Arnaldur Indriðason - La voz

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Gulli, el viejo portero de uno de los más conocidos hoteles de Reykjavik, aparece desnudo y acuchillado hasta morir en su miserable habitación en el sótano. Pero Gulli es mucho más que un simple portero que se disfrazaba de Papa Noel todas las navidades, es un completo misterio. Veinte años en el hotel y nadie le conoce realmente. Erlendur Sveinsson decide alojarse en el mismo hotel en busca de la asesina, que, también de eso cree estar convencido, aún debe permanecer muy cerca, pese a que las vacaciones de Navidad están ya encima y el hotel completo. Mientras que al director tan sólo le importa que el asesinato permanezca oculto y su reputación intacta. Erlendur, sin embargo, recibe la visita de su hija, que de nuevo se adentra entre las brumas de la droga y el alcohol, dejando al inspector al borde de la desesperación y la impotencia.

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– ¿Vaya?

– No, no hubo nunca quejas contra él. En realidad no era un mal empleado.

– ¿Dónde está la cantina? -preguntó Erlendur.

– Te acompañaré -el director del hotel se quitó el sudor de la cara, feliz de que no tuvieran intención de cerrar el hotel.

– ¿Solía recibir invitados en su habitación? -preguntó Erlendur.

– ¿Cómo? -dijo el director.

– Invitados -repitió Erlendur-. Quien estuvo aquí debía de ser alguien conocido, ¿no te parece?

El director del hotel miró el cadáver y sus ojos se detuvieron en el condón.

– No sé nada de sus amigas -dijo-. Nada en absoluto.

– No sabes mucho de este hombre -dijo Erlendur.

– Es el portero -dijo el director del hotel, convencido de que esa explicación habría de ser suficiente para Erlendur.

Salieron. Aparecieron los técnicos de la policía científica con sus aparatos e instrumentos, y varios agentes más detrás de ellos. Les resultó un poco complicado atravesar el pasillo, ocupado casi en su totalidad por el director del hotel. Erlendur les ordenó que examinasen bien el pasillo y el rincón oscuro que había más allá del cuarto. Sigurdur Óli y Elínborg seguían en el diminuto cuchitril, mirando el cadáver.

– No me gustaría que a mí me encontrasen así -dijo Sigurdur Óli.

– A él ya no le importa -dijo Elínborg.

– No, probablemente no -dijo Sigurdur Óli.

– ¿Hay algo ahí? -preguntó Elínborg, sacando una bolsita de frutos secos. Siempre estaba mordisqueando algo. Sigurdur Óli pensaba que tenía algún problema de los nervios.

– ¿Ahí? -dijo él.

Ella asintió con la cabeza, apuntando al cuerpo. Sigurdur Óli la miró un instante y comprendió a qué se refería. Vaciló un instante, pero finalmente se inclinó y miró atentamente el preservativo.

– No -dijo-. Nada. Está vacío.

– De manera que la mujer le mató antes de que llegara al orgasmo -dijo Elínborg-. El médico creía…

– ¿La mujer? -preguntó Sigurdur Óli.

– Bueno, sí, ¿no es evidente? -dijo Elínborg, metiéndose en la boca un buen puñado de panchitos. Se los ofreció a Sigurdur Óli, que rechazó la invitación-. ¿No hay algo de puterío en todo esto? Estuvo aquí con una mujer -añadió-. ¿No?

– Es la hipótesis más simple -dijo Sigurdur Óli, incorporándose.

– ¿Tú no lo crees así? -dijo Elínborg.

– No sé. No tengo ninguna sospecha clara.

2

La cantina del personal tenía poco en común con el espléndido vestíbulo del hotel y sus elegantes salones. No había coronas de Navidad, ni música navideña, solo unas cuantas sillas y mesas de cocina, suelo de linóleo, rajado en un sitio, y en un rincón un pequeño espacio de cocina con armarios, máquina de café y un frigorífico. Parecía que nadie se encargaba de la limpieza. Las mesas tenían manchas de café y había tazas sucias por todas partes. La cafetera, exhausta, estaba encendida y eructaba agua a borbotones.

Unos cuantos empleados del hotel formaban un semicírculo en torno a una chica joven, aún muy afectada tras encontrar el cadáver. Había estado llorando, y el rímel negro se le había corrido por las mejillas. Levantó la mirada cuando entró Erlendur acompañado por el director del hotel.

