Arnaldur Indriðason - La voz

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Gulli, el viejo portero de uno de los más conocidos hoteles de Reykjavik, aparece desnudo y acuchillado hasta morir en su miserable habitación en el sótano. Pero Gulli es mucho más que un simple portero que se disfrazaba de Papa Noel todas las navidades, es un completo misterio. Veinte años en el hotel y nadie le conoce realmente. Erlendur Sveinsson decide alojarse en el mismo hotel en busca de la asesina, que, también de eso cree estar convencido, aún debe permanecer muy cerca, pese a que las vacaciones de Navidad están ya encima y el hotel completo. Mientras que al director tan sólo le importa que el asesinato permanezca oculto y su reputación intacta. Erlendur, sin embargo, recibe la visita de su hija, que de nuevo se adentra entre las brumas de la droga y el alcohol, dejando al inspector al borde de la desesperación y la impotencia.

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– Probablemente, a la escala de ustedes, me refiero, a escala de Islandia, un país poco poblado y un tanto aislado. Tiene que haber sido de lo más famoso, aunque ahora parece que todos lo hayan olvidado. Naturalmente, Shirley Temple era…

– La pequeña princesa -se dijo Erlendur en voz baja.

– ¿Cómo?

– No sabía que hubiera sido un niño prodigio.

– Hace muchísimos años ya.

– ¿Así que grabó discos?

– Sí.

– Y usted los colecciona.

– Estoy intentando conseguir copias. Estoy especializado en niños de coro como él. Tenía una voz infantil magnífica.

– ¿Niño de coro? -dijo Erlendur como hablando para sí mismo. Vio en su imaginación el póster de La pequeña princesa e iba a preguntarle a Wapshott más detalles sobre Gudlaugur, el niño prodigio, cuando algo se lo impidió.

– Ah, estás aquí -oyó Erlendur por encima de él, y levantó la mirada. Detrás de él estaba Valgerdur, sonriente. Ya no llevaba la bolsa de muestras en la mano. Llevaba puesto un fino abrigo negro de cuero que le llegaba hasta las rodillas, y por debajo un bonito jersey rojo, y se había maquillado con tanto esmero que casi ni se notaba-. ¿Sigue en pie la invitación? -preguntó.

Erlendur se puso en pie de un salto. Wapshott se quedó allá abajo.

– Perdona -dijo Erlendur-, no me había dado cuenta… Naturalmente-. Sonrió-. Naturalmente.

8

Entraron en el bar que se encontraba al lado del comedor, después de comer en el bufé todo lo que les apeteció, para terminar con un café. Erlendur la invitó a una copa y se sentaron los dos en un reservado, en la parte más interior del bar. Ella dijo que no podía quedarse mucho tiempo y Erlendur entendió sus palabras como una cortés advertencia. No es que hubiera pensado invitarla a su habitación, eso ni se le había pasado por la cabeza y ella lo sabía perfectamente, pero percibía cierta inseguridad en el comportamiento de la mujer, notaba un muro defensivo como el que percibía en las personas a las que tenía que interrogar. A lo mejor ni ella misma era consciente de ello.

A la mujer le resultaba de lo más interesante charlar con el policía de homicidios, y quería saberlo todo acerca de su trabajo y de cómo atrapaban a los criminales. Erlendur le respondió que se trataba principalmente de un aburrido trabajo de oficina.

– Pero los delitos se han vuelto más violentos -dijo ella-. Eso dicen los periódicos. Delitos más horribles.

– No lo sé -respondió Erlendur-. Los delitos son siempre horribles.

– Siempre se está oyendo algo sobre el mundo de la droga y los matones, y cómo agreden a los jóvenes que deben dinero por la droga, y si no pueden pagar, agreden incluso a sus familias.

– Sí -dijo Erlendur, que a veces sentía una seria preocupación por Eva Lind, precisamente por esos motivos-. El mundo ha cambiado mucho. La violencia es más brutal.

Guardaron silencio.

Erlendur intentó sacar algún otro tema de conversación, pero no conocía nada a las mujeres. Aquellas con las que tenía más trato no podían ofrecerle, de ningún modo, lo que podría llamarse una velada romántica como aquella. Elínborg y él eran buenos amigos y colegas, y entre ellos existía un aprecio mutuo que había ido creciendo por su colaboración a lo largo de muchos años y por la existencia de experiencias comunes. Eva Lind era su hija, por la que albergaba serias preocupaciones. Halldóra era la mujer con quien se casó hacía ya una generación y de la que se había divorciado, y no había quedado más que odio. Esas eran las mujeres de su vida, aparte de algunas relaciones esporádicas que no llegaron a convertirse en otra cosa que decepciones y complicaciones.

