Arnaldur Indriðason - La voz

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Gulli, el viejo portero de uno de los más conocidos hoteles de Reykjavik, aparece desnudo y acuchillado hasta morir en su miserable habitación en el sótano. Pero Gulli es mucho más que un simple portero que se disfrazaba de Papa Noel todas las navidades, es un completo misterio. Veinte años en el hotel y nadie le conoce realmente. Erlendur Sveinsson decide alojarse en el mismo hotel en busca de la asesina, que, también de eso cree estar convencido, aún debe permanecer muy cerca, pese a que las vacaciones de Navidad están ya encima y el hotel completo. Mientras que al director tan sólo le importa que el asesinato permanezca oculto y su reputación intacta. Erlendur, sin embargo, recibe la visita de su hija, que de nuevo se adentra entre las brumas de la droga y el alcohol, dejando al inspector al borde de la desesperación y la impotencia.

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El niño era hijo único. Su madre estaba internada en la sección de psiquiatría del hospital de Kleppur cuando sucedieron estos hechos. El muchacho vivía con su padre, director y propietario de una empresa de internet, en una hermosa vivienda unifamiliar de dos pisos con espléndidas vistas, situada en el barrio de Breidholt. Como suele suceder, el padre estaba muy afectado por la agresión y hablaba de vengarse de los chicos que maltrataron de forma tan execrable a su hijo. Exigió que Elínborg diera con ellos.

Elínborg no habría descubierto la verdad, probablemente, si el chalet no hubiera tenido dos pisos y la habitación del niño no hubiera estado en el piso superior.

– Se lo está tomando de una forma demasiado personal -dijo Sigurdur Óli-. Elínborg tiene un chico de esa misma edad.

– No hay que dejar que estas cosas te afecten demasiado -respondió Erlendur con la cabeza en otro lugar.

– No me digas.

La tranquilidad del desayuno fue interrumpida por un ruido procedente de la cocina. Los huéspedes levantaron la vista y se miraron unos a otros. Un hombre de potente vozarrón discutía, entre insultos, sobre algo imposible de oír. Erlendur y Sigurdur Óli se levantaron y entraron en la cocina. La voz pertenecía al jefe de cocina, el mismo que había importunado a Erlendur cuando se metió en la boca una loncha de lengua de ternera. Estaba enfrentándose a gritos a la técnica de laboratorio que quería tomarle una muestra de saliva.

– ¡… Y lárgate de aquí con tu bastoncillo de mierda! -le vociferaba el cocinero a una mujer de unos cincuenta años que había abierto sobre la mesa una cajita de muestras. Ella seguía insistiendo amablemente, pese a las imprecaciones de aquel hombre, hecho que no contribuía precisamente a calmar su ira. Al ver a Erlendur y Sigurdur Óli se puso aún mucho más frenético.

– ¡Estáis locos! -aulló-. ¿Creéis que yo he bajado al cuartucho de Gulli para ponerle un condón en la polla? ¿Estáis locos o qué? ¿Qué mierda es esa? No estoy dispuesto. Ni hablar. ¡Me importa una mierda lo que digáis! ¡Podéis meterme en la cárcel y tirar la llave, pero no pienso participar en esta imbecilidad de los cojones! ¡Enteraos bien! ¡Gilipollas!

Salió de la cocina como una tromba, lleno de viril dignidad, tocado con el gorro de cocinero, alto como una chimenea, y Erlendur sonrió. Miró a la técnica de laboratorio, que le devolvió la sonrisa y se echó a reír. Aquello alivió la tensión que reinaba en la cocina. Los cocineros y camareros que estaban allí también rompieron a reír.

– ¿Tan mal va la cosa? -preguntó Erlendur a la técnica.

– No, en absoluto -respondió ella-. Todos han sido muy comprensivos. Este es el primero que se lo ha tomado a la tremenda.

Sonrió, y su sonrisa le pareció a Erlendur muy bonita. Tenía la misma estatura que él, espeso cabello rubio muy corto, llevaba un jersey multicolor de punto con botones por dejante. Por debajo del jersey se veía una camisa blanca. Vestía pantalones vaqueros y zapatos de cuero negro de calidad.

. -Me llamo Erlendur -dijo como sin querer, extendiendo la mano. Aquello la desarmó un poco.

– Sí -dijo, tomando su mano-. Yo soy Valgerdur.

– ¿Valgerdur? -repitió él. No vio alianza en sus dedos.

El móvil de Erlendur sonó en su bolsillo.

– Perdona -dijo al tiempo que conectaba el teléfono. Oyó una voz conocida de antiguo, que preguntaba por él.

– ¿Eres tú? -dijo la voz.

