– Ciegos y reprimidos como frailes viejos -dijo Elínborg.
– ¿Qué significa ser coleccionista? -preguntó Erlendur-. ¿Por qué quieren ciertas personas coleccionar y rodearse de ciertos objetos, y por qué consideran valiosos unos objetos y no otros?
– Algunos objetos son más valiosos que otros -dijo Sigurdur Óli.
– Tienen que buscar cosas raras y especiales -dijo Erlendur-. Cosas que nadie más tenga. ¿No es ese el objetivo último? Poseer objetos valiosos que no posee nadie más en todo el mundo.
– ¿No suelen ser unos tipos un tanto peculiares? -preguntó Elínborg.
– ¿Peculiares?
– Extraños, ¿no? Raros.
– Tú encontraste unos discos en el armario de Gudlaugur -le dijo Erlendur-. ¿Qué hiciste con ellos? ¿Los examinaste con cuidado, quizá?
– Solo los vi en el armario -dijo Elínborg-. No los toqué y seguirán allí, por si quieres verlos.
– ¿Cómo se pone en contacto un coleccionista como Wapshott con un hombre como Gudlaugur? -continuó Elínborg-. ¿Cómo consigue información sobre él? ¿Existen intermediarios? ¿Qué puede saber sobre la edición de discos de coros islandeses de los años setenta? ¿Y sobre un niño que fue solista en un coro hace más de treinta años, nada menos que en Islandia?
– ¿Revistas? -dijo Sigurdur Óli-. ¿Internet? ¿El teléfono? ¿Otros coleccionistas?
– ¿Sabemos algo más sobre Gudlaugur? -preguntó Erlendur.
– Tenía una hermana -dijo Elínborg-. Y tenía un padre, que sigue aún vivo. Naturalmente, ya les hemos informado del fallecimiento. La hermana irá a reconocer el cadáver.
– ¿No vamos a tomarle una muestra de saliva a Wapshott? -preguntó Sigurdur Óli.
– Sí, claro que sí, yo me encargo -dijo Erlendur.
Sigurdur Óli se marchó para hacer averiguaciones sobre Henry Wapshott, Elínborg decidió reunirse con el padre y la hermana de Gudlaugur, y Erlendur bajó al cuartucho del portero en el sótano. Pasó por delante de la recepción y vio que el jefe del servicio estaba allí otra vez. Decidió que hablaría con él más tarde.
Encontró los discos en el armario de Gudlaugur. Eran dos singles. En la carátula de uno ponía: «Gudlaugur canta el Ave Maña de Schubert». En la del otro se veía al niño delante de un pequeño coro infantil. El director del coro, un hombre joven, estaba a un lado. «Gudlaugur Egilsson canta el solo», decía un rótulo de grandes letras que cruzaba la portada en diagonal.
En la contraportada había un breve artículo dedicado al niño prodigio cantante.
Gudlaugur Egilsson ha despertado una gran y merecida atención en el Coro Infantil de Hafnarfjordur, y puede decirse que este joven cantante de tan solo doce años de edad tiene ante sí un gran futuro. Este es su segundo disco, en el que canta con inmenso sentimiento y una bella voz bajo la égida de Gabriel Hermannsson, director del Coro Infantil de Hafnarfjordur. Se trata de un auténtico tesoro para todos los amantes de la buena música, y el solista, Gudlaugur Egilsson, hace una espléndida actuación; actualmente prepara una gira de conciertos por los países nórdicos.
– Un niño prodigio -pensó Erlendur, y miró el póster de La pequeña princesa, Shirley Temple-. ¿Qué haces tú aquí? -preguntó al póster-. ¿Por qué te tiene aquí guardada? ¿Por qué eres lo único que ha dejado al morir?
Sacó el móvil.
– Marión -dijo en cuanto contestaron.
– Sí -dijo la voz del teléfono-. ¿Eres tú?
– ¿Alguna novedad?
– ¿Sabías que el tal Gudlaugur grabó discos como cantante cuando era niño?
– Acabo de enterarme -dijo Erlendur.
– La productora quebró hace unos veinte años y no queda ni rastro de ella. El dueño y director era un tal Gunnar Hansson. La empresa se llamaba Discos GH. Sacó unas cuantas porquerías en la época de los hippies y los Beatles, pero acabó por desaparecer.