– ¿Y qué me dices de ti? -preguntó en cuanto estuvieron sentados en el reservado-. ¿Por qué cambiaste de opinión?

– No lo sé -respondió ella-. Hacía muchísimo que no recibía una invitación. ¿Cómo se te pasó por la cabeza invitarme a cenar?

– No tengo ni idea. Se me escapó lo del bufé como a un tonto. Yo también llevo mucho tiempo sin hacer estas cosas.

Los dos sonrieron.

Le habló de Eva Lind y de su hijo Sindri, y ella le contó que tenía dos hijos, también adultos ya. Él tuvo la sensación de que no quería hablar demasiado de sí misma y su situación; le pareció estupendo. No quería meter las narices en su vida.

– ¿Habéis averiguado algo más sobre el hombre ese que asesinaron?

– No, en realidad, no. El hombre con quien estaba hablando antes, ahí al lado…

– ¿Os interrumpí? No sabía que estuviera relacionado con la investigación.

– No importa -dijo Erlendur-. Es coleccionista de discos, bueno, de discos de vinilo, y resulta que el hombre del sótano había sido un niño prodigio. Hace muchos años.

– ¿Un niño prodigio?

– Grabó discos.

– Yo diría que es complicado ser niño prodigio -dijo Valgerdur-. Ser un niño con todos esos sueños y expectativas que luego se quedan en nada, la mayoría de veces. ¿Qué puede ser de ellos, después?

– Te entierras en un trastero y nadie se acuerda de ti.

– ¿Eso piensas?

– No lo sé. Quizás haya alguien que se acuerde de él.

– ¿Crees que eso podría tener alguna relación con su muerte?

– ¿El qué?

– Que fuera un niño prodigio.

Erlendur había intentado contar lo menos posible sobre la investigación del caso, sin parecer demasiado aburrido. No había tenido tiempo de reflexionar sobre esa cuestión, y no sabía si podía tener alguna relación con el caso.

– No lo sabemos -respondió-. Ya se verá.

Guardaron silencio.

– Tú no fuiste niño prodigio -dijo ella con una sonrisa.

– No -respondió Erlendur-. Carezco de talento alguno en todos los terrenos.

– Yo, igual -dijo Valgerdur-. Sigo dibujando como un niño de tres años.

– ¿Qué haces cuando no estás trabajando? -preguntó ella tras un breve silencio.

Erlendur no se esperaba aquella pregunta y vaciló, hasta que ella sonrió.

– No era mi intención ponerte en un compromiso -dijo al ver que Erlendur no respondía.

– No, es… no estoy acostumbrado a hablar de mí -respondió Erlendur.

No podía decirle que practicara el golf o cualquier otro deporte. En cierta ocasión le interesó el boxeo, pero su interés se apagó. Nunca iba al cine y raramente veía la televisión, ni iba al teatro. Viajaba él solo por el país en verano, pero los últimos años había abandonado esa costumbre. ¿Qué hacía cuando no estaba trabajando? Ni él lo sabía. Casi siempre estaba solo.

– Leo mucho -respondió de pronto.

– ¿Y qué lees? -preguntó ella.

Nueva vacilación, y ella sonrió de nuevo.

– ¿Tan difícil es la pregunta? -le dijo.

– Sobre accidentes de personas que se pierden y mueren a la intemperie -respondió-. Gente que muere en las montañas o se pierde en los páramos. Hay montones de libros sobre eso. Hace tiempo eran muy populares.

– ¿Accidentes de gente que se pierde? -preguntó ella.

– Y de otras muchas cosas más, claro. Leo mucho. Historia. Libros documentales. Anales.

– Todo lo antiguo y pasado -dijo ella.

Él asintió con la cabeza.

– El pasado es algo a lo que te puedes agarrar -dijo él-. Aunque a veces puede ser falso.

– ¿Pero por qué lees sobre accidentes, sobre gente que muere a la intemperie? ¿No es una lectura horrible?

Erlendur sonrió.

– Deberías estar en la policía -dijo.

En aquella corta velada, ella había conseguido llegar a un rincón del alma de Erlendur que tenía cuidadosamente cerrado a cal y canto, incluso para él mismo. No quería hablar de ello. Eva Lind era la única que sabía de su existencia pero no lo conocía a fondo, ni lo relacionaba especialmente con su interés por la gente que se perdía en las montañas. Él permaneció largo rato en silencio.

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