Un hueso humano?
– Yo diría que es parte de una costilla humana -precisó-. Estudio medicina -añadió para justificar sus palabras-, estoy en quinto.
– ¿Una costilla? ¿Qué tontería es ésta? ¿La trajiste tú?
– ¿Yo? No. ¿No sabes de dónde ha salido? -preguntó.
La madre miró a la niña y de pronto reaccionó y le quitó el hueso de la boca y lo tiró al suelo. La niña se echó a llorar otra vez. El chico cogió el hueso y lo examinó más detenidamente.
– A lo mejor su hermano lo sabe…
Miró a la madre, que le devolvió la mirada con un gesto de desconfianza. Ella miró a su hija, que lloraba a voz en cuello, luego el hueso, luego por la ventana de la sala que daba a un solar en construcción, otra vez al hueso y al desconocido y finalmente a su hijo, que apareció corriendo desde uno de los cuartos de los niños.
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