– Ahí la tienes -dijo el director, como si hubiera sido ella quien hubiera violado la santidad de las navidades, e hizo una señal a los empleados para que salieran. Erlendur le dio un empujoncito para que saliese él también, diciendo que quería charlar con la chica en privado. El director del hotel lo miró asombrado, pero no hizo objeción alguna e indicó que tenía mucho que hacer. Erlendur cerró la puerta tras él cuando salió.

La muchacha se frotó las mejillas para limpiarse el rímel y miró a Erlendur sin saber bien a qué atenerse. Erlendur sonrió, arrastró una silla y se sentó delante de la muchacha. Tenía más o menos la edad de su hija, algo más de veinte años, estaba intranquila y todavía bajo el shock de lo que había visto. Era delgada, tenía el cabello negro y vestía el uniforme de las limpiadoras del hotel, una bata de color azul claro. Encima del bolsillo del pecho llevaba prendida la etiqueta con su nombre. Osp.

– ¿Hace mucho que trabajas aquí? -preguntó Erlendur.

– Casi un año -respondió Ösp en voz baja, mirándolo. No daba la impresión de que fuera a hacerle nada malo. Sorbió por la nariz y se acomodó en la silla. Sin duda, encontrar el cadáver la había afectado mucho. Un suave temblor la hacía estremecerse de arriba abajo. El nombre le va muy bien, pensó Erlendur. Osp, el álamo temblón. Parecía un arbolillo agitado por el viento.

– ¿Te gusta trabajar aquí? -preguntó Erlendur.

– No -fue la respuesta.

– ¿Y por qué no lo dejas, entonces?

– Hay que trabajar.

– ¿Qué es lo que te disgusta tanto?

Le miró como si la pregunta fuera ociosa.

– Hago las camas -dijo-. Limpio los baños. Paso la aspiradora. Aunque mejor que estar de cajera de supermercado sí que es.

– ¿Y la gente?

– El director es un tío asqueroso.

– Parece una boca de incendios mal cerrada -dijo Erlendur.

Ösp sonrió.

– Y algunos clientes se creen que una trabaja para que le metan mano.

– ¿Por qué bajaste al sótano? -preguntó Erlendur.

– A buscar a Papá Noel. Los niños le estaban esperando.

– ¿Los niños?

– Los de la fiesta de Navidad. Tenemos una fiesta de Navidad para los empleados del hotel. Para sus hijos y también para los niños que se alojan en el hotel, y él hacía de Papá Noel. Como no aparecía, me mandaron a buscarlo.

– No debió de ser nada agradable.

– Nunca había visto un cadáver. Y encima el condón… -Ösp intentó apartar la imagen de su mente.

– ¿Ese hombre tenía amigas aquí, en el hotel?

– Ninguna que yo sepa.

– ¿Sabes si había alguna mujer con la que tuviera relaciones fuera del hotel?

– No sé nada sobre ese hombre, y ya he visto más de él de lo que se me petece.

– Me apetece -la corrigió Erlendur.

– ¿Qué?

– Se dice «me apetece», no «se me petece».

La muchacha se lo quedó mirando como si Erlendur hubiera perdido un tornillo.

– ¿Eso te parece importante?

– Sí -dijo Erlendur.

La muchacha sacudió la cabeza, con la mirada perdida.

– ¿Y no sabes nada de idas y venidas de clientes? -dijo Erlendur para acabar de una vez con la conversación sobre la corrección del lenguaje. De pronto se imaginó una institución terapéutica en la que iban entrando deprimidos enfermos de incorrecciones gramaticales, en bata y zapatillas, y confesaban sus enfermedades: Me llamo Fulano y digo «se me petece».

– No -dijo Osp.

– ¿Estaba abierta la puerta cuando lo encontraste?

Ösp pensó un momento.

– No, la abrí yo. Llamé a la puerta y nadie contestó, esperé y cuando estaba a punto de irme se me ocurrió abrir. Pensaba que la puerta estaría cerrada con llave, pero de repente se abrió y allí estaba él, sentado, con un condón puesto…

– ¿Por qué pensabas que estaría cerrada con llave? -Erlendur la interrumpió a toda prisa-. La puerta, quiero decir.

– Bueno. Sabía que era su habitación.

– ¿Te cruzaste con alguien al bajar a su cuarto?

– No, con nadie.

– Así que se había vestido para la fiesta de Navidad y llegó alguien y le interrumpió. Tenía puesto el traje de Papá Noel.

Ösp se encogió de hombros.

– ¿Quién le hacía la cama?

– ¿Qué quieres decir?

– La cama, la ropa de cama. Lleva mucho tiempo sin cambiar.

– No lo sé. Seguramente él mismo.

– Debió de ser una impresión tremenda.

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