– ¿Sabes qué fue del stock?
– ¿El stock? -dijo Marión Briem.
– Los discos.
– Los habrán vendido para pagar deudas, supongo. ¿No es eso lo que suele pasar? Hablé con los parientes del tal Gunnar, sus dos hijos. La empresa no fue nunca gran cosa y se llevaron una sorpresa de narices cuando les pregunté por ella. Nadie se había acordado de ella en muchos años. Gunnar murió a mediados de los noventa, y me contaron que lo único que había dejado fue un montón de deudas.
– En el hotel hay un individuo que colecciona discos de coros, de coros infantiles o de niños de coro. Tenía previsto reunirse con Gudlaugur, pero no fue posible. Estaba pensando si esos discos podrían tener algún valor. ¿Cómo puedo enterarme?
– Busca coleccionistas y habla con ellos -dijo Marión-. ¿Quieres que me encargue yo?
– Y aún hay otra cosa. ¿Podrías localizar a un hombre llamado Gabriel Hermannsson, que fue director de coro en Hafnarfjórdur en los años setenta? Seguramente lo encontrarás en la guía telefónica, si vive todavía. Quizá conociera a Gudlaugur. Tengo aquí una funda de disco en la que hay una foto suya, y creo que en ella tendría unos treinta años. Pero si ha muerto, seguramente no nos llevará muy lejos.
– Eso es lo más habitual.
– ¿El qué?
– Que no nos lleve muy lejos si está muerto.
– Ya -Erlendur vaciló-. ¿Qué decías de la muerte?
– Nada.
– ¿Algún problema?
– Gracias por dejarme unas migajas -dijo Marión.
– ¿No era eso lo que querías, meter las narices por ahí en la deprimente vejez?
– En todo caso, me salvará el día -dijo Marión-. ¿Ya has comprobado lo del cortisol en la saliva?
– Me voy a ocupar de ello -dijo Erlendur, y se despidieron.
El jefe de recepción tenía un pequeño despacho al fondo del vestíbulo, y estaba allí sentado repasando unos papeles cuando Erlendur entró y cerró la puerta. El hombre se puso en pie y empezó a poner pegas, diciendo que no disponía de tiempo para hablar con él, que tenía que acudir a una reunión, pero Erlendur se sentó y cruzó los brazos.
– ¿De qué huyes? -preguntó.
– ¿Qué quieres decir?
– Ayer no estabas en el hotel a la hora de mayor ajetreo. Cuando hablé contigo el día que mataron al portero, parecías un fugitivo. Ahora estás nervioso a más no poder. Me parece que ocupas el primer lugar en la lista de sospechosos. Me han dicho que de toda la gente del hotel tú eres quien mejor conocía a Gudlaugur. Tú lo niegas. Afirmas no saber nada de él. Creo que mientes. Era subordinado tuyo. Deberías mostrar un poco más de espíritu de colaboración. No es nada divertido pasarse las navidades en prisión preventiva.
El jefe de recepción miró fijamente a Erlendur sin saber qué actitud adoptar, pero volvió a sentarse, despacio, en su silla.
– No tienes nada contra mí -dijo-. Es una estupidez pensar que yo pueda haberle hecho eso a Gudlaugur. Que haya ido a su cuarto y… quiero decir, lo del condón, y demás.
Erlendur se sintió inquieto porque, al parecer, los detalles del caso se habían divulgado ya por todo el hotel, y los empleados se regodeaban con ellos. El cocinero sabía exactamente por qué les tomaban muestras de saliva. El jefe de recepción podía hacerse una imagen precisa de la escena que tuvo lugar en el cuartucho del portero. Quizá lo había soltado todo el director del hotel, o la chica que encontró el cadáver, o los policías.
– ¿Dónde estuviste ayer? -preguntó Erlendur.
– Estuve enfermo -dijo el recepcionista jefe-. Me quedé en casa toda la mañana.
– No informaste a nadie. ¿Fuiste al médico? ¿Te dio un certificado? ¿Puedo hablar con él? ¿Cómo se llama?
– No fui al médico. Me quedé en cama. Ahora estoy mejor -se esforzó en toser un poco. Erlendur sonrió. El jefe de recepción era el mentiroso más lamentable que había conocido en mucho tiempo.
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