– Es algo que ha ido surgiendo con los años -dijo luego, y enseguida se arrepintió de su mentira-. ¿Y tú? ¿Qué haces cuando no estás metiendo tus bastoncillos en la boca de la gente?
Intentó rebobinar y parecer divertido, pero la relación entre ambos se había quebrado y había sido por su culpa.
– En realidad nunca he tenido tiempo para nada más que para trabajar -respondió ella, con la sensación de que, sin pretenderlo, había despertado algo de lo que él no quería hablar, y que ella no sabía lo que era. Se sintió incómoda, y él lo notó.
– Creo que deberíamos repetir una velada como esta muy pronto -dijo él para acabar con aquello. No podía con la mentira.
– Desde luego -dijo ella-. Sinceramente, he dudado mucho pero no me arrepiento. Quiero que lo sepas.
– Yo tampoco -dijo él.
– Me alegro -dijo ella-. Muchas gracias por todo. Muchas gracias por el Drambuie -dijo ella acabando la copa de licor. Él también había pedido un Drambuie, pero no lo había tocado.
Erlendur estaba tumbado en la cama de su habitación del hotel mirando el techo. Seguía haciendo frío en la habitación, y él seguía vestido. Fuera nevaba. Una nieve blanda, tibia y bella que caía con delicadeza sobre el pavimento y se fundía al instante. No tenía nada que ver con esa nieve fría, dura y sin conciencia, que mataba y hería.
– ¿Qué manchas son esas? -preguntó Elínborg al padre.
– ¿Manchas? -respondió este-. ¿Qué manchas?
– Ahí, en la alfombra -dijo Erlendur. Elínborg y él acababan de regresar del hospital, donde habían ido a ver al niño. El sol de invierno iluminaba la alfombra de la escalera que llevaba al piso superior, donde se encontraba el dormitorio del muchacho, y vio las manchas.
– No veo ninguna mancha -dijo el padre inclinándose para mirar de cerca la alfombra de la escalera.
– Son bastante claras con esta luz -dijo Elínborg, mirando el sol por la ventana del salón. Estaba ya muy bajo y hacía daño en los ojos. Miró las losetas de mármol de color beis, que parecían arder sobre el suelo del salón. A poca distancia de la escalera había un elegante mueble bar. En él se veían botellas de licor de elevado precio. Vinos tintos y blancos mostraban sus cuellos inclinados. El armario tenía dos puertas de cristal y Erlendur entrevió en uno de los cristales algo parecido a la huella que deja una bayeta. En la puerta del armario que daba a la escalera había una gotita que se había desplazado como centímetro y medio. Elínborg tocó la gota con el dedo y notó que estaba pegajosa.
– ¿Pasó algo aquí, al lado del mueble bar? -preguntó Erlendur.
El padre lo miró.
– ¿De qué estás hablando?
– Es como si hubiera habido una salpicadura. Lo has limpiado hace poco.
– No -dijo el padre-. Hace poco, no.
– Esas huellas de la escalera -dijo Elínborg-. Creo que son de un niño, ¿o me equivoco?
– Yo no veo ninguna huella en la escalera -dijo el padre-. Antes hablabas de manchas. Ahora son huellas. ¿Qué estás intentando decirme?
– ¿Estabas en casa cuando agredieron al niño?
El padre calló.
– La agresión se produjo en la escuela -prosiguió Elínborg-. La jornada escolar había terminado, él estaba jugando al fútbol, y cuando se iba para casa lo agredieron. Eso es lo que creo que pasó. No ha podido hablar contigo, y tampoco con nosotros. Creo que no quiere hacerlo. Que no se atreve. Quizá porque los otros chicos le dijeron que lo matarían si se lo contaba a la policía. Quizá porque fue otra persona quien le dijo que lo mataría si hablaba con nosotros.
– ¿Adonde quieres llegar con eso?
– ¿Por qué regresaste tan pronto del trabajo ese día? Volviste a casa a medio día. Él vino a casa como pudo y subió a su habitación, y poco después llegaste tú y llamaste a la policía y la ambulancia.