– Sí, soy yo -dijo Erlendur.

– No acabo de entender estos móviles -dijo la voz del teléfono-. ¿Dónde estás? ¿Estás en el hotel? A lo mejor vas mal de tiempo. O estás dentro de un ascensor.

– Estoy en el hotel -Erlendur cogió bien el teléfono, le pidió a Valgerdur que esperase un momento y volvió al comedor, de donde pasó al vestíbulo. Al teléfono estaba Marion Briem.

– ¿Duermes en el hotel? -preguntó Marión-. ¿Te pasa algo? ¿Por qué no vas a casa?

Marión Briem había trabajado en la brigada de la policía criminal cuando esta aún existía, y había coincidido allí con Erlendur. Era su superior cuando él empezó a trabajar allí, y le enseñó el oficio de policía de investigación criminal. Erlendur nunca había sentido especial apego hacia Marión Briem, y no experimentó necesidad alguna de visitarle tras su jubilación. Quizá porque los dos eran muy semejantes. Quizá porque veía en Marión su propio futuro y prefería rehuir la visión. Marión llevaba una vida solitaria y aburrida en su vejez.

– ¿Por qué llamas? -preguntó Erlendur.

– Por allí aún quedan algunos que me dejan estar al corriente de lo que se hace, aunque tú no seas uno de ellos -dijo Marión.

Erlendur estuvo a punto de colgar el teléfono de mala manera, pero vaciló. Marión ya le había sido de ayuda antes, sin necesidad de pedírselo. Así que mejor no mostrarse demasiado descortés.

– ¿Puedo hacer algo por ti? -preguntó Erlendur.

– Dime cómo se llamaba el difunto. Podría encontrar algo que se os hubiera pasado por alto.

– Nunca pararás.

– Me aburro. No puedes ni imaginarte cómo me aburro. Hace ya casi diez años que me jubilé y puedo asegurarte que cada día de este infierno parece una eternidad. Cada día es como mil días.

– Hay muchas ofertas para la gente de la tercera edad -dijo Erlendur-. ¿Qué te parece el bingo?

– ¡Bingo! -le espetó Marión.

Erlendur le dio el nombre completo de Gudlaugur. Puso a Marión en antecedentes del caso y luego se despidió lo más educadamente que pudo. El teléfono volvió a sonar casi en el mismo instante.

– Sí -respondió Erlendur.

– Hemos encontrado una nota en la habitación del interfecto -dijo una voz al teléfono. Era el jefe de la policía científica.

•-¿Una nota?

– Pone: Henry 18:30.

– ¿Henry? Espera un momento, ¿a qué hora encontró la chica a Papá Noel?

– Hacia las siete.

– De modo que ese Henry podía estar en la habitación cuando asesinaron a Gudlaugur?

– No lo sé. Y hay algo más.

– Dime.

– Es posible que el condón fuera de Papá Noel. Había un paquete en un bolsillo de su uniforme de portero. Un paquete de diez condones, y faltan tres.

– ¿Algo más?

– No, solo una billetera con un billete de quinientas coronas, un carné de identidad antiguo y un recibo de caja de supermercado, con fecha de anteayer. Ah, sí, y un llavero con dos llaves.

– ¿Qué clase de llaves?

– Creo que una es la llave de la puerta de una casa, y la otra podría ser de un armario o algo parecido. Es mucho más pequeña.

Se despidieron y Erlendur miró a su alrededor en busca de la técnica de laboratorio, pero había desaparecido.

Entre los huéspedes extranjeros del hotel había dos que respondían al nombre de Henry. Uno era un estadounidense llamado Henry Bartlet, y el otro un británico que se llamaba Henry Wapshott. Este último no contestó a la llamada a su habitación, pero Bartlet estaba en la suya y se quedó muy extrañado al saber que la policía islandesa quería hablar con él. El rumor que hizo correr el director del hotel, sobre el ataque al corazón sufrido por el portero, había conseguido su objetivo.

Erlendur se hizo acompañar por Sigurdur Óli cuando fue a hablar con Henry Bartlett, pues Sigurdur Óli había estudiado criminalística en Estados Unidos, de lo que estaba orgullosísimo. Hablaba la lengua como un nativo, y aunque a Erlendur le desagradaba el canturreo del acento norteamericano, lo dejó estar.

Camino de la planta del norteamericano, Sigurdur Óli le dijo a Erlendur que habían hablado con la mayoría de los empleados del hotel que estaban de servicio cuando se produjo la agresión a Gudlaugur, y todos habían podido explicar perfectamente dónde estaban y habían dado el nombre de otras personas que podían confirmar sus declaraciones.

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