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Arnaldur Indriðason: Silencio Sepulcral

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Arnaldur Indriðason Silencio Sepulcral

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El hallazgo de un esqueleto humano enterrado en una colina en las afueras de Reykjavik pone en una situación difícil al detective Erlendur y sus ayudantes: no sólo necesitan recurrir a un equipo de arqueólogos que empleará varios días para recuperarlo en buenas condiciones, sino que además éstos les advierten desde las primeras paladas de que no se trata de un cadáver reciente, y que probablemente puede corresponder a un enterramiento de unos sesenta años atrás. Desde que conocen este dato, y sin saber a ciencia cierta la identidad del enterrado, los investigadores se yen inmersos en la compleja reconstrucción de unos hechos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas aliadas estaban acantonadas en esos montes, entonces alejados de la capital y habitados sólo a medias, y que les sumerge poco a poco en la dramática historia privada de algunas familias de la época, rememorada por los ecos de los pocos habitantes de aquella zona que aún quedan con vida. Un rompecabezas complicado para un atribulado Erlendur, que tiene que enfrentarse a sus propios fantasmas familiares cuando recibe una fugaz llamada de su problemática hija Eva Lind, a la que hace mucho que no ve y para la que nunca ha sido precisamente un modelo de padre, y que sólo tiene tiempo de pedirle auxilio antes de que se corte la comunicación.

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– Lo más prudente que puedes hacer, dada la situación, aparte de no estropear las pruebas, sería dejar que mi equipo haga la excavación con nuestros propios métodos. Vuestros especialistas pueden ayudarnos. Tenemos que vallar el lugar por arriba e ir bajando hasta el esqueleto, y dejar aquí toda la tierra. No tenemos costumbre de perder pruebas. La forma en que está colocado el esqueleto revela muchísimas cosas. Lo que encontremos a su alrededor puede proporcionar muchos datos.

– ¿Qué crees que puede haber pasado? -preguntó Erlendur.

– No lo sé -contestó Skarphédinn-. Demasiado pronto para aventurarse a decir nada. Tenemos que excavar y entonces es de esperar que se aclare algo.

– ¿Puede ser alguien que haya muerto al perderse en campo abierto? ¿Que se congelara y se quedara enterrado?

– Nadie se hunde tan profundamente en tierra -dijo Skarphédinn.

– De modo que es una tumba.

– Eso diría -continuó Skarphédinn con solemnidad. Todo parece indicarlo. ¿Qué tal si echamos un vistazo?

Erlendur asintió.

Skarphédinn se dirigió a zancadas hacía la escalera y salió ágilmente del foso. Erlendur lo siguió inmediatamente detrás. Estaban por encima del esqueleto y el arqueólogo explicó cómo sería mejor organizar la excavación. A Erlendur le cayó bien aquel hombre y aceptó su propuesta, y al poco éste llamaba por teléfono a su gente. Había participado en algunas de las excavaciones más importantes de los últimos decenios y conocía bien su oficio. Erlendur depositó su confianza en él.

El responsable del equipo científico era de distinta opinión. Rechazó tajantemente la idea de que la excavación quedara en manos de arqueólogos que no tenían ni la menor idea de investigación criminal. Había que separar el esqueleto de la pared lo antes posible y al hacerlo podrían ir examinando la posición y las posibles pistas, si las había, sobre el homicidio. Erlendur estuvo escuchando un rato aquella perorata pero luego tomó la decisión de que Skarphédinn y su gente empezaran a excavar el esqueleto desde arriba aunque, seguramente, llevara más tiempo.

– Esos huesos llevan ahí medio siglo, unos días más o menos no importan mucho -dijo; y así quedó resuelto el tema.

Erlendur contempló aquel barrio nuevo que estaba levantándose a su alrededor. Observó los depósitos de agua de calefacción, pintados de marrón, y miró en dirección al lago Reynisvatn. Luego se dio la vuelta y miró hacia el este, sobre los prados que empezaban donde terminaban las nuevas edificaciones.

Le llamaron la atención cuatro arbolitos que destacaban entre los achaparrados matorrales, a unos treinta metros de distancia. Se dirigió hacia ellos; parecían groselleros. Estaban uno junto al otro en línea recta hacia el este, y mientras acariciaba las ramas desnudas y retorcidas de los arbustos, se puso a pensar en quién pudo haberlos plantado en aquella tierra de nadie.