Elínborg había estado dándole vueltas a lo que podría estar haciendo el padre en casa a mediodía de un día laborable, pero hasta aquel momento no se lo había preguntado.
– Nadie lo vio en el camino de vuelta a casa desde la escuela -dijo Erlendur.
– ¿No estarás intentando insinuar que yo agredí… que yo agredí a mi hijo de esa forma tan brutal? ¿No estarás insinuando semejante cosa?
– ¿Te importa si nos llevamos una muestra de la alfombra?
– Creo que tenéis que salir de aquí ahora mismo -dijo el padre.
– No estoy insinuando nada -dijo Erlendur-. En su momento, el chico nos dirá lo que sucedió. Tal vez ahora no, ni dentro de una semana o de un mes, quizá ni siquiera dentro de un año, pero lo dirá.
– Fuera -dijo el padre, rojo de furia e indignación-. No te atreverás… no os atreveréis a… Fuera. ¡Largaos! ¡Largaos ahora mismo!
Elínborg fue directamente al hospital, a la planta de pediatría. El chico estaba durmiendo en su cama del rincón. Se sentó junto a él y esperó a que despertara. Llevaba quince minutos junto a la cabecera cuando el muchacho abrió los ojos y se dio cuenta de la presencia de la cansada mujer policía, pero no vio por ningún lado al hombre del chaleco de punto y ojos tristes que la acompañaba en la visita anterior. Los dos se miraron, Elínborg sonrió y le preguntó con toda la dulzura de que fue capaz.
– ¿Fue tu papá?
Regresó a casa del niño y su padre con una orden judicial de registro y acompañada por los de la policía científica. Examinaron las manchas de la alfombra. Examinaron el suelo de mármol y el mueble bar. Con una aspiradora tomaron muestras de polvo del mármol. Comprobaron la gota del mueble bar. Subieron la escalera y fueron al cuarto del niño, y tomaron muestras de la ropa de cama. Fueron al lavadero y examinaron bayetas y toallas. Miraron la ropa sucia. Abrieron la aspiradora. Tomaron muestras del polvo de la escobilla. Salieron a buscar el cubo de la basura y escarbaron en su contenido. Encontraron unos calcetines del niño en el cubo.
El padre estaba en la cocina. En cuando aparecieron los técnicos llamó a un abogado amigo suyo. El abogado acudió a toda prisa y examinó la orden del juez. Recomendó a su cliente que no hablara con la policía.
Erlendur y Elínborg observaban el trabajo de los técnicos. Elínborg lanzó una mirada penetrante al padre, que sacudió la cabeza y apartó los ojos.
– No comprendo lo que queréis -dijo-. No lo comprendo.
El chico no había denunciado a su padre. Cuando Elínborg le preguntó, no mostró reacción alguna, aunque los ojos se le llenaron de lágrimas.
El jefe de la policía científica telefoneó dos días después.
– Tenemos los resultados de la alfombra de la escalera -dijo.
– ¿Sí? -dijo Elínborg.
– Drambuie.
– ¿Drambuie? ¿El licor?
– Hay rastros por todo el salón y un reguero en la alfombra hasta la habitación del muchacho.
Erlendur estaba mirando el techo cuando oyó llamar a la puerta. Se levantó a abrir, y Eva Lind se metió en la habitación. Erlendur miró el pasillo y cerró la puerta.
– No me ha visto nadie -dijo Eva-. Sería más sencillo si te decidieras a vivir en tu casa. No comprendo esta ocurrencia.
– Ya volveré a casa -dijo Erlendur-. No te preocupes. ¿Qué te trae por aquí? ¿Necesitas alguna cosa?
– ¿Necesito tener un motivo especial para querer verte? -repuso Eva, sentándose al escritorio y sacando un paquete de cigarrillos. Dejó en el suelo una bolsa de plástico y le hizo una señal con la cabeza-. Te he traído algo de ropa. Si piensas seguir en el hotel necesitarás cambiarte.
– Muchas gracias -dijo Erlendur. Se sentó en el borde de la cama, delante de ella, y cogió uno de sus cigarrillos. Eva encendió los dos.
– Me alegro mucho de verte -dijo él, dejando escapar una columna de humo.
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