Capítulo 3

Hacia la hora de la cena, los arqueólogos aparecieron ataviados con forros polares y anoraks, con sus cucharas y sus palas, vallaron un área grande por encima del esqueleto y se pusieron a arrancar con mucho cuidado la vegetación. Aún había tanta luz como en pleno día, el sol no quería ponerse antes de las diez. Eran cuatro hombres y dos mujeres y trabajaban con tranquilidad y profesionalidad, examinando cuidadosamente cada paletada extraída. Se podían apreciar alteraciones en la tierra de la zona en cuanto la sacaban del suelo. El tiempo y los trabajos que se estaban llevando a cabo se habían encargado de ello.

Elinborg localizó a un geólogo de la facultad de Geología de la universidad, que se mostró más que dispuesto a ayudar a la policía, dejó todo lo que estaba haciendo y apareció en el solar justo media hora después de que Elinborg cortara la comunicación telefónica con él. Andaba por los cuarenta, era moreno de pelo, delgado y de voz inusualmente grave, doctor por una universidad parisina. Elinborg lo condujo hasta el talud. La policía lo había cubierto con un toldo para que no siguiera cubriendo de polvo a visitantes y viandantes, e hizo pasar al geólogo por debajo.

Un gran fluorescente iluminaba y arrojaba sombras lúgubres sobre el lugar de reposo del esqueleto. El geólogo no se dio ninguna prisa. Observó la pared, cogió un puñado de tierra y lo desmenuzó con la mano. Comparó el estrato de tierra que rodeaba al esqueleto por arriba y por abajo y examinó la compactación de la tierra que contenía los huesos. Explicó que ya lo habían llamado una vez por un homicidio, pidiéndole que analizara un pedazo de tierra que se hallaba en la escena del crimen, y había sido todo un éxito. A continuación se dedicó a contarle a Elinborg que había publicaciones científicas sobre criminología y geología, una especie de geología forense, si entendía lo que quería decir.

Ella escuchó aquel torrente de palabras hasta que perdió la paciencia.

– ¿Cuánto tiempo lleva enterrado? -preguntó.

– No es fácil decirlo -respondió el geólogo con voz grave, y adoptó pose de científico-. No demasiado.

– ¿Qué quiere decir «no demasiado» tiempo en geología? -preguntó Elinborg-. ¿Mil años? ¿Diez?

El geólogo la miró.

– No es fácil decirlo -repitió.

– ¿Qué puedes decir con seguridad? -preguntó Elinborg-. Calculado en años.

– No es fácil decirlo.

– ¿Así que no es fácil decir nada?

El geólogo miró a Elinborg y sonrió.

– Perdona, estaba pensando. ¿Qué quieres saber?

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿Cómo?

– Cuánto lleva eso aquí -suspiró Elinborg.

– Yo adelantaría que entre cincuenta y setenta años. Tendré que hacer exámenes más precisos, pero eso es lo que me parece más probable. La compactación de la tierra… Queda completamente descartado que sea un hombre de la colonización, que esto sea un túmulo pagano.

– Ya lo sabemos -dijo Elinborg-; hay restos de ropa…

– Esta línea verde de aquí -explicó el geólogo señalando una capa de tierra de color verdoso en la parte inferior de la pared- es lodo de la edad de hielo. Estas líneas que aparecen a intervalos regulares -continuó señalando más arriba en la pared- son estratos de ceniza volcánica. El de más arriba es de finales del siglo quince. Es la capa más espesa de ceniza volcánica que hay en la región de Reykjavik desde la colonización. Y luego hay capas más antiguas, de los volcanes Hekla y Katla. Con eso nos remontamos muchos miles de años en el tiempo. Hay poco hasta la roca, como puedes ver aquí -dijo, indicando una gran piedra en el foso-. Eso es dolerita de Reykjavik, un tipo de roca que aparece por toda la región que se extiende alrededor de la ciudad.

Miró a Elinborg.

– En comparación con toda esta historia, ha pasado una millonésima de segundo desde que cavaron esa tumba.

Los arqueólogos dejaron de trabajar hacia las nueve y media y Skarphédinn informó a Erlendur de que volverían al día siguiente por la mañana, temprano. No habían encontrado nada especial en la tierra y sólo habían comenzado a retirar la capa de vegetación de encima. Erlendur preguntó si no podrían acelerar un poco los trabajos pero Skarphédinn lo miró con desprecio y preguntó a su vez si quería destruir las pruebas. Siguieron de acuerdo en que no había urgencia vital en llegar hasta los huesos.

Erlendur habló con la madre de Tóti, y con el mismo Tóti, sobre los huesos que había encontrado. El muchacho estaba orgullosísimo de la atención que le prestaban. Siempre igual, suspiró su madre. Que su hijo tuviera que encontrar el esqueleto de un hombre en pleno campo…

– Éste ha sido mi mejor cumpleaños -le dijo Tóti a Erlendur-. Ever.

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